Di Tella en los medios
Infobae.com
15/12/19

Entrevista con Pedro Costa, el gran cineasta portugués que bucea en los escombros de un mundo desaparecido

Por Rodolfo Biscia

Pedro Costa visitó la Argentina para presentar sus últimas películas en la 7° Semana de Cine Portugués. Además, dictó un seminario exclusivo para alumnos del Programa de Cine, dirigido por Andrés Di Tella, y el viernes brindó una conferencia dirigida al público general.

De visita en la Argentina, el celebrado director conversó con Infobae. Reveló detalles sobre el rodaje de sus últimas películas, “Caballo Dinero” y “Vitalina Varela”, filmadas con actores amateurs, y expuso su peculiar mirada sobre la historia secreta de Portugal a través de la inmigración de los habitantes de Cabo Verde. También habló sobre sus predilecciones en el campo de la fotografía, la pintura y el cine


Conferencia pública de Pedro Costa junto a Andrés Di Tella, el viernes pasado, en UTDT . (Crédito: Prensa UTDT ).

A través de una saga sobre los inmigrantes de Cabo Verde, las películas de Pedro Costa (Lisboa, 1959) relatan una historia alternativa y sombría de la república portuguesa. Su obra esencial abarca una trilogía lacerante compuesta por Huesos (1997), En el cuarto de Vanda (2000) y Juventud en marcha (2006) y, por otra parte, un díptico reciente: el que forman Caballo Dinero (2014) y Vitalina Varela (2019). Pero las premisas de su poética ya habían quedado definidas en su segunda película –Casa de lava (1994)–, travesía de una enfermera por la volcánica Ilha do fogo, adonde acompañaba a un albañil accidentado durante su trabajo en Lisboa.

Conjugando el criollo caboverdiano y un portugués susurrado, no queda claro si el cine de Pedro Costa escruta o denuncia las miserias de los inmigrantes, si mitiga sus heridas o más bien las hace recrudecer. Esa ambigüedad es, desde luego, uno de sus méritos mayores. Como ha señalado el filósofo Jacques Rancière, en sus films casi nunca aparecen los representantes del poder económico que explota a los miserables, ni los agentes administrativos y policiales que reprimen o desplazan a las poblaciones. El compromiso empático del director con los desamparados va acompañado de una actitud política tan categórica como elusiva.

Más allá de toda sociología, Costa continúa retratando la ruinosa belleza de Fontaínhas: ese barrio de precarias viviendas autoconstruidas donde, durante décadas, se fueron instalando los migrantes de Cabo Verde, hasta el momento en que el vecindario fue demolido. Podría decirse que el director vuelve allí en cada película, con la radicalidad de quien descubre –o, más bien, reinventa– los escombros de un mundo desaparecido. (Por momentos, su rigor formal lo emparenta con la obra de Danièle Huillet Jean-Marie Straub, cineastas a quienes Costa sondeó en la mesa de montaje en su documental ¿Dónde yace tu sonrisa escondida?)

Pedro Costa visitó la Argentina para presentar sus últimas películas en la 7° Semana de Cine Portugués que termina esta tarde en el MALBA. También dictó un seminario en la Universidad Torcuato Di Tella, donde además brindó una conferencia dirigida al público general. Y, en un oasis de esa agenda apretada, tuvo un momento para conversar con Infobae Cultura.

En Caballo Dinero, su anteúltimo film, el director indagaba un día en la vida de Ventura, uno de sus actores fetiche. No escogió un día cualquiera: se trata del 25 de abril de 1974, jornada de la Revolución que marcó el fin de la Dictadura de Salazar y sentó los preámbulos de la Tercera República. Nos pareció que, según la mirada de Costa, el optimismo de la “Revolución de los Claveles” coincidía con el desencanto de otra historia que, para ciertos sujetos, continuó siendo igual de oscura. ¿Sería así? “Esa otra historia no es pesimista” –nos confesó el director en un momento de la charla–, “pero sí es una historia escondida. No es pesimista: es sólo negra y sucia. Y real, todavía”.

