Di Tella en los medios
La Nación
17/06/23

40 años de democracia. Un sistema con voluntad de duración

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia analizó el desarrollo social, económico y político del país en estos 40 años de democracia.


Raúl Alfonsín junto a Cristina Kirchner, entonces presidenta, en el homenaje al exmandatario en 2008. Luis Zabreg - EFE


Sabemos que la democracia en pañales de 1983 no derivó de una etapa de negociación con la dictadura en funciones, tal como en España Uruguay, Brasil y Chile; de manera abrupta, luego de una guerra perdida, la democracia despuntó en cambio al impulso de la tradición republicana, invocando el Preámbulo de la Constitución Nacional, y de un acto, inspirado en la filosofía con pretensión universal de los derechos humanos, que juzgó y condenó a las tres vertientes de la violencia política que desgarraron a nuestra sociedad.

Esta transcendente decisión, en el origen mismo de la presidencia constitucional de Raúl Alfonsín, cortó de cuajo, más allá de rebeliones y asonadas, el vicioso péndulo de gobiernos civiles y militares que marcó el ritmo de una crisis de legitimidad de medio siglo, iniciada en 1930. Al paso de estos cuarenta años, este punto de partida –un encendido prólogo– puede dar lugar a un juicio terminante. Jamás, en el decurso del último siglo, hubo régimen con tal voluntad de duración.

Benjamin Constant decía que sin duración no hay legitimidad. Estas cuatro décadas conforman pues la plataforma de una legitimidad básica sobre la cual planean, parafraseando a Sarmiento, conflictos y armonías. Si recordamos el clima alborozado de aquel momento, la democracia naciente en 1983 planteó de entrada un proyecto fundado en la esperanza: al “Nunca Más” de la política armada, que dirimieron golpes de Estado, crímenes, torturas y la ambición de montar dominaciones autoritarias, se sumó, diría Bobbio, un abanico de promesas.

El proyecto en danza era más ambicioso porque esa democracia, bajo el auspicio conjunto de la soberanía del pueblo y de la soberanía de la ley, comenzaba su derrotero con el ánimo de instaurar no solo un concepto mínimo que arraiga en competencias electorales transparentes y en la alternancia en el ejercicio de los poderes constitucionales (concepto que ilustraron, entre otros, Schumpeter, Popper y Dahl), sino incluso con la resolución de promover una forma de gobierno capaz de garantizar el buen vivir de la población y una amistad cívica capaz también de superar particularismos y conflictos.

Esta amalgama de las necesidades satisfechas propias de un Estado de Bienestar (Alfonsín proclamaba que con la democracia se come, se educa y se cura) con la virtud que debería apuntalar aquel proyecto miraba desde luego hacia el futuro. Al hacerlo así se imponía, por propia gravitación, lo que dio en llamarse la paradoja de las consecuencias, que no es otra cosa que la puesta en escena sociológica de los efectos no queridos de la acción humana. En 1983, la Argentina exploraba de nuevo el atractivo horizonte de la democracia social –tal la denominación de la época– frente al cual ascendía, en el campo de las democracias maduras, una restauración liberal-conservadora con eje en los Estados Unidos y el Reino Unido, lo que contribuyó posteriormente al derrumbe de la Unión Soviética.

En términos histórico-comparativos, este contexto difería de aquel otro, entre los años 45 y 75 del pasado siglo, en el cual las políticas públicas procuraban establecer sociedades integradas y que rozó su cénit en la Europa de los “treinta gloriosos años” de crecimiento y distribución del ingreso, según apuntó Jean Fourastié. En aquel contexto, en que los derechos civiles se conjugaban con la libertad política y los derechos sociales, abrevaba la democracia en embrión que abriría, atenta entonces en el gobierno en funciones al cuadrante social-demócrata, esta etapa de larga duración. La sociedad que en la Argentina recibía el proyecto democrático tenía la peculiaridad, a escala latinoamericana, de exponer un repertorio muy amplio de derechos sociales y de oferta de bienes públicos, ambos asentados sobre un rendimiento económico que ya desde la década del 70, como ha mostrado Pablo Gerchunoff, manifestaba signos de agotamiento.



