Di Tella en los medios
Clarín
26/03/18

La virtud y la fortuna

"Cambiemos eligió con razón volver al mundo cuando está cada vez más huraño y, en lugar de lo esperado, suma dificultades y obstáculos imprevistos", afirma el profesor emérito de la Di Tella.


Entre el mes de octubre, cuando el oficialismo ganó las elecciones de medio término, y estos comienzos del año político, ha transcurrido el tiempo suficiente para subrayar de nuevo los dos rasgos que agitan nuestra democracia: por un lado, la representación de la ciudadanía en comicios competitivos; por otro, la acción directa que contesta ese resultado y erosiona, con encuestas a la mano y aprovechando errores, la popularidad adquirida en las elecciones.

Esta dialéctica no ha concluido porque también es tributaria de unos cambios profundos en las democracias occidentales que siembran desconfianza, incertidumbre y el deterioro de los sistemas de partidos en Europa, Estados Unidos y América Latina: la representación política se interna pues en una etapa con campo minado.

¿Hacia donde vamos? ¿Hacia un desorden en el cual asoma la desmesura de Donald Trump, junto con el renacimiento de nacionalismos y extremismos que claman por instaurar un régimen ajeno a las élites establecidas? Las preguntas inquietan. Parecería que, como antaño decía la teoría política, hoy proseguimos a media luz el juego de la virtud y la fortuna.

Tal vez este asunto sea relevante para nosotros: un gobierno de Cambiemos que pugna por ocupar el escenario mayoritario del centro mientras las diferentes variantes del peronismo afrontan el desafío, como ocurrió a lo largo de su historia, de poner a punto otra transformación. Si atendemos a la tradición presidencialista de la Argentina, este contrapunto pone al rojo vivo la virtud de la gobernanza que, entre tropezones, se irradia desde Olivos y la Casa Rosada.

Decimos virtud de acuerdo con el doble sentido que siempre tuvo: como vara que mide la disposición para obrar éticamente y combatir la corrupción, y como atributo con que se ejerce efectivamente el poder que la Constitución confiere a los gobernantes. En un caso, la mirada se dirige al bien de la república y a los fines deseables; en el otro, a la fuerza y vigor con que el gobernante sostiene su posición.

Según el primer sentido, el Gobierno no puede permitirse afectar la vara alta de su discurso ético con conflictos de intereses que abren curso a la atmósfera del “todo es igual y nada cambia”. Si es necesario, el sentido ético de virtud reclama la soledad del hombre de Estado y un desprendido estilo que cuesta cultivar. Esta obligación se acrecienta cuando en toda América Latina —desde México a Brasil pasando por Perú (ni hablar de la tragedia venezolana)— se extiende la mancha de la corrupción y la impunidad y los gobernantes y candidatos van cayendo, o conservan penosamente su situación frente a denuncias, investigaciones, juicios y sentencias.

Tan fuerte, con una carga semejante de conflictos, es la virtud en el segundo sentido. Aquí no sólo se trata de obrar bien sino de demostrar que el gobierno está capacitado para gobernar y respaldar las políticas públicas que ha elegido. La polémica en torno al gradualismo o ajuste de shock y la contestación global y callejera a estas políticas están ahora en el corazón de este concepto de virtud: la virtud del gobernante depende así de la presunta maestría para impulsar su agenda y amortiguar los efectos no queridos de las decisiones.

Pese a la caída de una popularidad acrecentada por la victoria de octubre, el Gobierno pretende hacer uso de la iniciativa modificando súbitamente la agenda (debate sobre el aborto, mejoras en la política de género, etc.) a la espera de que el ajuste en las tarifas y la devaluación de estos meses no echen más combustible a la inflación y puedan así dar respiro, junto con una masa de inversiones en la provincia de Buenos Aires, al año electoral de 2019.

Son cálculos que han recibido una ayuda inesperada. Porque, mientras la oposición peronista no produzca una alternancia responsable, la virtud de la gobernanza se verá respaldada por la defección de los contrarios. Si la oposición sigue acantonada tras una táctica contestataria a todo o nada, apostando a lo peor, aguardando el sacudón de una crisis económica, el Gobierno se verá beneficiado debido a que el espacio del centro moderado quedará exclusivamente en su poder. Este es un buen pronóstico para Cambiemos en el corto plazo y una pobre noticia para el futuro de un régimen democrático que quedaría rengo de una pata en ausencia de ese tercer agente, ni oficialista ni contestatario, capaz de proponer una alternancia responsable.

Con todo, si miramos el mundo occidental, el conflicto entre oficialismo y contestación no es original. Está en todas partes, dando lugar a la acción deletérea de aquello que los antiguos llamaban Fortuna: esa diosa díscola que distribuía ciegamente los bienes y los males. En estos días la Fortuna pega afuera y adentro. Castiga con una sequía prolongada en momentos en que el crecimiento es frágil y, al mismo tiempo, castiga desde afuera con el proteccionismo que impulsa Trump, bloqueando la exportación del biodiesel y, en principio, la del acero y el aluminio.

A esta fuerza imprevista hoy se la llama “cisne negro”. Desde el norte, más que un cisne, estaríamos en presencia de una curiosa especie de rinoceronte “tuitero” que embiste y vuelca el navío de los Estados Unidos hacia la extrema derecha: un brusco bandazo, que se compadece con el ascenso de dos autócratas en China y Rusia, y descoloca a los antiguos aliados.

Estos daños posibles de la Fortuna confrontan la virtud de quienes nos gobiernan: exigen aprender a navegar en clima tormentoso teniendo acaso en cuenta esta lección de Maquiavelo: “El orden de las cosas humanas es tal que nunca se puede huir de un inconveniente sin caer en otro. Sin embargo la prudencia consiste en saber conocer la calidad de esos inconvenientes y elegir el menor como bueno”.

En eso estamos. Después del derrumbe del kirchnerismo, Cambiemos eligió con razón volver al mundo cuando está cada vez más huraño y, en lugar de lo esperado, suma dificultades y obstáculos imprevistos. Enorme desafíos para los liderazgos en funciones y en formación.

Natalio Botana es politólogo e historiador.