LUCRECIA MARTEL / Mayo 2018

En el marco de su visita al Programa de Cine, la cineasta Lucrecia Martel brindó la conferencia Phonurgia el lunes 28 de mayo a las 19h, en el Auditorio UTDT. 

Después de siglos de pensar la perspectiva desde la visión, no hay peligro en intentar una aproximación desde el sonido. Conversación ideal para directores, guionistas, escritores y gente que haya sufrido decepciones.

Lucrecia Martel contó alguna vez, en una conferencia en esta universidad, que toda la fuente de inspiración de su cine se remonta a los cuentos que le contaba su abuela a la hora de la siesta en su infancia salteña. O más bien: la voz de la abuela contando esas historias, que solían ser de miedo pero de las que apenas recuerda algo más que una atmósfera. O más precisamente: la música de esos cuentos de la abuela, escuchados en un estado de somnolencia o duermevela, propicio para la sugestión y la fantasía: cerrar los ojos para ver.

Las películas de Martel son de una potencia visual extraordinaria, por cierto, aunque no se advierte en ella la vocación pictórica que aparece en algún cine de autor, donde se asiste a veces a una sucesión de cuadros perfectos que se podrían recortar de la película y colgar en la pared. En Martel, en cambio, hay algo así como un estado de desequilibrio en cada plano, en cada encuadre, que no tendría sentido sin el plano anterior o el sucesivo. En eso, sus imágenes son estrictamente cinematográficas. Martel también contó, en esa misma ocasión, que en un rodaje ella mira a través del lente de la cámara como si fuera una niña de once años, que observa la situación sin entender del todo lo que ve, pero también sin juzgar, sin interpretar, al acecho de que ocurra algo inesperado, algo que la sorprenda, ese milagro que muy pocas veces sucede. Puede tratarse sencillamente de un instante: una mirada de temor, un suspiro de alivio, un pedido de auxilio, que se le cuela al actor, como una confesión, entre las líneas del guión. Pienso en el extraordinario Daniel Giménez Cacho de Zama: todo lo que le sucede sin que él, aparentemente, haga nada. Las películas de Martel serían entonces como un montaje –un supercut- de esos momentos escurridizos que llegaron a sorprenderla. Por eso no resulta fácil identificar en sus películas escenas en un sentido clásico; a menudo, en todo caso, las escenas parecen empezar in medias res, como si ya hubieran empezado, o terminan antes de que la escena debiera terminar, al menos según indican las reglas de la lógica dramatúrgica habitual.

Ese hilo imperceptible de acontecimientos casi secretos, el de las cosas que sorprendieron a la cineasta –o a la niña de once años- constituye tal vez la corriente oculta que pulsa debajo de la superficie de las imágenes y que nos sorprende también a nosotros espectadores, como si se cumpliera así un proceso de transmisión de la experiencia: nos convertimos, por un momento, agradecidos, en una nena de once años. Me atrevería a afirmar que esa corriente, que es la que hace circular la emoción entre escena y escena, tiene todo que ver con la concepción del sonido de Martel. El sonido de una película como apertura a un universo “invisible” pero palpable, porque el sonido, con sus ondas que se expanden en el espacio, nos toca físicamente, en nuestra butaca de la sala oscura, de una manera que las imágenes por su cuenta no pueden hacerlo. El tratamiento de sonido, de hecho, nos hace ver de otra manera. Casi se podría decir -sería tentador, aunque no del todo justo- que las imágenes son apenas el pretexto para instalar un universo sonoro. El chirrido insoportable (e inolvidable) de las sillas arrastradas en la primera escena de su opera prima, La ciénaga, establece la mejor presentación del estado espiritual de esos personajes que languidecen al borde de una piscina (y de la existencia). Al mismo tiempo, esos ruidos –¿esa música?- componen una introducción resuelta al alfabeto cinematográfico de Martel. Tiene todo el sentido del mundo, entonces, que Lucrecia Martel se proponga tratar, tanto en su seminario del Programa de Cine, como en la conferencia pública misteriosamente titulada Phonurgia, el asunto que está en la fuente de su proceso creativo: el sonido. O mejor dicho: todo lo que evoca una voz que cuenta cuentos a la hora de la siesta.  -Andrés Di Tella


Lucrecia Martel es una cineasta argentina con gran reconocimiento internacional. Su última película, Zama (2017), fue aclamada por la crítica y el público en el Festival Internacional de Cine de Venecia – Selección Oficial (Fuera de Competencia), en el Festival de Toronto (Sección Masters) y en el Festival de Cine de Nueva York. Dirigió los largometrajes La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), que fueron seleccionados por los festivales de Sundance, Cannes, Berlin, Rotterdam y New York, entre otros, y obtuvieron numerosos premios. Asimismo fue jurado de destacados festivales como los de Berlín, Cannes, Venecia, Sundance y La Habana. Como docente dictó workshops o clases magistrales en Cinemateca Brasileira, Brasil; Film Society of Lincoln Center, Estados Unidos; Indie Lisboa, Portugal; ECAM, España; FICUNAM, México; Museo de Arte Moderno de Medellín, Colombia; School of Sound, Inglaterra; Escuela de Cines de San Antonio de los Baños, Cuba; entre muchos otros.


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