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Perfil.com
2/03/24

Los que sobran

Andrés Reggiani, director del Departamento de Estudios Históricos y Sociales, reflexionó sobre el impacto de las políticas oficiales en los sectores más vulnerables de la sociedad.

Por Andrés H. Reggiani


Matanza en Gaza. | Pablo Temes


Mientras preparaba la bibliografía para mis cursos me crucé con un libro sobre la eutanasia nazi que había usado algunos años atrás. En ese momento lo había incluido en el programa como una fuente más para ilustrar la forma en que un régimen imaginó y llevó a cabo un programa de ingeniería social, eliminando a “extranjeros” raciales (judíos, eslavos) y genéticos (discapacitados alojados en hospitales psiquiátricos, muchos de ellos niños). A estos últimos, si bien eran considerados “arios” según las Leyes de Nuremberg, sus padecimientos psicofísicos los colocaron fuera de la “comunidad del pueblo”, pasando a constituir un grupo humano al que burócratas y médicos se refirieron eufemísticamente como “vida que no merece ser vivida” (lebensunwerten Le-bens).

En el contexto de la catástrofe social que en estos días atraviesa nuestro país, el libro de Götz Aly, “Los que sobraban”, adquirió de golpe un sentido, a la vez, profundamente actual y de un premonitorio déjà vu. Las noticias que casi a diario, describen las condiciones a las que han sucumbido los sectores más vulnerables (las personas que concurren a los comedores populares, los pacientes oncológicos en instituciones públicas, y tantos otros más, a quienes el derrumbe económico ya no les permite asegurar su supervivencia por medios propios) hacen sospechar que lo que a primera vista parecería ser un acto de negligencia inhumana podría llegar a ser el primer escalón hacia un plan de “limpieza” social, de una política de descarte de aquellos a quienes se percibe como una “carga” improductiva e inútil. Las objeciones a tildar al gobierno actual de fascista tienen algo de razón. Pese al cacofónico vapuleo de la política y a los rasgos patológicos de la figura presidencial, el ataque al Estado y el desprecio de lo “nacional”, entre otras cosas, colocan lo que hoy gobierna a la Argentina en una categoría aparte. Donde sí pueden encontrarse semejanzas entre ciertas experiencias totalitarias, y los libertarios, es en una concepción abiertamente excluyente y egoísta de la sociedad, articulada en consignas vocingleras, pero vacías y cuyo criterio sobre el cual se funda la noción de ciudadanía es el mérito de la utilidad y la racionalidad económicas.

Uno de los aspectos que Aly destaca de la eutanasia nazi, eufemísticamente conocida como “T-4” –abreviatura de la calle y número donde estaba ubicada la oficina encargada de planificar la eliminación de los más de 70 mil enfermos mentales, Tiergartenstr. 4, en Berlín– es el conocimiento y participación en los asesinatos masivos de médicos y enfermeras. Los menores designados para el “tratamiento”–otro de los términos engañosos para la muerte inducida, o “suicidio asistido”, vía inyecciones letales, gas tóxico o inanición–, eran conocidos como “niños del Comité del Reich”, un término que designaba la comisión integrada por médicos, funcionarios ministeriales e integrantes de las SS responsable de implementar lo planificado en T-4. Su nombre oficial era Comité del Reich para el Registro Científico de Enfermedades Genéticas y Constitucionales Graves. Todos los involucrados conocían el destino que aguardaba a los así clasificados, todos menos estos y, raras veces, sus familias. El otro dato de interés en esta historia sobrecogedora –recreada por Kai Wessel en el film “Nebel im August” (Niebla en agosto)– es la justificación que esgrimían los médicos –pediatras y psiquiatras–responsables de los asesinatos. Aly, padre de una niña discapacitada, sostiene que no eran las consideraciones explícitamente “raciales”, habitualmente asociadas a la eugenesia extremista nazi, sino las de orden económico y “sentimental”: una muerte “piadosa” que ahorrase al paciente y su familia un sufrimiento de por vida. Los “niños del Comité del Reich” eran “bocas inútiles” que sustraían recursos indispensables –alimentos, medicamentos, camas hospitalarias y personal médico– en momentos en que Alemania se preparaba para una nueva guerra. El programa de eutanasia se inició oficialmente luego de que Hitler lo autorizara expresamente en octubre de 1939, es decir, tras la invasión a Polonia. En agosto de 1941 la protesta del obispo de Münster obligó al dictador a suspender los asesinatos; estos, sin embargo, continuaron hasta el fin de la guerra. Ninguno de los médicos afectados al programa de eutanasia, al igual que los encargados de implementar la “Ley para la prevención de la descendencia de personas con enfermedades hereditarias”, que entre 1934 y 1945 sirvió de marco legal para la esterilización involuntaria de casi medio millón de personas –en su amplia mayoría mujeres de sectores humildes– eran racistas patológicos; por el contrario, representaban la flor y nata de la medicina y psiquiatría alemanas. Estaban tan obsesionados con la “degeneración” biológica que debilitaba el “cuerpo nacional” (Volkskörper), como por la “carga” económica que para éste constituían las personas con malformaciones físicas y patologías psíquicas. Las revistas académicas, los panfletos de propaganda y los boletines y afiches de las oficinas públicas abundaban en imágenes de trabajadores cargando sobre sus encorvadas espaldas a personas discapacitadas representadas con rasgos grotescos. Esta didáctica visual se acompañaba con datos seudoestadísticos que pretendían demostrar cuántos jornales costaría a un alemán “sano” la manutención de un enfermo incurable hasta su 60° año de vida.

Hoy, en una Argentina hundida en una de sus peores crisis, con millones de personas sumidas en la pobreza y la indigencia producto de decisiones políticas, algunas de ellas de muy larga data, vuelven a ponerse de moda las retóricas del descarte social. Aunque hoy no hay un partido militarizado o una dictadura que monopoliza el poder, y tampoco, así parece hasta ahora, un “programa”, sí hay un clima de época azuzado por discursos que demonizan a vastos sectores cuya única culpa es carecer, por su condición social, de los recursos para contribuir activa y productivamente a la sociedad. Algunos de los peores crímenes de los totalitarismos fueron producto de un terreno previa y largamente abonado por prejuicios de todo tipo y difundidos por los medios masivos de comunicación –antes la prensa y la radio–, hoy las redes sociales. Esto explica en buena medida la rapidez con que el nazismo instauró una dictadura criminal, asegurándose al mismo tiempo un amplio consenso entre los que ansiaban romper con el pasado y cambiar todo, aun a costa de perder sus derechos. Muy pronto comprenderían que perdieron mucho más que eso.

La historia, recuerda Margaret Macmillan citando a Mark Twain, “nunca se repite, pero rima. El pasado no puede proporcionarnos planes para saber cómo actuar, porque ofrece tal multitud de lecciones que tenemos la opción de escoger aquellas que encajan con nuestras inclinaciones políticas e ideológicas”. Aún así, agrega la historiadora británica, deberíamos ser capaces de “ver más allá de nuestras anteojeras y tomar nota de los reveladores paralelos” entre experiencias pasadas y “las formas en las que nuestro mundo se parece” o “rima” con épocas a las que no deseamos regresar.