Di Tella en los medios
Clarín
5/05/11

EE.UU.: los riesgos de la confianza desmesurada

Por Mariano Turzi. Profesor de Relaciones Internacionales (Universidad T. Di Tella)

La muerte de Bin Laden está siendo leída como la necesaria conclusión de una película de diez años: el Bien triunfa y el Mal es derrotado.

Las fuerzas armadas norteamericanas han logrado ultimar a la figura que desde hace casi diez años ­ aquel funesto 11 de septiembre de 2001- se había convertido en el enemigo principal de los Estados Unidos.

La amenaza que presentó al país era real, pero la percepción que se tuvo de esa amenaza fue formada tanto por la amenaza en sí como por el inconsciente colectivo norteamericano. Como en una película de acción, el espectador cree lo que aparece en la pantalla, pero la narrativa, los planos de cámara y los personajes son escenificados.

Osama Bin Laden permitió al norteamericano medio la oportunidad de sostener una concepción maniquea del mundo. Esto no es coyuntural, sino que extiende sus raíces en lo más profundo de la matriz psíquica y política estadounidense. Ya en 1620, los peregrinos a bordo del Mayflower venían escapando de la persecución religiosa en búsqueda de una tierra donde comenzar de nuevo, donde construir una Nueva Inglaterra alejada de los males del mundo externo. La política exterior norteamericana tiene una corriente aislacionista y otra intervencionista. Pero ambas son respuestas a la percepción de que el mundo se encuentra dividido de manera irreconciliable entre buenos y malos. Los buenos son además todos amigos entre sí ­ como los Aliados en la Segunda Guerra Mundial- y los malos generalmente se agrupan en Ejes ­ Alemania, Italia y Japón primero; Irak, Irán y Corea del Norte después- para sumar maldad y poder destructivo.

Durante el siglo XX fue relativamente fácil para EE.UU. unificar las diferentes instancias de sus enemigos, estableciendo una línea entre individuo, estado y sistema.

Hitler, la Alemania nazi y el nazismo; Kruschev, la Unión Soviética y el comunismo; Khomeini, Irán y el radicalismo islámico fundamentalista. Pero con Bin Laden fue más complicado. Un saudí residente en Afganistán y Pakistán, sin ser el articulador único o principal de una ideología ni el máximo líder de una estructura vertical de poder estatal que se pudiera bombardear. La estructura de las relaciones internacionales y el lugar que en ella ocuparon los EE.UU. desde 1945 disimularon el efecto de los sesgos. La superioridad militar norteamericana funcionó como los efectos especiales en las películas de Hollywood: haciendo más creíbles narrativas.

Con George W. Bush se llevó la representación a su punto más esquizofrénico, creando la ficción de unanimidad, la creencia incuestionable en la moralidad de la guerra contra el terrorismo y la ilusión de la invulnerabilidad. La Defensa ­ no ya la psíquica sino la nacional- fue convertir al terrorismo global en el nuevo eje articulador de las acciones armadas y diplomáticas. La muerte de Bin Laden está siendo leída como la necesaria conclusión a una película de diez años: el bien triunfa y el mal es derrotado. De manera más problemática, la desaparición del enemigo confirma al vencedor en todos sus juicios y prejuicios. Aleja más a EE.UU. de la autocrítica y lo pone un paso más cerca de la hubris , como llamaban los griegos a la desmesurada arrogancia, a la confianza exagerada en el poder propio. Es en estos momentos en que la prudencia es tan necesaria, ya que desear más que la justa medida que asigna el destino engendra la némesis, la justicia retributiva que fulmina a los que se jactan.
 

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