Di Tella en los medios
Clarín
21/10/23

Elogio de la responsabilidad

Natalio Botana, profesor emérito UTDT, escribió sobre el sentido de la responsabilidad en el político que reclama el voto ciudadano.


Mariano Vior


Día de elecciones presidenciales cuarenta años después. Tengo presente el ánimo de aquellos días de octubre de 1983 en los cuales resplandecía la esperanza cívica. El tiempo aquietó esa expectativa: dos crisis brutales y una tercera en curso sacudieron a la sociedad; hubo violencia y tensiones, cayeron liderazgos y surgieron otros.

Aun así, entre tanto desacierto e incertidumbre, sigue vigente ese genio de la democracia que garantiza a toda la ciudadanía, sin mayores distinciones, el derecho de elegir a sus gobernantes, de confirmarlos o cambiarlos, mediante el sufragio que se emite en un recinto donde callan las voces ásperas de una campaña electoral y reina el silencio del elector.

Este es el dato fuerte y resistente, pese a tantos desaires, al que, sin estar satisfechos, debemos aferrarnos. ¿Qué podemos esperar entonces sin transgredir esta veda electoral?

Al votar esperamos muchas cosas que a veces convergen y, en otras ocasiones, se contradicen; aguardamos hechos concretos, decisiones futuras y que los mensajes escuchados, más o menos creíbles, se hagan realidad. En tal sentido, se abren muchos caminos que además hacen posible avizorar el estilo de una democracia.

Entre estos caminos se destaca el de la responsabilidad; para ser más preciso, el camino de la responsabilidad del político que reclama nuestro voto y ha resuelto, por diversos motivos, desempeñar ese oficio.

Quizás hayamos escuchado en la primera edad el consejo de padres y maestros: seamos responsables, pongamos atención en lo que hacemos, tengamos buen juicio para que, gracias a la educación en la familia y en la escuela, adquiramos capacidad para discernir lo que es bueno o malo, conveniente e inconveniente.

Se trata de una imagen idealizada, un modelo caro a la Ilustración que se contrapone al crudo impacto de la irresponsabilidad proveniente de actos incursos en una absoluta falta de previsión.

Estos breves comentarios, que conciernen a la vida privada, se agigantan cuando se alza adelante nuestro el poder político del Estado, limitado por los derechos y garantías de nuestra Constitución.

Se agiganta, en efecto, porque al votar estamos ejerciendo dos cosas: nuestra soberanía individual en tanto ciudadanos y la soberanía colectiva delegada en quienes nos habrán de gobernar, ocupando posiciones legislativas y ejecutivas, en un Estado que nos debe proveer seguridad, educación, salud y tantos otros derechos escritos en frondosos decálogos.

En este cruce de caminos debe tallar la responsabilidad de los elegidos que tendrán a su cargo el gobierno de todos nosotros o, como estipula la Constitución, el gobierno de la Nación entera en su forma republicana representativa federal.

Es una responsabilidad enorme, cualitativamente diferente de las responsabilidades que asumimos en la actividad particular. En estos comportamientos la responsabilidad está segmentada, en la vida de parejas, en la amistad, en el trabajo, en las asociaciones, en el ocio.

En la esfera política la responsabilidad es, en cambio, inclusiva pues compromete a la totalidad de habitantes y ciudadanos, y pone en juego al poder con mayúsculas, ese rasgo de la acción humana que puede generar bienes públicos apetecibles o catástrofes humanitarias, como las de miles de víctimas ferozmente asesinadas hace pocos días en Israel por bandas terroristas.

No es este el caso dentro de nuestras fronteras, aunque muchos compatriotas hayan padecido en Israel esta cruel afrenta. Lo que hoy nos preocupa es el acostumbramiento, preñado de incertidumbre y disconformidad, de una democracia que hace cuarenta años prometió mucho y realizó poco.

¿Tiene la culpa de estas carencias el régimen democrático que, en su versión mínima, permite que un gobierno deficiente sea reemplazado pacíficamente por otro? Si ello es así, no es el régimen democrático el que ha fracasado, sino sus protagonistas que, entre otras causas, han mutilado la responsabilidad.

Al respecto, decía Max Weber: “… Me siento profundamente conmovido por la actitud de un hombre maduro – sea joven o viejo – que se siente realmente y con toda su alma responsable de las consecuencias de sus actos y que practicando una ética de la responsabilidad llega al punto de declarar: No puedo más. Aquí me detengo”.

Weber levantaba su voz en una Alemania vencida en la Gran Guerra de 1914-1918, cuando en medio de la mortandad, el hambre y el desempleo, brotaban pasiones revolucionarias y reaccionarias. El momento más desolador para proponer esa ética a quien pueda “aspirar a la vocación política”.

Ocurre, sin embargo, que la responsabilidad está lejos de ser una cualidad innata; es, al contrario, un aprendizaje con aciertos y unos errores repetidos que nos invitan a conocer la responsabilidad por lo que no es más que por lo que es.

Estos contrastes dan un tono crepuscular a una democracia en que medran corruptelas, inseguridad, abandono y desarraigo social. En ella, más allá del voto, la ciudadanía comprueba resultados insuficientes en las políticas públicas, en lugar de constatar cercanía, percibe en consecuencia gobiernos distantes y, en el límite del hartazgo, puede entregarse a los cantos de sirena de la demagogia.

¿Estará acaso todo dicho en esta encrucijada que no es la primera ni será la última? Para nada, siempre que sigamos defendiendo la conciencia de la responsabilidad. No hay pues que flaquear porque no será fácil.

Los hábitos del buen gobierno son como una pátina delicada que vamos formando, entre aciertos y tropezones, sobre el fondo asfixiante de la irresponsabilidad. Una tarea poco recomendable para adictos a mitologías, que desconfía de los espejismos y solo es posible llevar a cabo respetando a rajatabla las reglas de la democracia. Aferrémonos a ellas y a la sabiduría de la Constitución Nacional.