Ernesto Sabato le entrega el informe de la Conadep a Alfonsín y el ministro Tróccoli. Domingo Zenteno


Si a ello se añadía el dato de que esa sociedad articulaba sus demandas a través de estructuras corporativas que crecieron de manera sostenida, se va esbozando el cuadro de una sociedad en trance de disociarse: al sentimiento subjetivo de igualdad, el motor de la democracia que había detectado Tocqueville, no lo acompañaba una economía acorde con esa pasión por el ascenso sólidamente anclada en las expectativas sociales. Ya desde los primeros años de la democracia, comenzó a cobrar cuerpo una relación significativa.


Legitimación y consenso

Por un lado, el régimen democrático se legitimaba de acuerdo con sus características mínimas: elecciones libres, vigencia de las libertades públicas, alternancias pacificas entre gobiernos y oposiciones y acuerdos en la diligencia para sortear crisis severas junto con una reforma constitucional ampliamente respaldada en 1994. Por otro, ese mismo régimen no obtenía ese mismo consenso con respecto a la estructura social, a la oferta de bienes públicos y a la economía que debía, con dificultades crecientes, sustentarlo.

Legitimación política sin legitimación social: esta dicotomía se prolongó a lo largo de estos cuarenta años, lo que explica que el protagonista de estos vínculos tendidos es el intenso sobresalto que rememora la palabra crisis. La crisis es un concepto de extenso recorrido. Su rasgo más saliente suele aludir a una situación momentáneamente mala que supone diversas salidas. Una crisis puede ser una oportunidad para reencauzar las cosas hacia un horizonte positivo o puede acoplarse a otras crisis sucesivas. En el primer caso, la crisis es una experiencia traumática que puede superarse; en el segundo, la crisis es un episodio que, de tanto repetirse, trasunta un proceso de declinación.

¿Cuántas crisis hemos soportado en estas cuatro décadas? ¿Qué panorama inhóspito se va formando al paso de estos sacudones? Para responder a estos interrogantes es preciso distinguir la declinación política-institucional de la declinación socioeconómica. Desde 1930, la declinación político-institucional no coincidió necesariamente con la declinación socio-económica. En medio de aquella negación de la libertad política, plagada de golpes, fraudes, autoritarismos y proscripciones, abundaron las crisis económicas, pero la sociedad retuvo bajos índices de pobreza y robustos sectores medio. En consecuencia, la sociedad animada por la educación pública gratuita no clausuraba la movilidad social.

A partir de 1983, la resiliencia del régimen democrático de cara a las crisis coincidió, en cambio, con una declinación socioeconómica sin parangón si nos remontamos a periodos previos. En este plano inclinado, el régimen democrático tuvo que gobernar una sociedad de más en más escindida (el concepto es de José Luis Romero) con altos niveles de pobreza e indigencia que giran en torno al 40% de la población; una porción muy amplia de la sociedad permanece por tanto insatisfecha con respecto a las necesidades básicas en seguridad, educación, salud, trabajo y vivienda. Como decía Benjamin Disraeli de la Inglaterra victoriana de su tiempo, coexisten entre nosotros dos sociedades: la incorporada a los beneficios del desarrollo y del medio y alto consumo, y la que permanece en los márgenes y se moviliza, ya sea porque ha descendido desde una posición de clase media, tiene una protección insuficiente del Estado o sobrevive a la intemperie. En las calles y espacios públicos de las megalópolis urbanas se manifiestan estas radicales carencias.

Estos datos permiten inferir otra relación no menos complicada. Mientras en estos cuarenta años el nivel de la sociedad desciende, la política democrática, resistente y duradera, está lejos de que fructifiquen, al menos parcialmente, las líneas maestras del proyecto que acunó en su origen y que aún le inspiran en la enunciación de sus fines. Los medios para consumar esos fines siguen en suspenso y dependen del modo como se representa la sociedad mediante la praxis ciudadana. La representación política conforma en efecto un desafío sujeto, en estos últimos años, a profundas modificaciones. De la democracia de partidos de las primeras décadas (gobiernos de Alfonsín y Menem con dos grandes partidos atrás) hemos pasado a practicar coaliciones de partidos junto con la súbita irrupción de candidatos contestatarios sin afiliaciones partidarias previas. Este contraste permitiría formular una hipótesis acerca de la coexistencia de dos tipos de democracia: una democracia de partidos, en tanto representa mediadores estables en cuyo seno se forman los liderazgos y, por otra parte, una democracia de candidatos tributaria de irrupciones súbitas, del malestar incrustado en la sociedad y de la velocidad de la mutación científico-tecnólogica que envuelve al planeta.

