En los medios

La Nación
6/05/23

Las peores reglas de juego: ¿La culpa de los ciudadanos que votan mal o de una clase dirigente que no gobierna?

Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, analizó nuestro sistema representativo y sus debilidades.

Por Roberto Gargarella


Elecciones presidenciales 2019. Marcelo Aguilar.


Frente a las principales decisiones tomadas por nuestras autoridades, en los últimos años –decisiones deficitarias, erradas, muchas veces incomprensibles– aparecen dos reacciones, igualmente equivocadas. La primera señala acusatoriamente a la ciudadanía (“la culpa es del pueblo que se empeña en votar mal, elección tras elección”), y la segunda hace lo propio con la clase dirigente (“nuestro problema tiene que ver con esta casta corrupta”). Ambas respuestas se equivocan al definir y distribuir responsabilidades. Veamos de qué modo.

De acuerdo con la primera respuesta, la ciudadanía es la principal responsable de lo que nos ocurre, por incurrir en elecciones políticas sistemáticamente equivocadas, que serían las que terminan por inducir las malas políticas que hoy padecemos. El problema de este enfoque es que supone aquello que no está en condiciones de asumir, esto es, que como ciudadanos contamos con medios más o menos adecuados para hacer conocer nuestras preferencias y críticas en materia de políticas públicas. De acuerdo con la segunda respuesta, es la clase dirigente la que debe cargar con la plena o casi plena responsabilidad de nuestros padecimientos. El problema de este enfoque es que supone, equivocadamente, que bastaría con cambiar a esa “casta corrupta”, para resolver los problemas principales que hoy padecemos, desconociendo así el carácter estructural de tales problemas (i.e., el sistema de incentivos que hoy opera).

Preciso el primer punto con dos ejemplos simples. Imaginemos que un primer elector, cercano al oficialismo, desea aprovechar la próxima elección para exigirle al gobierno entrante, al menos, las dos cosas siguientes: que mantenga la orientación política actual, pero que lo haga cambiando radicalmente su orientación económica. Lamentablemente, con su solo voto, este elector no podrá exigirle ninguna corrección al oficialismo: el día del sufragio no encontrará manera de poner matiz alguno a su decisión. Razón por la cual su voto podrá ser leído, entonces, como “el voto de un oficialista ciego” o “fanático”. Como si este elector que exigía un cambio económico a los gritos hubiera dicho, en lugar de ello: “brillante todo lo hecho”.

Pongamos ahora el caso de un elector cercano a la oposición, que quiera apoyar a esta última, pero exigiéndole fuertes cambios respecto del tiempo en que fuera gobierno. Imaginemos que este votante exige a la oposición que implemente esta vez una política económica muy distinta (i.e., una política “más social”). Otra vez, sin embargo, este convencido elector no podrá siquiera hacer conocer el crucial matiz que le exige a la oposición, como condición de su apoyo. Su voto será leído como “otro votante obstinado, que se desentiende de los errores cometidos ya por la oposición”. Todos escucharemos otra vez, entonces, y como siempre: “los argentinos no aprenden más”, “los argentinos vuelven a tropezarse con la misma piedra”.

Ante lo dicho recién, alguien podría respondernos: “así es la política, no siempre se puede decir u obtener todo lo que uno quisiera”. Pero resulta que la situación es mucho peor de lo que esta respuesta sugiere. No se trata, simplemente, de que “no siempre podemos lograrlo todo”, sino de que –en el marco de nuestro muy deficiente sistema institucional– no sólo no podemos poner siquiera un matiz a nuestras posiciones, sino que nuestros exigentes votos terminan por expresar como “nuestras” posiciones que más bien repudiamos. Por eso es que –en nuestro ejemplo– el sufragio de dos votantes muy críticos terminaba siendo leído como el voto de ciegos, obstinados o fanáticos: las exigencias de cambio, las duras objeciones o los encendidos reclamos de tales votantes, terminaban resultando por completo anuladas: sus objeciones pasaban a ser leídas como si fueran burdas defensas de los sujetos o partidos criticados. En este sentido es que los intentos de “responsabilizar al pueblo por sus continuos errores” son, no sólo errados, sino injustos. Si se nos quiere responsabilizar por las desastrosas políticas de nuestros gobiernos, permítasenos primero tomar algún control efectivo sobre tales medidas, o sobre lo que nuestros gobiernos hacen. Sino, se nos estará inculpando por no corregir aquello que no se nos permitió cambiar, o responsabilizando por no decir aquello que se nos impidió expresar.

Pasemos ahora a la segunda respuesta citada al comienzo: la que centra las responsabilidades en la clase dirigente. Por supuesto, es razonable decir que la actual dirigencia es responsable principal de muchos de los males que sufrimos, más allá de las entendibles y lamentables “desgracias” del momento (pandemias, sequías, guerras, etc.). Sin embargo, resulta simplista y errónea la idea según la cual “el problema es la casta”, idea que, por lo demás, supone que “entonces, la solución es removerla” (o “cambiarla por nosotros”). Este tipo de afirmaciones son erradas por desconsiderar por completo el obvio problema de incentivos que genera nuestra estructura institucional. Si los beneficios (legales, semilegales o ilegales) que están al alcance de los funcionarios públicos son extraordinarios, las posibilidades ciudadanas de bloquearles esos caminos, o de exigirles que recorran a otros son insignificantes; y las chances de que quienes obran indebidamente o de modo contrario a la ley sean sancionados resultan casi nulas. Luego, las posibilidades de que “la vieja casta” se sienta motivada a “reencauzar” su conducta son bajísimas, como ilusorias las chances de que “la nueva dirigencia” que la reemplace opte por caminos más virtuosos. Por ello es que resulta esperable, antes que sorprendente, que la “alternativa política” de ayer, se convierta hoy, en el poder, en alguien que negocia indebidamente los pasajes de avión que gratuitamente recibe, u ofrezca contratos públicos al personal doméstico que trabaja en su casa, o busque negocios privados a través de contratos de obra pública: cada quien abusará, esperablemente, de su cargo, conforme a su rango o posibilidades, porque el supuesto común es que “podemos hacerlo, y nadie va a enterarse nunca de ello, o jamás podrán hacernos responsables por lo ocurrido”.

No hay, entonces, una línea divisoria entre “ellos (políticos) y nosotros” (ciudadanos): los ciudadanos honestos de ayer son los funcionarios corruptos de hoy. Lo cual, otra vez, dice, no tanto que “los argentinos somos todos corruptos,” sino que las reglas de juego que tenemos son de las peores posibles. Ellas ofrecen a los funcionarios públicos los incentivos más perversos, a la vez que dificultan la posibilidad de que nosotros, ciudadanos, desafiemos y cambiemos de una vez esos incentivos. La conclusión parece pesimista (“¿cuál es la solución que se ofrece?”), y en buena medida lo es, salvo por un detalle crucial: no vamos a solucionar nuestros problemas mientras sigamos errando tan gravemente en el diagnóstico de los mismos. Este texto pretende ayudarnos a precisar ese diagnóstico.