En los medios
Andrea Goldin y su estudio en neurociencia educacional: el rol de la alimentación, cuándo los exámenes son útiles y la lucha por la atención
Andrea Goldin, profesora de las Maestrías y Especializaciones en Educación e integrante del Laboratorio de Neurociencia, fue entrevistada sobre su libro "Neurociencia en la escuela".
Andrea Goldin. Foto: Camilo dos Santos
En las últimas décadas muchas fueron las disciplinas que comenzaron a desarrollar estudios sobre educación. Una de ellas es la neurociencia, disciplina que se encarga de estudiar el funcionamiento del sistema nervioso, fundamental para entender de qué manera se dan aprendizajes que perduren en el tiempo. Andrea Goldin, doctora en Ciencias Fisiológicas e investigadora del Laboratorio de Neurociencia del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, se ha dedicado al abordaje de esa disciplina científica enfocada a los procesos educativos.
El fin de semana estuvo en Uruguay, donde participó en un evento de aprendizaje de la matemática y también en La Noche de las Librerías, para presentar Neurociencia en la escuela, su último libro, editado por Siglo Veintiuno. El trabajo se plantea como “una guía amigable (y sin bla bla) para entender cómo funciona el cerebro durante el aprendizaje”, en el que también da algunas propuestas para que los docentes analicen y apliquen.
Entrevistada por la diaria y al igual que en el libro, Goldin admitió que las neurociencias “están de moda”, pero se alejó de quienes pretenden “lucrar” y proponen a la disciplina como una “varita mágica” que viene a solucionar todos los problemas. Según planteó, “la neurociencia educacional está buena como una herramienta más para el educador”. “Si el que enseña o aprende es nuestro cerebro, es útil entender algunos principios básicos de cómo funciona, para que pueda aprender o enseñar del modo que le resulte más confortable”.
En el libro planteás varios neuromitos. Uno es el de los estilos de aprendizajes, ¿a qué te referís?
Los neuromitos son concepciones que en algún momento se fueron tergiversando, como un teléfono descompuesto. El sentido común te dice que podría ser, pero tiene errores conceptuales muy grandes y hay algunas ideas que son peligrosas. El de los estilos de aprendizaje plantea que cada persona tiene una forma de aprender particular: hay algunos que son más visuales, otros más de tocar cosas, otros más de escuchar. Propone fomentar eso y ayudarlos, con la mejor buena voluntad. El problema es que nuestro cerebro se va modificando con las experiencias que vive y es el órgano responsable de que podamos razonar y entender, pero también de que podamos sentir, de que nos comuniquemos con otros. Logra eso gracias a que se va modificando desde que nacemos, incluso desde un par de meses antes del nacimiento.
Eso implica que hay círculos viciosos o virtuosos. Si te enfrentás a una situación que es lo suficientemente relevante como para generarte algo, consciente o inconscientemente, te va a dejar una marca física en el cerebro. A mí me gusta hablar de huella, porque hay un registro físico que se puede ver con técnicas particulares. Por ejemplo, si te pusiste a jugar con masa y aprendiste, tu cerebro fue modificado. La siguiente vez ya te predisponés distinto, te copa más rápido, y tu cerebro va cambiando cada vez más. Eso puede hacer pensar que vos tenés una predilección por laburar con las manos, pero si eso hace que lo que más vamos a darte son cosas para laburar con las manos, se da una profecía autocumplida. Si eso va en detrimento del tiempo que le dedicás a leer, por ejemplo, ahí tenemos un problema. Le terminás coartando libertades a esa persona.
¿Hay evidencia de que el aprendizaje basado en proyectos (ABP) sea mejor que una clase expositiva tradicional?
No hay mucha evidencia, pero sí tiene mucho sentido. No por oponer el ABP a la clase tradicional, sino porque nosotros guardamos la información interconectada. Cuando te enfrentás a un problema y es lo suficientemente relevante, va a dejar una huella física. Esa huella es una conexión con otras ideas, olores, sabores o emociones. No es que agarramos la información y la guardamos en capsulitas. Toda la información que nos entra la guardamos conectada con otras informaciones de todo tipo que tenemos ya guardadas, sin darnos cuenta. El ABP tiene de base esas conexiones ya dadas, porque tenés un proyecto que empezás a ver interdisciplinariamente desde distintos ángulos. Cuando te enfrentás al pedacito de un problema, al pedacito de la solución y de una idea relacionada con eso, ya tenés activada adentro de tu cabeza un montón de otras ideas o conceptos con los cuales esta nueva idea se va a conectar. Cuanto mejor tenemos organizada esa información, cuanto más fuertes están hechas esas conexiones y más sentido nos hicieron –aunque estén mal conceptualmente–, es más difícil que se borre y es más fácil buscarla.