Por tanto, esa democracia de candidatos es naturalmente inestable, arrebatada por ascensos electorales repentinos. Embebido en una radicalización de las opciones, sean estas de derecha o izquierda, el vértigo corre junto con la improvisación. Esos movimientos abruptos suelen adoptar rasgos populistas que, en no pocos casos, son la antesala de dictaduras de nuevo y antiguo cuño. ¿Describen estos fenómenos un crepúsculo de la democracia de partidos tal cual se la concibió hace cuarenta años? Convengamos en que ese crepúsculo no arroja tan solo sus claroscuros en nuestro país, dado que aun se lo advierte en las democracias maduras.


De partidos a coaliciones

Los dos grandes partidos del bipartidismo originario –la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista– han decrecido debido a una perdida significativa de apoyo electoral de la UCR o a un transformismo en las filas justicialistas que osciló entre la orientación promercado y privatizaciones de Carlos Menem y el populismo con ínfulas de izquierda del gobierno del matrimonio Kirchner. Al cabo, codo a codo con los endebles resultados de las políticas públicas, ese decaimiento se encauzó a través del nuevo formato de las coaliciones: una de raíz justicialista, tal vez pronta a afrontar otra transformación y la otra en la cual coexisten el radicalismo con las formaciones nacidas de la crisis de 2001-2002, el Pro y la Coalición Cívica.

Este formato no ha impedido, sin embargo, que coexistan en el escenario político la polarización y el faccionalismo. No se trata, como ha destacado Ana María Mustapic, de la polarización típica de una democracia competitiva; se trata más bien de la polarización hostil y excluyente, que arreció durante las últimas décadas y que convierte a los adversarios en enemigos. Potencialmente, esta clase de polarización tiende a ser homogénea, a la manera de dos bloques que se enfrentan sin fisuras. Empero lo paradojal del caso es que ese estilo se combina con un faccionalismo creciente y destructivo dentro de ambas coaliciones.

Desde luego estos comentarios nos retrotraen al gran tema de la representación política en sociedades escindidas ¿Qué tendencias fuertes está generando esa fatiga de la representación política que incide sobre la estabilidad de la democracia de partidos? La crisis de gobernanza de las democracias representativas es también una cuestión que, en mayor o menor grado, recorre actualmente el debate político más allá de nuestras fronteras. Nos basta con echar una mirada sobre lo que acontece en Europa, en el mundo andino desde Colombia y Chile pasando por Perú, o en nuestro espacio público, para percatarse de que entramos en una etapa en la cual la participación política choca intensamente con la participación social.

La participación directa de los sectores marginales, encuadrada por dirigencias de distinto signo ideológico que obtienen recursos del Estado, es tan rápida (en cuestión de horas se dispara un movimiento piquetero) como las crisis económicas que ponen en jaque a los gobernantes. En pocas palabras, el mundo de la velocidad. Desde que se la pensó, hacia finales del siglo XVIII, la representación política es en cambio más lenta, pues tal fue su propósito; es decir, trazar una distancia prudencial entre gobernantes y gobernados. Entre nosotros, los procedimientos de la representación política establecen un cronograma de pasos sucesivos que, ante la urgencia de propagar liderazgos, se desenvuelve con parsimonia y eclosiona en los tramos finales: largas campañas, comicios escalonados, primarias obligatorias donde compiten fórmulas cerradas y, para cerrar la carrera, el ballottage de doble vuelta.

Ese ritmo se renueva cada dos años, debido a que la Constitución Nacional determina elecciones intermedias a mitad de mandato, un sistema que, incentivando campañas electorales permanentes y cruzándose con las crisis económicas y la rapidez de la participación social, afecta también a la gobernabilidad. Son hechos que ponen de nuevo en agenda dos dimensiones de la democracia: la democracia electoral, hoy adquirida pese a los problemas que hemos señalado, y la democracia institucional que se identifica, en términos deseables, con una ciudadanía que ejerce sus derechos conforme a reglas estables y previsibles. De tal suerte, la observancia de la democracia institucional es la bisagra que abre la puerta de una democracia electoral para aproximarse al ideal de la plenitud de la ciudadanía.