Costa se explayó sobre las tensiones de esa Revolución que preludió el retorno de la democracia en Portugal: "Los militares que hicieron esa Revolución tenían entre 20 y 30 años, aproximadamente, eran los soldados que partían para la guerra en África: las guerras que Portugal luchaba en África con Guinea, Angola, Mozambique (no en Cabo Verde: allí no había guerra). Estaban partiendo desde el 20 de abril y los días siguientes –23, 24–, y sólo no se fueron el día 25 porque ocurrió esa Revolución. Entonces se quedaron los soldados que iban a combatir a los terroristas negros –revolucionarios africanos, de los movimientos de independencia. Los soldados portugueses blancos, en la mayoría pobres, del interior –chicos pobres, de las provincias– se quedaron en Portugal. Y algo permaneció de esa sed de sangre entre esos potenciales combatientes… Decir esto puede ser un poco polémico por mi parte, pero creo que, como decía Rambo, “la juventud tiene sed de sangre”. Y en esa época, la Revolución tomó unos caminos, unas rutas bizarras…, peculiares, muy extremas. Fue muy contradictorio, de hecho, porque fue una revolución de izquierda –muy a la izquierda– que sin embargo no supo cuidar a los más olvidados”.

La película más reciente de Costa –Vitalina Varela– viene fascinando a los espectadores desde su proyección en el Festival de Cine de Mar del Plata, donde hace poco el realizador obtuvo el premio a Mejor Director, compartido ex aequo con la berlinesa Angela Schanelec. El film se adentra aún más en el mundo lóbrego que evocaba Caballo Dinero. Basta considerar sus primeros, inolvidables minutos: mezcla de zombi y de oscura esfinge, Vitalina Tavares Varela baja descalza la escalera del avión que, por primera vez, luego de décadas de espera, la deja en Lisboa. Llega de Cabo Verde, dispuesta a no volver nunca allí. Su marido albañil, al que amaba y aborrecía en partes iguales, acaba de morir. De ahí en adelante, ella transita el más enigmático de los duelos: indaga en las circunstancias que llevaron a su esposo a la muerte, sostiene con él diálogos imaginarios, conversa con una pareja de jóvenes que la vida ha dejado en la calle y trata de hallar consuelo en un sacerdote abatido e incrédulo, memorablemente interpretado por Ventura.

– Usted ha dicho que, al filmar, se encuentra viviendo a menudo mucho más con los muertos que con los vivos. Incluso, a raíz de Vitalina Varela, ha dicho que el duelo coincidió con el rodaje. ¿Cómo entiende esa relación?

– Es más o menos simple. Intentamos que el rodaje se torne siempre una ceremonia, un ritual, para que estos no-actores, estos actores amateurs tengan un poco más de conciencia de que el cine es una cosa seria. Entonces, intento que se vuelva una especie de pequeña ceremonia; intento que todo plano, toda toma sea siempre un pequeño ritual. Y ocurre que Vitalina no consiguió vivir ese ritual de acompañamiento de la muerte del marido: ni en el funeral, ni en la iglesia, en ningún momento. Por lo tanto, todo lo que ella está haciendo en el film para el marido, también lo está haciendo para el film, para la película.

– Ella no pudo llegar al funeral de su esposo debido a un problema con su visado, ¿no?

– Sí, un problema burocrático. Acontece mucho ese tipo de retrasos: los trámites son morosos y complican la vida del inmigrante. Siempre es complicada –más complicada– la vida del inmigrante pobre...

– En Juventud en marcha, Vanda ha logrado dejar las drogas y la vemos cuidando a su hija. En su última película, vemos a Vitalina reviviendo –o viviendo por primera vez– su duelo ante la cámara. O a Ventura, que durante el rodaje sufrió dos ataques cardíacos... ¿Cómo influye el proceso de estos films en las vidas personales de sus actores. ¿Las modifican, siquiera mínimamente?

– Poco. Lo que no quiere decir que sea para mejor. Los rodajes influyen creando una intensidad fuera de lo normal. Hay rodajes de películas donde no ocurre nada –son unas mierdas (risas)–, cosas de trabajo, en fin, un simple contrato donde uno hace esto, el otro hace aquello. Pero el rodaje de una película se hace –al menos debería hacerse– en un estado de tensión muy alto. Y por tanto es un momento especial para estas personas que no tienen ni una mínima relación con el arte. Tenemos a la vez que aprender y enseñarles todo: que el cine se puede hacer así, que se puede hacer con ellos, con sus propias historias...

– Porque sus actores siempre funcionan como “co-guionistas”, ¿no?