En esas conexiones entra el rol del docente, que es fundamental. Si estás aprendiendo algo en la escuela con la metodología que sea y de golpe tu compañero de banco te hace un chiste que no tiene nada que ver con lo que estás viendo, finalmente vas a terminar conectando física y conceptualmente ese chiste con eso que estabas aprendiendo. Esa es una conexión incorrecta a nivel conceptual. No te va a servir para afianzar el conocimiento que estás tratando de aprender, se va a perder más rápido. Ahí está el rol del docente para ir monitoreando y chequeando si la conexión está bien conceptualmente. Vos podés guardar muy bien conectada una información conceptualmente incorrecta, y después andá a cambiarla. Es lo que pasa cuando entendemos algo muy mal o con la desinformación. Es más difícil.
También decís que no siempre más es mejor y reivindicás el aprendizaje espaciado. Por ejemplo, que no siempre se va a aprender más matemática por repetir y repetir ejercicios y que es importante tener un momento de descanso.
Sí, para que las conexiones se formen y se armen las relaciones e ir modificándolas, ese cambio es físico y requiere tiempo. Si te ponés ocho horas a resolver problemas, en un momento va a ser inútil que sigas. Un rato te va a servir, pero en un momento tu cerebro no tiene más recursos para seguir guardando esa información, porque está muy ocupado tratando de guardar algo de lo que viste antes. Puede quedar guardada agarrada con palillos, apenas sostenida. Si viene un viento te la lleva, pero si no viene el viento te funciona.
Eso sucede si vos tenés el examen mañana, ahí te conviene estudiar hoy, aunque la dejes puesta apenas con ganchitos. Mañana te va a ir bien en el examen, pero después se voló, y es lo que nos pasa cuando no nos acordamos casi nada de lo que estudiamos en el colegio secundario o en la universidad. Es mucha información junta y el cerebro no tiene tiempo ni recursos neurales y atencionales para procesar toda esa información. Una de las ideas más potentes que tiene la neurociencia educacional y que funciona para cualquier persona es que si querés armar bien estas conexiones entre cosas es mejor hacer un poquito hoy, otro poquito mañana, otro poco pasado. Un segundito no alcanza, pero un montón de tiempo tampoco tiene sentido. Cuánto tiempo dejar pasar depende de cuán complejo sea, de cuánto necesitemos reafirmar: cuando estemos más cancheros podemos dejar pasar más tiempo, si no entendemos nada nos conviene que no pase tanto, porque la primera vez que te enfrentás a un tema completamente ajeno y nuevo no tenés de dónde agarrar esa información.
Foto: Camilo dos Santos
En el libro decís que para esta forma de aprender son útiles las evaluaciones cada poco tiempo, ¿son preferibles a los exámenes con muchos temas al final de un curso?
Las dos cosas. Me gusta pensar la evaluación como evaluación formativa: no solamente te permite saber en qué estado está el estudiante, sino también ayudarlo a seguir aprendiendo. Para monitorear e ir chequeando cada vez qué es lo que entendiste de lo último que vimos los ejercicios te sirven un montón, no hace falta que sea una evaluación formal. Eso también fomenta que los estudiantes estudien. En mis clases de grado dejo un rato al principio para hacer un resumen de la clase pasada, pero lo hacen los estudiantes, yo les voy repreguntando. Por un lado, logro ver si hubo algún concepto que no quedó claro o que no expliqué bien, me sirve para ajustar mi clase. Por otro, logro que repasen y practiquen. Los fuerzo a hacer ese aprendizaje espaciado.
Los exámenes integradores o finales no están buenos si es lo único que hay. Pero están buenísimos si tenés un parcial, ejercicios prácticos donde los estudiantes van repasando, si cada clase se monta sobre la anterior y vas ayudando a construir esas conexiones. Cuando llegás al final del año y te ponés a repasar lo que viste las primeras clases, empezás a entender un montón de cosas que no habías entendido, porque no tenías armadas esas conexiones. Al final del año tenés armadas conexiones, algunas estarán mal, otras mejor, pero tenés una o muchas ideas generales armadas. Meter ahí los conceptos termina generando un aprendizaje mucho más potente y duradero.
