Di Tella en los medios
La Nación
12/11/22

Tormenta perfecta. Cuando el jefe se convierte en empleado por un día

Por Andrés Hatum

El profesor del MBA y Executive MBA escribió sobre las relaciones laborales en las corporaciones.


La tormenta perfecta: Cuando el jefe se convierte en empleado. Andrey_Popov - Shutterstock.


Ricardo se levantó de su sillón mullido del escritorio que miraba al Río de la Plata y caminó los siete pasos que lo separaban del sofá que había instalado en su oficina. “Tal vez la mejor decisión directiva de los últimos años”, pensaba riéndose. Se acostó en el sofá, tomó la revista The Economist, que le llegaba siempre con una semana de retraso y se puso a leer. Mientras ojeaba rápidamente lo que pasaba en China y en Medio Oriente, su pensamiento lo llevó a cuando le dieron el rol de CEO de la empresa. De eso hace 5 años ya, y consideraba que no solo era merecido, sino que estaba haciendo una buena tarea en el cargo. Lo único malo es que pasaba mucho tiempo en el escritorio y que había engordado 5 kilos “uno por año…”

En la sección negocios de la revista un artículo le llamó la atención: “Ponerse en el lugar de los empleados”. El artículo versaba sobre lo difícil que es para los jefes entender lo que es la vida de un subordinado. Leyendo el artículo su mente volvió a volar… y las ideas aparecieron…

La última encuesta de clima no anduvo muy bien. La gente está quejosa y él, Ricardo, poco puede decir sobre lo que les sucede a los empleados porque no tiene idea de lo que pasa debajo del piso 45. Su vida pospandemia transcurría apaciblemente entre su casa en zona norte, su auto alemán, y su oficina bien decorada, aunque tres veces por semana ya que no hacía falta ir todos los días. ¿Qué hacer para comprender mejor a sus empleados? ¿Cómo lograr mejorar el clima laboral? Definitivamente, conociendo más lo que la gente quiere y piensa de la empresa. Así es como Ricardo decidió camuflarse como un empleado más. Nada que una peluca y algún que otro postizo no le cambiaran la apariencia.

Habló con Recursos Humanos de la brillante idea y a la gerente se le cayó la mandíbula del espanto. Pero ante la insistencia del jefe, lo colocaron rápidamente en el sector de almacenamiento, en un tinglado que la empresa tiene en zona sur. El auto alemán no era el más adecuado para ese lugar por lo que decidió tomar la combi que la compañía ofrecía y que salía de Plaza de Mayo. Increíblemente agitado —estaba sorprendido— partió para los almacenes de la empresa que él visitaba una vez por año con pocas ganas.

En la combi los compañeros lo miraron de reojo y lo bombardearon con preguntas sobre su nuevo rol “no serás un espía de la patronal vos, ¿no?” Como Ricardo tenía la boca llena con el pebete de jamón, queso, tomate y lechuga que le habían dado, solo atinó a reírse y un pedazo de lechuga voló a la cara del empleado cuestionador. Las risas generalizadas esfumaron la posibilidad de respuesta.

El CEO camuflado aceptó todo lo que le convidaron: mate, bizcochitos, pebetes, facturas. Al llegar a la planta corrió al baño con una diarrea explosiva que lo mantuvo ocupado 45 minutos. Transpirado, salió raudo a su puesto de trabajo. “No aguanto el dolor de espalda”, le espetó su compañero de al lado. Ricardo también estaba dolorido luego de tres horas de estar parado y en movimiento. “¿No dan sillas acá?”, preguntó. “No, hermano, bueno, sí, pero no tenés tiempo de usarlas. Los únicos que se sientan son la patronal y el presidente de la empresa, que viene para repartir pan dulce a fin de año como si fuéramos el último orejón del tarro”. Ricardo sonrió, preocupado. Iba a pensar si al pan dulce le incorporaba alguna sidra extra para alegrar el ambiente.

En el horario del almuerzo se dirigió al comedor. “¡A ver cuándo renuevan este menú de la cárcel!”, alguien gritó detrás de él. Las risas no tardaron en invadir el ambiente. Cuando le tocó su turno, el empleado detrás del mostrador tomó un cucharón, lo insertó debajo de una olla enorme y sacó una cucharada pastosa que aterrizó en su plato, con tanta intensidad que le salpicó el mameluco. “Incomible”, pensó. Se sentó con el grupo de compañeros de empaque que no tardaron en criticar todo lo que podían: salario, horarios de trabajo, falta de beneficios… todo. “Una vez tuve que ir a la oficina porque el supervisor no podía. No saben lo que era: máquinas de café gratis, de esas que tienen capsulitas; máquinas de bebidas y de barritas de cereales. También tenían frutas y verduras en varias mesas. Creo que la comida de hospital es más rica”.

Otro de los compañeros se quejó de la diferencia del ambiente: “La planta está lejos para que no nos demos cuenta de las diferencias con la oficina. Allá todos se visten bien, hay olor a perfume… acá sobra olor a sobaco”. Las risas nuevamente invadieron el ambiente.

Ricardo escuchaba todo y se animó a preguntar: “¿Y cómo son los jefes?”. Se hizo un silencio aterrador. “Acá los únicos jefes que conocemos son los supervisores de la planta. Los gerentes son nenes bien que están en la oficina. Son unos cogotudos como el gerente general, que nadie le conoce la cara. Le da asquito arremangarse y venir a visitarnos”. “La gerencia de este lugar va a donde hay oficinas con olor a lavanda”, dijo otro. Ricardo ya quería volver, tenía que hacer algo al respecto, pero, al mismo tiempo, no aguantaba más su día laboral intenso.

La vuelta de la combi fue insufrible, el tráfico era intenso y, a diferencia de la mañana que la gente estaba risueña, ahora todos dormían o estaban aletargados esperando la hora y media de viaje hasta Plaza de Mayo. “Como tarda la combi”, dijo en voz baja, como si se le escaparan sus pensamientos. Su compañero de al lado abrió un ojo y le dijo: “Y esto no es nada. Cuando hay bloqueos en la autopista hay que ir caminando. Y yo tengo que ir hasta San Miguel después. Cuando la situación mejore voy a buscar laburo más cerca… ¿y vos dónde vivís? Ricardo empalideció. Miró a su compañero, no supo qué decir. “Te hice una pregunta fácil, flaco, contestá… ¿Quién sos? ¡Vos sos un infiltrado! ¡Te vamos a comer crudo!”.

Todos en el micro se levantaron y Ricardo, raudo, abrió la puerta de la combi que estaba frenada por el tráfico y empezó a correr entre los autos. La peluca que usó para tapar su calvicie quedó a un costado de la ruta. Un bocinazo de un colectivo lo asustó y Ricardo se despertó de la siesta cuando la revista The Economist se le cayó en la cara. “Por favor, ¡qué susto, qué horror!”. Se levantó, fue a su baño privado, se lavó la cara y se puso bastante colonia de lavanda importada. Sentía que tenía olor a fábrica, el olor que le dejó la pesadilla que tuvo.