– Sí, yo no escribo ni una palabra. Mi trabajo consiste más bien en quitar, retirar palabras –porque hablamos mucho– para concentrar la historia. Para contar es necesario concentrar, reducir, “esencializar”. Por lo tanto, es una experiencia especial para todos –tanto para ellos como para nosotros– y, ciertamente, en lo individual. Claro que para ellos es mucho más especial, porque lo que dice Vitalina, por ejemplo, es su propia vida, sus dolores, sus alegrías, esperanzas, desesperaciones. Ella está viviendo, experimentando y sintiendo lo que dice. No está mintiendo, no está falseando. En todas las tomas que hacemos –que son muchas– de Vitalina llorando por su marido, ella lloró, habló 30 veces, 40 veces, 50 veces, y todas esas veces verdaderamente: con verdad, con alma y corazón. Pero, en un nivel más general, creo que la influencia de estas películas para la comunidad es reducida, como ocurre siempre: una película no tiene la fuerza de cambiar las cosas. Creo más bien en este poder de cambiar individualmente: Vitalina cambió, Ventura también.

– ¿Y Vanda?

– Vanda también. Por ejemplo, ella dejó las drogas, pero no sé si a causa de la película, no fue necesariamente la película: fue la hija, una serie de cosas. Tal vez la película tenga algo que ver. Las películas funcionan para estas personas un poco como curas en sentido terapéutico: ellos están contando sus propios problemas, sus propias esperanzas. Y cuando se comprende que estas confesiones serán vistas en una pantalla, eso produce un shock, una idea un poco impresionante, ¿no?

– Caballo Dinero empieza con una serie de fotos del danés Jacob Riis, en las que vemos a los inmigrantes del Lower East Side neoyorquino. Riis es un pionero del fotorreportaje: si no me equivoco, se trata de fotos anteriores al nacimiento del cine. ¿Por qué recurrió a él?

– Justamente por eso. Para mí, Jacob Riis tiene algo indefinible, que tal vez lo coloca en un plano especial. Pero hay muchos otros fotógrafos, y también anónimos: felizmente hay mucha cosa anónima de ese momento del nacimiento de la fotografía. Lewis Hine, por ejemplo, es mucho más conocido y famoso. Yo diría que todos ellos eran más cineastas que muchos cineastas; sobre todo, más cineastas que muchos cineastas de hoy en día. Su interés era realista: tenían un interés en la realidad, no en una fantasía estética... También eran conscientes de que una cámara fotográfica o de cine, cuando se pone en marcha, sólo capta la realidad, y nada más. Eso fue muy importante, porque determinó una acción, una reflexión política. Porque, apuntando con una cámara a la realidad, de manera inevitable e inmediata estás tomando partido: eligiendo un lado, una parte. El libro más famoso de Jacob Riis, de hecho, se llama How the Other Half Lives. (N. del R.Cómo vive la otra mitad: Estudios entre los vecindarios de Nueva York se publicó en 1890).

– Casa de lava puede considerarse una remake de I Walked with a Zombie (1943), de Jacques Tourneur. Y en Vitalina Varela aparece otro eco de Tourneur: Ventura encarna a un sacerdote que comparte algún rasgo con el predicador que interpreta Joel McCrea en Stars in My Crown (1950). ¿Por qué le interesa el cine de Tourneur?

– ¡Ah, porque su cine está muy bien hecho! (risas). Porque Jacques Tourneur es un buen artesano, como muchos directores norteamericanos: como casi todos. Así tenía que ser, porque ellos trabajaban con unos límites narrativos y de presupuesto muy estrechos, muy estrictos. Y, en ese marco, eran muy inventivos, muy hábiles. Por otro lado, tal vez porque Tourneur es un director muy delicado: los actores, los personajes de sus películas son muy discretos, reservados, hablan muy bajo... Y muchos de sus films oscilan entre una especie de esperanza, de creencia, de fe y, por otro lado, un pesimismo muy fuerte. Hay mucho negro en sus películas: en Stars in My Crown hay un negro-negro absoluto y, después, un retorno a una posibilidad de felicidad, de un milagro… Es muy interesante esa película.

– A usted también le interesan las películas clase B de los años 40 y 50, de directores como Richard Fleischer, Andre DeToth y otros. ¿Es por razones parecidas?

– Es que a través de ellos aprendes mucho. Es como para un pintor o para un fotógrafo aprender con los padres, con los mejores: los mejores en un sentido artesanal, del oficio, del hacer. Son “buenos artesanos”, como se dice. Y además son historias muy simples, que transmiten una moralidad muy directa: no discutible, no polémica, no controversial. Una moralidad que, tal vez, todos podemos aceptar, creo… Hoy en día, no sé: no digo nada de eso, porque nada es claro (risas).