El tiempo de atención de los estudiantes es una gran preocupación de muchos docentes, ¿qué se puede decir sobre eso?
Cuando fui a escribir el libro me puse a buscar los trabajos de los científicos que avalen lo que se dice en todos lados: que las clases tienen que durar 20 minutos, no más de 40, porque después cae la atención. Empecé a buscar y no lo encontraba, todo el mundo terminaba refiriendo a otro autor, no era una idea propia. Finalmente llegué a un artículo muy cortito que no mide atención, se fija en cada cuánto tiempo las personas toman más o menos apuntes y en función de eso dicen que puede ser por la atención o por cualquier otra cosa. Alguien lo leyó y creyó que eso era atención, y otro alguien no leyó al original, y quedó esa idea. No es un neuromito, pero pega en el palo.
Es verdad que nuestros recursos atencionales son limitados, pero cuando estás frente a algo que te interesa mucho, mantenés la atención. Y tenés a pibes que se ponen a jugar o a ver un partido de fútbol o una peli y mantienen la atención todo el tiempo. Puede ser que de golpe un poquitito se te vaya o que divagues un poco con la mente, pero volvés, porque te interesa lo que estás viendo y te ponés mal porque te perdiste un pedacito. Dicho eso, no hay ninguna evidencia concreta de por qué las horas de clase tienen que durar el tiempo que duran. Hay dos grandes formas de dirigir la atención, una es endógena: yo le quiero prestar atención a esto y me voy a esforzar. La otra es la exógena: de golpe hay un ruido o se enciende una pantalla y tu atención se va para ahí. Esta última es mucho más primitiva y la empezamos a desarrollar desde que tenemos horas de vida. La endógena requiere algo de voluntad, es mucho más complicada, cuesta más, pero es la que más sirve, sobre todo en educación. Pero el cerebro está todo el tiempo luchando entre esos dos sistemas de orientación de la atención.
Si querés podés tener una clase de ocho horas, pero en el medio tenés que dejar espacios para que la mente se vaya, para que decanten las informaciones. Tenés que cambiar dinámicas, porque si hablás las ocho horas no te vas a escuchar ni vos mismo, también tenés que ayudar a dos cosas: que los estudiantes tengan ganas de traer la atención endógena a eso que estás diciendo o haciéndoles hacer; por otro lado, tratando de generar cada tanto cosas para tratar de ayudarlos a traer la atención exógena. Pero si sólo atraés la atención exógena y endógenamente a los estudiantes no les interesa lo que estás diciendo, de poco va a servir.
En el libro también hablás del rol de la alimentación, ¿cómo juega en el rendimiento educativo y qué acciones debería tomar el Estado?
La alimentación es uno de los temas que tendría que estar dentro de la currícula como asignatura global desde inicial, algo más amplio como autocuidado. Hay alimentos que son muy valiosos a nivel nutricional y son muy baratos, como las legumbres, pero en general no sabemos usarlas. Se puede hacer hasta galletitas con ellas. Hay que aprovechar la educación para empezar a cambiar la sociedad en ese sentido.
Para poder hacer esas conexiones y físicamente armar y cambiar esas huellas necesitás energía, y esa energía viene de la alimentación, de ningún otro lado. Y no es lo mismo comer una galletita que comer una manzana, cada alimento va a proveer distinta energía para hacer estas conexiones, para las que es importante la glucosa. Los alimentos también nos dan otras cosas, pero pensando en el cerebro y el aprendizaje, sobre todo necesitamos que no sean ricos en grasas saturadas ni en azúcares refinados; los ultraprocesados son una porquería en ese sentido, tienen muy pocos nutrientes y casi los mismos nutrientes, que tienen poca biodisponibilidad a la hora de pensar en cómo armar estas conexiones.
