La política descentrada
El profesor emérito del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales considera que el centro del sistema político se está desplazando hacia los extremos.
Ilustración: Mariano Vior
¿Por qué la política está en estos días descentrada? Si nos atenemos al antagonismo que, durante la pandemia, se manifiesta en lenguajes y proyectos parecería que el centro de nuestro sistema político se está desplazando hacia los extremos. Aclaremos: el centro al que aludo no es tan solo un lugar físico ubicado entre dichos extremos, sino un estilo político del que se desprende el gusto por la moderación, los consensos y la argumentación pública.
Este comportamiento no es original y remite al pasado. En tiempos de la Revolución Francesa, en que surgieron las nociones de derecha e izquierda en las asambleas y convenciones, el centro era condenado con desprecio: lo llamaban llanura o pantano y lo comparaban con un vientre que se expandía o contraía según las circunstancias.
Algo de esto se refleja hoy aquí. Es lamentable que así sea cuando, ante el embate de la pandemia, se ha formado un centro espontáneo proclive a la concertación de políticas y, por ende, a un ejercicio moderado que convoca a gobernantes y opositores. ¿Será acaso que las catástrofes desempeñan una función pedagógica que educa y conduce a los actores por senderos razonables?
Experiencias sobran para ilustrar estos traumáticos aprendizajes. Entre las ruinas del año 1945, Alemania y Japón abandonaron los delirios totalitarios que los llevaron a la catástrofe y abrazaron la democracia. No faltaron preceptores de la potencia vencedora (EE.UU.); pero lo que se destaca entre nosotros no es ese espíritu constructivo que permitiría elaborar otras políticas de Estado.
Nada de eso. Lo que está cobrando cuerpo es el propósito de acrecentar la polarización en el terreno de la administración de Justicia. Este contrapunto hace que el centro de la política esté cruzado por dos tendencias opuestas: la que concierta y la que polariza. El genio literario de Stevenson lo diría de otra manera: el doctor Jekyll y el señor Hyde. Dos caras, la razón que modera o la pasión que reniega de los límites.
Desde luego a estos conflictos los impulsa el interés de quien detenta posiciones de poder. Si, en efecto, la constitución ética de la república está afectada por graves presunciones de corrupción, todo intento de reformar la Justicia -aunque sobren motivos para justificarla- estará contaminado por la desconfianza y la repulsa a la impunidad.
Así se ataca el nervio más delicado de la tradición republicana. Si bien es comprobable que la administración de justicia está sujeta a vicios oligárquicos cuando se confunde con la esfera de la política (los poderosos suelen zafar en los tribunales), también se puede constatar el hecho de que no se pueden consolidar reformas de fondo de no contar con una aquiescencia amplia capaz de trascender una mayoría circunstancial. Es grave que la mayoría sea vista menos como un ámbito de apertura acuerdista que como un coto de cerrada imposición.
De resultas de ello, la polarización provoca una triple reacción: en los tribunales para defender con cautelares a los jueces afectados, en la oposición que se abroquela y cuestiona, y en la calle donde el lunes pasado se probó la capacidad movilizadora de los contestatarios.
En semejante contexto, la libertad de los agentes cambia de signo. No se trata ya de una libertad política entendida como el sustrato de un conjunto de consensos en torno a bienes públicos (la Justicia, el principal); se trata en cambio de una libertad-resistencia que, al vetar intenciones que se juzgan negativas, logra rechazarlas sin al cabo prevalecer.
Otra forma de expresar un empate a todas luces desgastante. De más está decir que estas contradicciones no ayudan para reconstruir en común la economía. La concertación ha servido para contener la pandemia; la polarización en torno a la Justicia y la impunidad nos atrapa en un pasado agónico; la incertidumbre que atañe a la economía nos advierte que no se trabaja con los recursos de confianza necesarios en un frente tan agobiante. Las energías están concentradas en otra parte.
El avance de la pandemia y el arrastre de problemas irresueltos han dejado a la constitución económica del país girando en el vacío. El caso más urticante es la fuga hacia el dólar luego de acordar exitosamente con los acreedores privados regidos por la ley extranjera, otra luz roja de que no está solamente en juego una política económica de ocasión.
Hay mucho más pues lo que está en disputa es la legitimidad de la moneda entendida como el foco central de una constitución económica. Sin esa cualidad y, desde luego, sin un régimen fiscal que la sustente, los otros factores de la economía caen por añadidura, o sobreviven con pena.
Este desafío es mayúsculo. Luego de décadas en que se despilfarró el stock de confianza con hiperinflaciones, reformas fallidas e irresponsabilidad populista, la exigencia de montar un constitución económica legítima, que deje atrás un ciclo de decadencia, habla por sí misma.
Es una exigencia que reclaman millones de pobres e indigentes, víctimas de este fracaso colectivo. Iniciar una política económica, de las tantas que se ensayaron, es factible. Afrontar la tarea de atribuir legitimidad a esa constitución hoy inexistente es un asunto mucho más complejo. Implica el largo plazo y requiere una dirigencia ejemplar capaz de orientar un esfuerzo compartido.
Si esto es así, si la sociedad está arrojada a la intemperie, ¿es concebible que sigamos dilapidando oportunidades para salvar a una capa de privilegiados? Por ahora, tras los relatos que la enmascaran, una descarnada política de poder continúa nublando el horizonte del bien general. Es tiempo pues de centrarnos en lo urgente y necesario. ¿Será posible?
Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella
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