Di Tella en los medios
Clarín
29/09/4

Distinguir derechos y privilegios

<DIV><STRONG>TRIBUNA: La Constitución especifica con claridad cuáles son los derechos básicos de los ciudadanos. Cuando se los confunde con privilegios, se los atiende de manera discrecional, lo que define una conducta política reprochable.</STRONG></DIV>

Roberto Gargarella. Profesor de Derecho Constitucional (UBA y Di Tella)

De manera habitual, confundimos derechos con privilegios, y tratamos por ello incorrectamente a quienes más requieren de nuestra ayuda.
Para aclarar los términos desde un comienzo, digamos que con la idea de derechos nos referimos comúnmente a los intereses humanos que consideramos más importantes y más necesitados de protección. Hablamos, por ello, y por ejemplo, del derecho a la vida, del derecho a la libre expresión, del derecho a la salud. Tanto nos importan estos derechos que, para tornar visible y pública nuestra convicción al respecto, "grabamos esos derechos en piedra", incluyéndolos en el texto de la Constitución.
Muy distinto es el caso de los privilegios. Yo reclamo un privilegio, y no un derecho, cuando por ejemplo le exijo al Gobierno que pinte las casas de mi cuadra, de modo tal de tornarlas más bonitas o más valiosas; o cuando reclamo al Gobierno que no cobre impuestos a mi empresa, de modo tal de contribuir al más acelerado crecimiento de la misma. Ninguno de estos reclamos resulta, de por sí, irrazonable, pero en todo caso nos refieren a privilegios y no a derechos fundamentales.
En ocasiones, y en la medida en que existan posibilidades de hacerlo, la autoridad pública puede recibir algunas de estas demandas por privilegios, y satisfacerlas. Puede decir, por ejemplo, que las empresas que se radiquen en ciertas zonas despobladas del país —y no otras— tendrán ventajas impositivas, reconociendo el pedido de algunos por un trato privilegiado.
Estas son, básicamente, elecciones discrecionales del Gobierno, dependientes de los cálculos de oportunidad o conveniencia que lleve adelante. Esta discrecionalidad se encuentra obviamente bloqueada cuando no lidiamos con privilegios sino con derechos básicos.
En la actualidad, muchos grupos —no todos, sin dudas, pero sí muchos— le reclaman al Gobierno por lo que consideran la violación de sus derechos más importantes. Piden, por ejemplo, por el acceso a un trabajo o a una vivienda digna. La Constitución habla de esos derechos, porque considera que ese tipo de reclamos responden a intereses fundamentales que merecen ser protegidos. Es decir, la Constitución no trata a dichos reclamos como privilegios. Si éste fuera el caso, deberíamos remover las ideas de "trabajo", "vivienda digna", o "seguridad social" del lugar privilegiado que hoy les reservamos en el texto constitucional.
Sin embargo, mientras ello no ocurra —y creo que tenemos buena razones para no hacerlo— debemos hacer los mayores esfuerzos para cumplir con los compromisos constitucionales asumidos.
Ahora bien, cuando el Gobierno, enfrentado a demandas sobre necesidades básicas, distribuye beneficios de modo más o menos discrecional, comienza a tratar las demandas por derechos como lo que no son, es decir, como demandas por meros privilegios. Por supuesto, si lo que estuviera en juego fueran meros privilegios, el Gobierno podría optar por conceder los mismos a ciertos grupos y a otros no; o podría otorgarlos un día y retirarlos al día después; o podría decidirse por no conceder esos beneficios a ningún grupo.
Todas estas decisiones, en cambio, resultan impermisibles cuando no nos enfrentamos a privilegios sino a derechos. Cuando éste es el caso, es decir, cuando nos encontramos con demandas por derechos violados, las decisiones discrecionales del gobierno de turno —a éste le doy, a éste le quito— dejan de estar justificadas.
La situación resulta mucho más grave cuando la autoridad pública no sólo trata a los derechos como privilegios (por ejemplo, repartiendo su ayuda discrecionalmente), sino que además distribuye beneficios de acuerdo con criterios poco imparciales —por ejemplo, le doy a este grupo y no a éste otro porque el primero resulta demasiado molesto, o el segundo poco amigable—. Cuando esto es lo que ocurre, todos los grupos rezagados reciben un mensaje obvio: hay que seguir la conducta premiada, cualquiera sea ella (protestar más, acercarse al Gobierno), si es que se pretende obtener los mejores premios. Se genera así una dinámica a todas luces reprochable.
Por un lado, el Gobierno no detiene sino que exacerba las demandas que se proponía mitigar. Por otro lado, miles de grupos sienten que sus necesidades más básicas pasan a depender de la buena voluntad de quien hoy les otorga un beneficio que mañana les puede quitar —se generan, así, indeseables redes de dependencia o "clientelas"—. Para poner fin a tales situaciones, el poder público debe reconocer que se encuentra enfrentando reclamos por derechos básicos y no reclamos por privilegios.
Debe, por lo tanto, asegurar incondicionalmente a todos lo que hoy, por buenas o malas razones, por ingenuidad o picardía política, elige distribuir de modo discrecional.

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