Di Tella en los medios
La Nación
8/12/13

Delitos y leyes: la ineficaz respuesta de la violencia penal

Por Roberto Gargarella

Problemas sociales, remedios jurídicos: En un vaivén del populismo a los comités de expertos, el diseño de la política penal ha terminado castigando siempre a los mismos y perpetuando el miedo.

Por Roberto Gargarella

Después de 30 años de democracia, seguimos pensando y haciendo mal todo lo que tiene que ver con la criminalidad y el derecho penal. Ello, a pesar de la energía cívica y política que hemos dedicado a estas cuestiones. Desde el caso Cabezas hasta la muerte de María Soledad, desde el caso Blumberg hasta la muerte de Kosteki, Santillán o Mariano Ferreyra, no hemos parado de indignarnos, movilizarnos y exigir justicia.

Y, sin embargo, todo está mal: una mayoría de crímenes siguen impunes; son muchos los que viven con miedo; las cárceles siguen siendo un territorio hospitalario para la tortura diaria, y hasta el Código Penal se ha convertido en un objeto deforme, que además es cotidianamente aplicado e interpretado por ojos tuertos.

Arriesgo una hipótesis posible para explicar estos fracasos: a pesar de la vocinglería, a pesar de los gritos de justificado dolor, a pesar de la cantidad de voces que se incorporan en la batalla que son nuestros intercambios políticos de hoy, no conversamos, no nos sentamos a escuchar al que piensa diferente, no estamos dispuestos a cambiar un ápice nuestras posturas aún si vemos que el de enfrente tiene algo bueno para decirnos: por algo está enfrente. En síntesis, no nos detenemos a pensar un poco, para ocuparmos por un instante de entender qué resultado viene de dónde y por qué.

Es un hecho que nuestras políticas penales -como en tantos lados- siguen siendo el producto de un penoso vaivén entre decisiones populistas y decisiones tomadas por cuerpos de expertos. Con una curiosa coincidencia que une a ambos casos: a pesar de las retóricas diferentes, las políticas que se toman siguen siendo ajenas al pueblo y a la discusión colectiva. En ocasiones (y el caso Blumberg ha simbolizado esta situación como pocas otras), las reformas que se introducen en las normas penales resultan del apresurado oportunismo de la clase política, que invoca al pueblo y actúa en su nombre, pero no dialoga con él, lo mantiene bien lejos (conviene no olvidarlo: el kirchnerismo prohijó estas reformas amorfas y represivas sin dejar de sonreírle nunca al "garantismo"). En otras ocasiones (y tal vez sea lo que ocurre en la actualidad), los cambios que se impulsan en materia penal son el producto de las reuniones de comités de expertos, compuestos de nombres, propuestas y resultados repetidos. Finalmente, en uno y otro caso, lo que se genera como producto son políticas diseñadas por elites, que a veces apelan a la voluntad de un pueblo que no convocan, y otras a los intereses de un pueblo al que no consultan.

SIN SORPRESAS
Como es previsible -y como ocurre cada vez que el derecho (penal en este caso) es escrito, aplicado e interpretado por una elite privilegiada-, el legado que sedimentan estas acciones tiene que ver con una práctica sesgada, que favorece a unos pocos y castiga siempre a los mismos. Cuál es la sorpresa, entonces, de encontrarse con que en sociedades heterogéneas como las nuestras, las cárceles sigan teniendo -como lo han tenido históricamente- una composición homogénea (siempre la misma gente, las mismas edades, los mismos rostros morochos)? ¿Cuál es la sorpresa de saber que los peores crímenes quedan impunes, que los delitos de los privilegiados se escurren como arena en las manos, que la política siempre se las arregla para protegerse a sí misma? ¿Cuál es la sorpresa de encontrarse, hacia el final del día, que las personas que seleccionamos para el encierro, que separamos de sus vínculos afectivos, que maltratamos, vejamos y rodeamos de los peores modos, luego reinciden en conductas que repudiamos? La sorpresa sería si la reincidencia y el empeoramiento no ocurrieran.

Entonces, tal vez, de lo que se trate es de dejar la hipocresía de lado, de sentarse a conversar con cifras en la mano, de dejar la demagogia y el oportunismo por un rato (la política hablaba hace días de la "ley del derribo", pero supo ganar elecciones gracias al dinero del narcotráfico). Tal vez sea hora de que los penalistas dejen de tenerle pánico a la democracia (que nada tiene que ver con plebiscitar el resultado de un crimen), al menos en reconocimiento humilde frente a los propios horrores. Tal vez, finalmente, haya llegado el tiempo de dejar de mentir por un rato, tiempo de comenzar a tratar los problemas sociales con remedios sociales, sin apurarse por recurrir a las herramientas torpes, ineficaces, y sobre todo inmorales de la violencia penal.

El autor es profesor de Derecho Constitucional en la UBA y UTDT .
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