
Un Estado responsable e inteligente, con metas y capacidad de evaluación
Guadalupe Dorna, directora de la Maestría en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno y coordinadora del programa de Evaluación de Impacto del Centro para la Evaluación de Políticas basadas en la Evidencia (CEPE), y María Lombardi, profesora e investigadora de la Escuela de Gobierno, escribieron acerca de la importancia de evaluar la eficacia estatal.
Con un tercio de la población debajo de la línea de pobreza y presupuestos limitados, los gobiernos nacionales, provinciales y municipales en Argentina enfrentan el enorme desafío de elegir las políticas públicas que logren realmente mejorar las condiciones de vida de las personas. El éxito o fracaso de este esfuerzo dependerá en gran parte de las políticas sociales que implementen en áreas claves como la salud, la educación, la seguridad, y el empleo. En un contexto en el que los problemas son cada vez más acuciantes y los presupuestos estatales cada vez más reducidos, la ausencia del Estado en áreas claves para el desarrollo social es casi tan problemático como el financiamiento de políticas ineficaces. Por eso, hoy más que nunca es indispensable tener un Estado responsable e inteligente, que diseñe sus políticas públicas a partir de metas claras y evaluando su impacto para poder perfeccionarlas en el proceso, ampliar el alcance de las que funcionan y eliminar las que fracasan.
Para entender la importancia de basar nuestras políticas públicas en evidencia sirve contar un ejemplo exitoso. A principios del año 2000, una ONG implementó un programa en más de 100 escuelas primarias para ayudar a mejorar los niveles de aprendizaje de los alumnos que estaban rezagados. Conseguido el objetivo de ampliar el acceso al sistema educativo formal, el desafío era mejorar la calidad de esa educación. La idea central que guiaba el diseño del programa es que los niños aprenden mejor cuando el material que se les enseña está adaptado a sus necesidades particulares en lugar de ser una currícula general dictada para todos por igual. Siguiendo este precepto, durante la mitad de la jornada, los niños que los maestros identificaban como rezagados eran separados de la clase y puestos a cargo de un tutor que se concentraba en enseñarles conocimientos básicos de lengua y matemática. Para evaluar el impacto de esta intervención, se comparó el desarrollo de los alumnos que recibían una clase especial con un tutor con el de niños rezagados de otras escuelas que no participaron del programa. La evaluación de impacto de este programa demostró grandes mejoras en los aprendizajes de los alumnos al cabo de sólo un año. Además, la política probó ser altamente alta costo-efectiva en comparación con otras políticas que buscaban fines similares.
A raíz del éxito de esta intervención, dos gobiernos provinciales la implementaron, alcanzando esta vez a más de 50.000 escuelas. Para lograr que la política fuese viable a esta mayor escala, se modificaron algunas de sus características. Por ejemplo, los tutores pasaron de recibir un salario a ser voluntarios. Pero esta modificación requería ser evaluada, ya que podría generar impactos distintos a los encontrados en la versión original del programa. Para poder evaluar el impacto en esta segunda vuelta del programa, se implementó en fases, postergando la participación de algunas escuelas, cuyos alumnos sirvieron como grupo de control para la evaluación.
La primera evaluación de la política a nivel provincial encontró impactos menores a los esperados, principalmente porque los alumnos rezagados no estaban recibiendo clases diferenciadas. Los tutores faltaban, o eran captados por el docente principal que les asignaba tareas para ayudar con la clase. La política, potencialmente exitosa, necesitaba más ajustes.
La iniciativa no se suspendió, sino que se modificó para asegurar su correcta implementación. El cambio debió institucionalizarse, modificando la currícula para que ese momento de aprendizaje personalizado ocurriera como parte del proyecto pedagógico de las escuelas y no como una alternativa en la que tanto alumnos como maestros pudieran elegir si participar o no. Institucionalizar un cambio no es fácil, requiere alinear voluntades y tener capacidad de monitoreo para verificar y accionar en consecuencia, pero el esfuerzo valió la pena y una nueva evaluación de impacto sí encontró mejoras sustanciales en los aprendizajes de los alumnos. El programa, calibrado para que pudiera crecer, escaló y esta última versión está actualmente en funcionamiento en casi 108.000 escuelas en 13 provincias, alcanzando a más de 5 millones de niños que ahora aprenden mejor.
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