Di Tella en los medios
Clarín
20/08/23

Votar o conversar

Por Roberto Gargarella

Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, reflexionó sobre la democracia argentina a partir de los resultados de las PASO.


El voto, en las PASO del 13 de agosto. Foto: Maxi Failla


Las elecciones primarias han producido un resultado muy grave, que, hoy por hoy, augura una hecatombe: la que surge de combinar a un fanático de propuestas extremas, con estructuras (partidos políticos fuertes en control del Congreso, corporaciones y sindicatos no democráticos) capacitadas para bloquearle cada propuesta, y sacarlo de juego desde el primer minuto.

Yo, como tantos, no he sido capaz de entender las condiciones sociales que produjeron este salvaje extremo por lo cual, en lo que sigue, intentaré decir algo sobre lo que entiendo mejor: las condiciones institucionales que lo hicieron posible.

Una primera explicación que propongo tiene que ver con el modo en que, con los años, hemos vaciado la democracia, hasta reducirla al mero voto periódico. La democracia, que algunos vinculamos con procedimientos de discusión inclusiva; que otros entienden como sinónimo de asambleas ciudadanas; y que otros más conciben como un denso entramado de frenos y controles, se ha ido equiparando a la mera idea de “sufragio regular”.

De lo que parece tratarse es -simplemente- de votar cada tantos años: democracia como “elecciones” y no como aquello que ocurre fundamentalmente entre elecciones.

De esta forma, el sistema institucional nos induce a buscar un “líder salvador”: ello así, porque “en el medio” (entre elecciones) institucionalmente no nos queda nada. Este penoso reduccionismo (democracia como voto) resulta tanto promovido por los sectores más conservadores, como avalado por la izquierda política.

Parte del éxito del conservadurismo, de hecho, consiste en ello: haber vaciado a la democracia de instancias de intervención ciudadana, hasta reducir a la misma a aquello que ocurre cada tantos años.

En el mientras tanto, la nada: todo el poder a los que gobiernan, y poca capacidad ciudadana (la nuestra) para controlar y corregir lo que los gobernantes hacen. Adviértase que éste mismo discurso fue central al kirchnerismo -finalmente, un proyecto políticamente conservador- durante todos estos años (“arme su propio partido y gáneme las próximas elecciones”). Para peor, el discurso desde la izquierda aparece alineado en torno al mismo eje.

Efectivamente, para la izquierda política también la democracia terminó equiparada al voto periódico, sólo que, como la izquierda reclama “más democracia”, entonces pide “más voto” -más oportunidades para volver a votar. Otra vez, la democracia como elecciones, y no como lo que ocurre entre elecciones. Haber reducido la democracia a tan poco (votar sólo ocasionalmente, para los conservadores; sólo votar, pero muchas veces, para la izquierda) explica parte de nuestros dramas de hoy.

Menciono ahora otros dos problemas, que también nos ayudan a entender de qué modo el propio sistema institucional (reducido a su mínima expresión actual) “crea” o favorece la producción de resultados catastróficos como los recién alcanzados. Un primer problema tiene que ver con el modo en que nuestras actuales instituciones desalientan la conversación pública, dificultan nuestro derecho a pedir cambios, a controlar, a matizar, a discernir, a exigir “aquello no, pero esto sí, y lo de más allá también”.

Dada nuestra imposibilidad institucional para matizar (para decir “sí esto, pero no aquello”), quedamos habitualmente forzados a apoyar lo que repudiamos, para tornar viable aquello que más deseamos (votamos un programa que no nos gusta, para que no gane tal otro candidato; apoyamos a un candidato que nos disgusta, para evitar que avance un programa alternativo, que repudiamos). Pura “extorsión electoral”.

Peor aún: este diseño institucional promueve resultados irracionales (“catastróficos”), al dificultar que “depuremos” -individual y colectivamente- nuestros reclamos al poder, a través de la conversación (laundering preferences). Ocurre que hay ciertos procedimientos equitativos (por ejemplo, los del juicio por jurado) que contribuyen a que las personas refinen y moderen sus demandas (por ejemplo, obligando a los participantes a dar sus nombres; a mirar a los acusados; a escuchar visiones enfrentadas; a contrastar pruebas); y hay otros procedimientos alternativos (los que favorecen el anonimato y piden respuestas urgentes y no conversadas), que alientan la agresión y las posiciones extremas (piénsese, por caso, en los niveles de violencia que inducen los procedimientos anónimos de las redes sociales).

Algo similar ocurre con la democracia reducida al voto, esto es, la que desalienta la discusión con quienes piensan diferente; la que bloquea la introducción de matices, el planteo de dudas.

La democracia, así reducida, termina convirtiéndose en co-responsable de la producción de los resultados irracionales que hoy padecemos y tememos. La democracia, así restringida, aparece entonces como un procedimiento que favorece la adopción de propuestas extremas y respuestas violentas.