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La Nacion.com
24/08/20

¿Para qué queremos reformar la justicia?

La profesora invitada del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales analizó los detalles del proyecto de reforma judicial, en una nota en colaboración con el politólogo Ezequiel González Ocantos.

Por Andrea Castagnola y Ezequiel González Ocantos



En 1957, el politólogo estadounidense Robert Dahl definió a la Corte Suprema de su país como parte de la "coalición nacional gobernante." Para cualquier observador de la realidad argentina también debería resultar obvio que nuestro Poder Judicial es un actor político. Sus fallos determinan el destino de políticas públicas o el alcance de derechos fundamentales. Los jueces son actores importantes precisamente por la enorme capacidad que tienen estas decisiones de alterar los rumbos de la vida democrática.

En palabras de Catalina Smulovitz, junto con la transición democrática los argentinos "descubrieron la ley," multiplicando los conflictos que se libran en tribunales. Esto derivó en un fenómeno que afecta a toda América Latina: la judicialización de la política. Dado que en la justicia se dirimen cuestiones de suma importancia para la sociedad, los intentos por incidir en quienes son (y cómo piensan) los jueces no deberían sorprendernos. Tampoco deberían escandalizarnos siempre que estos intentos transiten por carriles normales y legales, y no se busque capturar la justicia. A fin de cuentas, el colectivo de jueces de cualquier país está atravesado por intereses e ideas sobre el derecho que hacen que, aun cuando sus miembros no sean corruptos o partisanos, tampoco sean estrictamente neutrales. Es entonces potencialmente saludable (re)evaluar como un actor institucional tan relevante puede hacer mejor su trabajo o reflejar más cabalmente nuestros valores y prioridades.

En Argentina nunca faltaron proyectos de reforma judicial anunciados con cierta estridencia pero ninguno buscó (o logró) aumentar la transparencia del Poder Judicial, o su capacidad para investigar al poder político y efectivizar derechos. En este sentido, Argentina no experimentó un reformismo equivalente al que derivó en la prestigiosa Corte Constitucional de Colombia o en el Ministerio Público de Brasil, uno de los cuerpos de fiscales más autónomos de la región. Incluso en Perú, luego de los escándalos de corrupción de la era Fujimori, se constituyeron grupos de jueces y fiscales especializados en delitos complejos (corrupción, narcotráfico, derechos humanos) con resultados bastante positivos dada la debilidad institucional de ese país. La pregunta es si esta vez la reforma judicial en Argentina será distinta. Hasta el momento todo indicaría que no.

Primero, la reforma se plantea en un contexto subóptimo: cuarentena obligatoria desde hace más de 150 días. La posibilidad de participación y control por parte de la sociedad civil se ve fuertemente limitada. Las exposiciones virtuales en el Senado fueron un remedio para contrarrestar esta situación pero no constituyen la definición plena del ejercicio de la participación política.

Segundo, si la reforma judicial busca diluir el poder de los 12 jueces federales de Comodoro Py, ¿por qué la fusión con el Fuero Penal Económico Federal y la creación de 23 nuevos juzgados lograría dicho resultado? Si los mecanismos de designación y disciplinarios no sufren modificaciones sustanciales, la multiplicación de juzgados podría generar el efecto opuesto al que se pretende. Como la medusa, la "corporación" judicial puede simplemente volverse más compleja, reproduciendo vicios. Experiencias regionales indican que fragmentar enclaves de poder fuertemente arraigados en el establishment político-judicial suele generar mayores daños de los que se busca evitar. Más que crear nuevos juzgados (la clásica estrategia de court-packing utilizada por Menem) deberíamos pensar en cómo seleccionar mejores candidatos y dotarlos de recursos para que el Poder Judicial se transforme en un ente más capaz, plural y autónomo, y así se autodepure.

Tercero, si desde el 2013 el Poder Judicial no publica indicadores de productividad, ¿qué evidencia se está utilizando para generar propuestas como por ejemplo la creación de 65 juzgados penales con asiento en las provincias? ¿El número de juzgados a crear y la ubicación geográfica de ellos, fueron definidos en función de tasas de resolución (porcentaje de casos salidos sobre ingresados) y duración probable en años de los procesos como sucede cuando las reformas judiciales se nutren de la evidencia? Si es así, algunos cambios no se entienden. Sobre la base de una reconstrucción de datos parciales de 2018 publicados en Internet: ¿por qué en la jurisdicción de La Plata con una tasa de resolución de 112% y una duración promedio del trámite de un año y 4 meses se propone crear 7 nuevos juzgados penales, cuando en la jurisdicción de Salta, donde la tasa de resolución es de 50% y un expediente tiene una duración promedio de casi 20 años, también se propone crear 7?

Si el objetivo es tener una justicia independiente y con capacidad para investigar al poder y resguardar a los ciudadanos, deberíamos tal vez comenzar por reformas menos controversiales pero con efectos más claros: modernizar y digitalizar la justicia para tener información sobre trazabilidad de los casos; fortalecer el área de estadísticas para que pueda generar indicadores de productividad; o resolver la emergencia del sistema de gestión judicial. Es momento de tener una reforma despolitizada, con amplios consensos en la sociedad y que logre generar un poder judicial independiente como el que todos queremos.

Andrea Castagnola es profesora de Ciencia Política, Universidad Di Tella; Ezequiel González Ocantos es profesor de Ciencia Política, Universidad de Oxford