El perfil de una democracia institucional es tributario de la conformación del Estado, sin la cual no hay régimen democrático posible, del gobierno de la ley o Estado de derecho con su sistema jurídico de pesos y contrapesos, y de las instituciones centrales de la economía que hacen al orden fiscal y a lo que Hugo Quiroga ha llamado la legitimidad de la moneda. Estos tres rasgos están deteriorados entre nosotros. La combinación de marginalidad social y bajo rendimiento estatal está a la vista en nuestras megalópolis, un mundo “hobbesiano” capturado por el crimen individual y el crimen organizado del narcotráfico, lo que es trágicamente habitual en Iberoamérica.

Esas organizaciones penetran en cárceles, policías y estrados de la Justicia para ir fabricando una suerte de Estado paralelo e ilegal. La marginalidad, el desempleo y la declinación educativa en los sectores más bajos son la materia prima de estos reclutamientos frente a los cuales las poblaciones reaccionan con actos anómicos afincados en la desesperación. Por consiguiente, las falencias del Estado tienen tanto que ver con la caducidad del monopolio de la fuerza, según una la clásica definición, como con la erosión de la oferta de otros bienes públicos. El segundo rasgo de este perfil marca el difícil cometido de instaurar un Estado de derecho frente a los efectos negativos que aparejan la polarización y faccionalismo. Cuando la polarización es excluyente la administración de justicia sufre un movimiento de tenazas: la política se judicializa y la Justicia se politiza.


Abusos de los que mandan

En estos cuarenta años, se ha hecho carne en efecto una tendencia que concibe el Estado y las instituciones del orden constitucional como instrumentos maleables al servicio de los que mandan. Las concepciones patrimonialistas del Estado y el temperamento hegemónico de los poderes ejecutivos han ido sembrando en las costumbres un propósito según el cual el Estado de derecho se subordina al poder ocasional de un gobernante cuando, al contrario, ese poder debería estar subordinado a las reglas que precisamente emanan de aquel orden. El avance, o mejor, la arremetida de los poderes ejecutivos que no soportan el debido control del Poder Judicial está creciendo y ya no es atributo de las democracias a medio hacer. Atraviesa el continente americano de norte a sur, desde Nueva York a Buenos Aires, pasando por México, y hasta recala en Israel y en Europa. Es un llamado de atención que nos muestra cómo se está poniendo en cuestión la delicada trama de las democracias representativas. Al día de hoy, la intención de fraguar hegemonías que subordinen el Poder Judicial a los dictados del Poder Ejecutivo ha generado entre nosotros la reacción combinada de la sociedad civil y los tribunales de Justicia. Con esto queda en evidencia que la hegemonía de los gobiernos nacionales es intencional, pues no logra llevar a cabo enteramente ese designio.

Debido a que, tras estos enfrentamientos está en juego la impunidad de gobernantes corruptos y sus agentes, hay en consecuencia una fricción constante entre el Poder Ejecutivo y la administración de Justicia en sus estrados más altos. La división de poderes se interna, de este modo, en terreno antagónico. Esta imagen acerca de una subjetividad hegemónica que no puede doblegar las restricciones que impone el Estado de derecho, se hace más opaca si descendemos por los vericuetos del régimen federal.



La marcha del silencio en memoria del fiscal Nisman. Hernan Zenteno - Hernan Zenteno


En este territorio heterogéneo, la hegemonía, en tanto régimen establecido y no pretendido, goza de mejor salud gracias al control indirecto del sufragio. No consiste este sistema, como en tiempos pretéritos, en dar vuelta las urnas o hacer fraude abiertamente manipulando sobres y boletas. Si bien hay experiencias al respecto, nuestro régimen electoral es relativamente transparente, goza de procedimientos formales de supervisión, garantizados en última instancia por la Cámara Nacional Electoral, y de fiscales que, de estar presentes, impiden triquiñuelas y corruptelas.