Si no tenés una buena alimentación en tu casa, si desde la escuela como Estado no te ocupás de alimentar bien a esos chicos, van a tener menos energía disponible para aprender. Vas a tener a un pibe que tuvo la suerte de tener una buena comida en su casa y en el asiento de al lado a otro que no la tuvo. Si no les das alimento en la escuela o les das un alimento que no sirve de nada, lo que estás haciendo es incrementando las desigualdades. Les podés dar la mejor aula, el mejor docente, pero van a partir con una materia prima distinta para poder hacer estas conexiones, que son las que van a contener y sostener esos aprendizajes que van a durar toda la vida.
¿Y qué pasa con el descanso?
También es clave, pero un poco menos, en el sentido de que descansar es más barato. Las desigualdades se dan un poco menos. En realidad estamos todos muy mal, la sociedad occidental a nivel mundial tiene una falta crónica de sueño y el tema es que para armar y fortalecer todas estas conexiones de las que estábamos hablando, no solamente, pero sucede mucho durante el tiempo de sueño. Además, durante el sueño limpiamos literalmente de basuritas el cerebro, sintetizamos hormonas del crecimiento. Más allá de un montón de cuestiones que suceden mientras dormimos, si dormís menos, afianzás menos estas conexiones, estás más cansado, tenés más accidentes.
Después tenés el descanso más pequeño que es el recreo, que es parar un poco, que eso está buenísimo, porque nuestro cerebro necesita irse. Hay distintas hipótesis sobre por qué la mente necesita desconectar, una tiene que ver con que si estamos procesando demasiada información, en un momento tenemos que cortar para acomodarla un cachito y seguir; hay otras que plantean que es un exceso de recursos atencionales que necesitás reorganizar. Sea cual sea la explicación, es algo que nos sucede, y si podés darles un espacio a los alumnos para que puedan correr, saltar, dispersarse para volver y poder focalizar más esos recursos atencionales, lo que vas a conseguir es que funcionen mejor.
En Uruguay hay investigaciones sobre el sueño en los adolescentes y su mayor nocturnidad, lo que iría en contra de que las clases empiecen tan temprano. En el libro también planteás algo similar.
Sí, junto con Juliana Leone hemos hecho estudios en Argentina. La particularidad que tenemos en Argentina y Uruguay es que somos muy nocturnos en comparación con el resto del mundo, lo que quiere decir que nos vamos a dormir más tarde, pero la escuela empieza a la misma hora en Argentina, en Uruguay y en otras partes del mundo. El tema es que nuestros chicos duermen menos que los otros. Además, en la medida en que va avanzando la adolescencia, los humanos y todos los mamíferos se van haciendo más nocturnos. Eso quiere decir que un adolescente de 17 años tiene sueño más tarde que él cuando tenía 13. Ni estamos hablando de las redes sociales y de cómo eso hace que se vayan a acostar más tarde, hay un tema biológico-fisiológico que hace que les dé sueño más tarde. Lo que termina pasando es que todos tenemos falta de sueño crónica, pero los adolescentes tienen más, porque son los más nocturnos de todos y se tienen que levantar igual de temprano que el resto.
Obviamente, si te da sueño a las 23.00, pero te quedás jugando o charlando con amigos hasta las tres de la mañana, te perdiste cuatro horas de sueño que no son menores, porque necesitás una cantidad de horas mínima para poder armar estas conexiones. No necesariamente son ocho horas, eso depende de cada persona, pero no es una cantidad menor. Se han propuesto distintas alternativas, una ha funcionado en otras partes del mundo, pero en nuestra región hay muy poca evidencia todavía -entre otras cosas, por eso es importante hacer ciencia en nuestros países, si no importamos todo de afuera, pero nuestra idiosincrasia es distinta-. Hay evidencia, sobre todo de Estados Unidos y Europa, que muestra que en experiencias en las cuales el horario de inicio de la escuela se atrasó, los chicos duermen más, les va mejor en la escuela y tienen mejores interacciones sociales, se sienten mejor. Para los docentes también. Lo que está más en discusión es cuánto dura este efecto. A corto plazo funciona espectacular, incluso los adolescentes duermen un poco más. A largo plazo no queda claro que eso funcione tanto, porque se atrasa también la acostada.
Por eso es imprescindible que cualquiera de esas políticas vaya acompañada de higiene del sueño o del descanso: explicarles a los adolescentes y convencerlos con evidencia de por qué es importante el descanso, cuáles son las implicancias de eso y cómo eso puede cambiar. Y también a las familias, para que entiendan esas situaciones. En general, esas experiencias son bastante positivas, pero falta evidencia en nuestra región.