– Varias de sus películas también contienen guiños pictóricos. En Juventud en marcha, Ventura visita el Museo Gulbenkian, de Lisboa. Casi al comienzo de Caballo Dinero, puede verse un retrato de Théodore Géricault. Y la iluminación “tenebrista” de Vitalina Varela recuerda el claroscuro de la escuela holandesa. ¿Cómo piensa estas cuestiones?

– (Larga pausa) Cualquier interior es un interior holandés. Cualquiera. Tu casa puede ser un interior holandés. Depende de las cortinas, de la mayor o menor apertura de esos cortinados, del color de las paredes, de la inclinación o la dirección del sol, o de la reflexión solar, o de la luz de invierno o verano: es todo eso. Pero lo que hacemos no es algo pictórico. Lo que hacemos ahora tampoco es fotográfico: es digital, es informático. No hay nada fotográfico, en realidad: las cámaras son computadoras.

– Usted pasó del celuloide al digital en En el cuarto de Vanda (2000). ¿Le resulta más difícil filmar en digital?

– El trabajo es mucho más difícil, sí. Cuando se dice que es más fácil, que es más “democrático”, más barato... Bueno, sí, es más barato, pero “democrático”…, ¡tengo mis serias dudas! Se vuelve mucho más difícil trabajar la luz, porque estás trabajando con píxeles: tu elemento es el píxel. Son medios muy diferentes. En el caso de Vitalina Varela, intentamos imitar o recrear algunas condiciones lumínicas que observamos en la casa de Vitalina: en la cocina, en su cuarto. A veces hay una luz que nos impresiona y que intentamos recrear para la escena… Por tanto, es la propia casa la que está iluminada realmente como los cuadros holandeses que mencionas. ¿Tú estuviste en África, o en los países árabes? La arquitectura de una “medina” –del centro de un antiguo pueblo africano o árabe– está construida con recursos muy peculiares para cortar la luz, para desviar el calor y la incidencia del sol. El sol llega al interior de las casas filtrado: no entra directo, sino cortado por planos y a través de calles muy estrechas. De ese modo, muchos elementos de la arquitectura contribuyen a la sofisticación de lo que ocurre en el interior de una casa.

– De algún modo, toda su recreación del barrio de Fontaínhas intentaría recuperar esas condiciones de iluminación.

– Sí. Son memorias de ambientes. Cosas vistas. Son memorias mías de ambientes del barrio de Fontaínhas, ¿sabes? De ambientes de las 11 de la mañana en invierno, de las 4 de la tarde en verano: cosas así...

– Ahora Fontaínhas ha desaparecido, pero sobrevive en su cine. ¿Va a continuar recreando ese barrio en sus próximas películas?

– No lo sé, no lo sé… Trabajando con estos actores, con estas personas cuyo escenario es su hábitat natural, es probable, pero no lo sé. Puedo ir en una dirección mucho más abstracta, quizá: porque me interesa mucho la palabra, y tal vez baste la presencia de Vitalina y sus palabras, Ventura y sus palabras, sin nada; o con poco más, tal vez.

– Hacia el final de Vitalina Varela, hay un momento deslumbrante: me refiero al flashback de Vitalina en su casa isleña, en un presunto momento de felicidad conyugal, mucho tiempo atrás. ¿Cómo surgió esa idea?

– Nosotros no trabajamos con un guión predefinido. Y esa idea surgió mientras rodábamos una escena que teníamos pensada: una escena donde Vitalina estaba sobre el tejado, intentando arreglar su casa de Lisboa a causa del viento y de la lluvia. Ese plano fue filmado de una manera bastante documental, con poca mise-en-scène y escasas indicaciones de dirección. Y empecé a sentir que ella, en el final de ese plano, se protegía del sol con el antebrazo, se protegía los ojos del viento, pero también con la intención de mirar a lo lejos… Yo no le pregunté por qué hacía eso, pero pensé que tal vez ese plano fuese el campo de un contracampo. Y ese contracampo consistiría en la propia Vitalina más joven, haciendo lo mismo en Cabo Verde: como una relación “transatlántica”.


Pedro Costa. Foto: Matías Arbotto

– Es muy inhabitual que usted piense el raccord en términos de campo y contracampo

– Sin embargo, ése es un campo-contracampo.

– Una rara excepción.

– Sí. Ella hace ese gesto de protegerse la vista, y lo que vemos enseguida es el interior de la casa en Cabo Verde. Y hay una chica más joven, que está en una cama con el cuerpo de un amante, tal vez: se está arreglando el pañuelo en la cabeza y también está mirando algo. Y ese algo, para mí, es precisamente esa relación entre campo y contracampo: una idea... simple, una relación poética.