Los problemas sobrevienen cuando se van cristalizando controles indirectos manejados por los oficialismos de turno. Son básicamente dos: controles para convertir en lo inmediato la autonomía ciudadana en una conducta dependiente de favores y concesiones pecuniarias, y controles más permanentes propios de gobiernos hegemónicos que bloquean la alternancia y persiguen el mando a perpetuidad o mediante reelecciones con rotación de los mismos dentro de un partido dominante. Estos dispositivos se difunden en municipios del conurbano bonaerense y en provincias chicas sobrerrepresentadas por las leyes electorales en la Cámara de Diputados cuyas prácticas evocan, en circunstancias extremas, los juicios condenatorios que registraban los comicios en los siglos XVIII y XIX. Se denominaba entonces a estos distritos “burgos podridos”.

Ahora esa degradación responde a un clientelismo basado en empleo público y subsidios: salarios y cheques, magros pero suficientes para mantener el control, que gravitan más en esos territorios que la esfera correspondiente de la sociedad civil. Los lubricantes de estas hegemonías los proporcionan la coparticipación federal (aún no reglamentada por ninguna ley), que beneficia a las provincias chicas, y las transferencias directas de fondos de la Nación que favorecen a los municipios oficialistas del conurbano bonaerense. Estos recursos son estratégicos para “mantener la situación”, según se decía en tiempos del orden conservador. Veremos en qué medida el talante competitivo y las alternancias posibles, más fértiles en los distritos grandes y medianos, puedan extenderse a ese mundo más opaco donde sobreviven vestigios de tiempos idos.

Desde que se puso en marcha en siglos anteriores el ejercicio de la libertad política, en esos territorios sigue presente la contradicción de la autonomía ciudadana en pugna con un artefacto clientelar. La novedad, sin duda positiva, es que la Corte Suprema ha tomado cartas en estos turbios manejos en que se impugna la forma republicana de gobierno. Por fin, la economía afecta al tercer rasgo de este perfil de la democracia institucional. A veces olvidamos que la economía, sin el respaldo de instituciones políticas que brinden previsibilidad y confianza, gira en rueda libre. No es necesario dar cifras al respecto, pero la conclusión es obvia: en estos cuarenta años no hemos instaurado –valga el juego de palabras– una constitución económica que tuviese la virtud suficiente para sacarnos de encima esta cadena de crisis fiscales y monetarias que nos castiga. Son cuarenta años o más, si nos remontamos a períodos previos a 1983, en los cuales pulverizamos la moneda y el orden fiscal, socavamos las reglas del mercado y, en general, las bases de un crecimiento prolongado.

El peor resultado de este proceso, con breves intermedios y largos períodos inflacionarios con sus consiguientes estallidos, es el cuadro que nos ofrece, como ya hemos subrayado, una sociedad escindida con altos niveles de pobreza. Cuesta sobrevivir en una sociedad en que la moneda ha perdido entidad. Estas carencias han cobrado una urticante actualidad en estos tiempos aquejados por epidemias, guerras y una doble mutación científico-tecnológica y de valores, dos grandes fenómenos que convergen en un escenario preñado de incertidumbre.

Esta doble mutación –digo mutación y no simplemente cambio– nos introduce en la vasta temática de una transición histórica. Una transición englobante que compromete a todo el planeta agitada por la revolución digital, los teléfonos inteligentes, la robótica y la inteligencia artificial; todo ello vinculado a un intenso vaivén de valores difícil de calibrar. Esta mutación genera en las sociedades una fragmentación horizontal que se fusiona entre nosotros con la fragmentación vertical de una sociedad escindida.

La fragmentación horizontal ha afectado a la representación política y la opinión pública mediante una difusión masiva de emisores que no excluye la manipulación por gobiernos y empresas concentradas. A ello se añade el predominio de relatos basados en interpretaciones y no en hechos objetivos, lo que ha dado lugar a una manipulación en nuestro país del sentido universal de los derechos humanos. Haciendo eco de lo que dijera Nietzsche, los hechos se subordinan a las interpretaciones por ser estas una función del poder y no de la verdad. ¿Es este el signo de un crepúsculo valorativo en esta transición histórica? Tal vez tengamos que convivir en este crepúsculo, lo que nos plantea, para concluir un último y exigente desafío: el de afrontar esta envolvente transición a sabiendas de que estas mutaciones, con su fáustica ambición a cuestas, contienen sedimentos del antiguo régimen que pretenden superar.

