El centro des-centrado
El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia analizó el rol del centro político en el sistema democrático.
Ilustración: Mariano Vior.
Nuestra política padece dos brotes sépticos. El primero alude a la polarización que concentra la tensión y el ánimo de la ciudadanía en puntos irreductibles, generando un régimen centrífugo que lo aleja del centro; el segundo, en sentido opuesto, denota la irrupción del faccionalismo en los dos Frentes que se disputan el poder.
Aunque suene contradictorio, ambos brotes se realimentan: uno, porque a la dialéctica amigo-enemigo, a la cual es adicto el kirchnerismo, se suman liderazgos desaforados que impugnan a toda la dirigencia política acusándola de ser una casta; el otro, porque no hay mejor ambiente para el crecimiento de esos contestatarios de nuevo cuño que la fragmentación y el penoso espectáculo que resulta del faccionalismo.
La inclinación hacia los extremos, lejos de ser doméstica, se expande por el mundo de las democracias; la comparten democracias maduras, como la de los Estados Unidos, y desde luego el conglomerado de democracias insuficientes —entre ellas la nuestra— que empalman problemas intestinos con los efectos combinados de la pandemia y los graves desajustes económicos derivados de la invasión a Ucrania.
Estos fenómenos provocan que el concepto de centro político adquiera relevancia, tanto por el desprecio que suscita de parte de aquellos que quieren descentrar la política, cuanto por la factibilidad que podría ofrecer para reconstruir una sociedad desfalleciente.
¿De qué se trata pues este choque de futuros posibles? Cuando hablamos del centro en un régimen democrático no nos referimos a un partido en especial. Más allá de esta definición estrecha, el centro alude a un lugar situado entre los extremos y a un estilo de hacer política que evoca el gusto por la moderación, la tolerancia y la argumentación pública.
Si bien estos atributos caracterizan en general a las democracias consolidadas, ahora en un trance complicado por el impacto de populismos y liderazgos disruptivos, el centrismo adquiere otras propiedades complementarias.
Al respecto, la experiencia de los períodos de reconstrucción democrática (por ejemplo el de la Europa de la segunda posguerra protagonizado por partidos demo-cristianos, socialdemócratas y liberales) nos enseña que los liderazgos de centro exitosos son aquellos que representan partidos políticos, fundan y mantienen instituciones, definen en conjunto rumbos programáticos y defienden, a lo largo del tiempo, esa coincidencia.
La política centrista no es por consiguiente sinónimo de unanimidad, o de consensos aparentemente extendidos por mero cálculo. sino de una mayoría eficaz; no se corresponde con una amalgama conservadora de intereses sino con una decisión programática que, al despertar oposiciones, inevitables en cualquier proceso democrático, exige mantener con firmeza el timón del gobierno.
Para ello es preciso fijar un horizonte. En el caso de las democracias europeas, el horizonte fue muy claro: la defensa común de cara a la arremetida soviética y la Unión Europea para instaurar la paz perpetua, el desarrollo económico y la vigencia de los derechos humanos entre las naciones integrantes de aquella entidad.
De todo aquello es preciso señalar que. quienes pusieron en marcha ese proyecto, lo hicieron en la medida en que la derecha y la izquierda convergieron hacia el centro de ese núcleo de valores. La política centrista es, por tanto, una solución práctica, una plataforma deliberativa y decisoria para desarmar la política de la violencia física y verbal, y un medio para reanimar los nervios de la representación ciudadana.
Estos pantallazos muestran que el centro no es inmune a las amenazas. El faccionalismo —insistimos en ello— está siempre al acecho, lo que vendría a demostrar que la calidad de un centro democrático es proporcional a la calidad de los partidos que lo forman y le infunden vigor en un gobierno efectivo.
Nos asombra el éxito de la democracia en Uruguay, hoy a la cabeza en América Latina gracias al buen rendimiento de sus instituciones políticas y económicas. Más valdría poner también el acento en las últimas décadas sobre los partidos históricos y los de más reciente creación que aseguraron en la república hermana la gobernabilidad democrática. En última instancia, los partidos fueron garantes de esa legitimidad de resultados.
Otras amenazas vienen en cambio de muy lejos y ubican al centrismo en un ambiente turbio plagado de oportunismo y de maniobras protegidas por el secreto.
En tiempos de la Revolución Francesa, cuando se formaron las nociones de derecha e izquierda por el lugar que en la Asamblea ocupaban conservadores y progresistas, el centro era condenado por esos motivos: lo llamaban “llanura” o “pantano” y lo comparaban con un vientre que se dilataba o contraía según las circunstancias. A partir de aquel momento el centro puede rememorar corrupción y tráfico de influencias.
Estos son datos a tomar en cuenta cuando la palabra en la esfera pública se devalúa y se percibe un rechazo espontáneo al charlatanerío que enmascara la irresponsabilidad.
Al contrario de estas actitudes que no distinguen la verdad de la mentira, las experiencias centristas que han rendido frutos en el pasado responden a una ética de la responsabilidad. En sentido inverso, las experiencias centristas que han fracasado suelen caer en manos de la improvisación y la decrepitud de los liderazgos.
Este último aspecto es importante para definir el perfil de un liderazgo de centro. Esos rasgos incluyen por cierto capacidad probada de gestión y aptitud para negociar, atraer y convencer. Pero si a estas condiciones no se le suma la voluntad de cambio y la adhesión de la ciudadanía a un proyecto sugestivo de reconstrucción, la oferta centrista puede girar en rueda libre.
La conjunción del cambio necesario con la coalición de gobierno para ejecutarlo es, en consecuencia, una fórmula posible condicionada sin embargo por los extremos: el cambio sin sustento político, predicado por dirigentes con baja estima social, es una ilusión; los arreglos de cúpula sin voluntad de cambio huelen a estancamiento, componenda y a más de lo mismo. Cómo trazar una diagonal entre estos escollos es un reclamo impostergable frente al descalabro del oficialismo.
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