No todo es radicalmente inédito pues se está diseminando por el planeta la revancha de un pasado que resurge en la forma de autocracias o de liderazgos que, aun en el seno de las democracias consolidadas, retoman esa pulsión hacia el mando sin reglas ni controles que nos viene, precisamente, desde el fondo de dicho pasado. Si las redes o la inteligencia artificial son cosa nueva, las autocracias son cosa antigua.

La democracia está situada pues en esta intersección entre pasado y presente. Como acabamos de hacerlo, se puede descomponer la democracia en términos descriptivos. No obstante, tras este ejercicio palpita el contrapunto entre la praxis de esta forma de gobierno –lo que efectivamente hace en cuanto agencia– y un cartabón ideal que la interroga. Es un contrapunto que viene de muy lejos, desde que se compararon formas puras e impuras de gobierno, trazando con ellas una diagonal que permitiera diseñar formas mixtas, o lo que concibiera, mucho más tarde, en 1861 John Stuart Mill exaltando, frente a las corruptelas electorales, “el tipo ideal de un gobierno perfecto”, que para él era el gobierno representativo.

Figuras encubiertas, máscaras que engañan, ocultan e intentan ser eficaces, de cara a un horizonte crítico que, por ser tal, nunca alcanzaremos enteramente. A causa de esta tensión creadora, la democracia no es un régimen inerte ya que siempre convoca al examen crítico. Este esfuerzo no es para nada lineal. Puede acontecer en momentos en que la corrupción de la democracia obedezca a factores internos (gobernantes corruptos que con sus agentes y testaferros clavan su aguijón entre nosotros), a políticas públicas deficientes que no se enmiendan, o a la colisión de la clase gobernante con fuerzas contestatarias que atacan los fundamentos de esta forma de gobierno con el objeto de reemplazarla por otra ubicada en las antípodas. En el último siglo este ha sido el papel de los partidos de impugnación revolucionaria que llegaron al poder por medio de elecciones.

En nuestro tiempo, este papel lo desempeñan diversas versiones del populismo que son circunstanciales, por ser derrotadas en elecciones, o son permanentes y desembocan en autocracias como en Venezuela. Al cabo, la historia nos enseña, la bibliografía es abundante al respecto, que las democracias fenecen cuando la legitimidad de origen de los gobernantes no se corresponde con una legitimidad de resultados que despeje la incertidumbre –y acaso la iracundia– de poblaciones con hondas privaciones. Si el gobierno de la democracia no puede levantar este reto en nuestro país, tarde o temprano la legitimidad de origen, la confianza en los procesos electorales para detener el curso de la declinación, pueden apagarse en la conciencia ciudadana.

¿Contamos todavía con reservas para operar con afán constructivo en un país, el nuestro, que no es ajeno, como el resto del planeta, a esta transición histórica? Aquí hay un cruce de caminos. Estos signos de penumbra coexisten en efecto con una trayectoria en la cual el dinamismo de la democracia, más que implicar una resignada aceptación de lo dado, convocó a la ciudadanía a renovar sus convicciones en la razón pública, en el respeto a los métodos que provisoriamente conducen a la verdad y en una ética que, de ser asumida, sirva de soporte a la conducta ciudadana. Se nos dirá: este es asunto y cuestión de liderazgos capaces de lidiar con restricciones y realidades opacas. Sin duda es así, aunque los liderazgos sin un trasfondo de ideas, o sin capacidad para evitar la corrosión del faccionalismo, son al cabo cáscaras vacías.

Siguiendo el antiguo consejo, si combinan astucia con fuerza, esos liderazgos podrían prevalecer reproduciendo un poder que proseguirá, sin embargo, chapoteando en la declinación. En realidad, necesitamos en esta encrucijada acudir a suplementos más sólidos para repensar y poner en práctica una Ilustración –la que atesora democracia, república, libertad y desarrollo humano– acorde con los desafíos de este siglo. Un epílogo que invita a rehacer una historia abierta a la realidad política.