Di Tella en los medios
Clarín
23/11/24

El momento crítico de las democracias

Por Natalio Botana

Natalio Botana, profesor emérito UTDT, analizó las tendencias políticas internacionales.


Mariano Vior


El tiempo del desprecio se ha instalado en los Estados Unidos. La victoria de Donald Trump plantea pues un dilema de resultado incierto. Como ya lo advirtió Tocqueville en el siglo XIX, las mayorías que consagra la democracia, si no atienden a limitaciones, pueden abrir paso al autoritarismo, con el riesgo, según apuntaron los padres fundadores de la república norteamericana, de que el Poder Ejecutivo se convierta en tiránico.

Por el momento nada de esto ocurre; son solo presunciones. Asombra sin embargo la cadena de nombramientos del presidente electo en los departamentos de Justicia y Defensa y en la dirección de la Inteligencia Nacional en que predomina, en lugar de la responsabilidad y la experiencia, la sumisión a las directivas del nuevo presidente. Por lo demás, ya anunció Trump la aplicación de legislación de emergencia para afrontar con mano dura el problema de la inmigración.

Estos dilemas oscurecen asimismo el porvenir de las democracias en el mundo. Repitamos lo obvio: ¿cómo es posible que un personaje con ínfulas dictatoriales, delincuente convicto, impulsor de turbas para modificar resultados electorales, haya obtenido un sustento que le otorga el control del Poder Ejecutivo y del Congreso?

Quizás este fenómeno se debió a la emergencia de una intrahistoria oculta, que el P. Demócrata no percibió, habitada con la iracundia de quienes padecen los efectos negativos de la globalización, de las carencias laborales, de la inflación: la mayoría del descontento que encarnó un personaje adicto al insulto y al denuesto.

No es diferente este estilo del que aquí impera, como tampoco lo es el afecto que transmitió Trump a Milei, entre otros motivos porque siempre lo acompañó fielmente. Dos voces tonantes -una mayor y otra menor- que repudian a los contrarios y alimentan polarizaciones mutuamente excluyentes.

La mesa está pues servida: autocracia en Rusia, régimen de partido único en China, hirientes dilemas que estallan en los Estados Unidos. ¿No es esta otra señal de cómo la mutación científico-tecnológica, que abarca a todo el planeta, se confunde en diferentes naciones con déspotas y autoritarios?

Llamado de atención para los optimistas que apuestan a que el cambio de época nos dará por sí mismo un mundo feliz. Nada de eso: el mundo de hoy, como el del pasado, está cruzado por la geopolítica y la guerra, por la prepotencia de los poderosos y las oligarquías.

Hay que volver muy atrás en el pasado para subrayar (lo ensenó Aristóteles) que la oligarquía es un predicado que alude al gobierno de los ricos. Antes la riqueza era estática; ahora crece a velocidades impensadas de la mano de unos mariscales de la era digital, emprendedores fáusticos que acumulan inmensas fortunas (Elon Musk, tan próximo a Milei y futuro ministro de Trump, acumula en sus empresas 25 mil billones de dólares).

Al respecto, el pensamiento liberal fue cauto. Aplaudió la creación de capital al influjo de la libertad económica en la esfera privada y desconfió de los arreglos con el poder político. Nada que ver con esa fusión del poder político con el poder económico que ahora los libertarios aplauden. Ya tenemos esta clase de fusiones en Rusia, en China es habitual, ¿qué podemos esperar en los Estados Unidos? Se verá, aunque los signos no son propicios en cuanto al porvenir que les cabe a las democracias cuando la más grande entre todas padece estas sacudidas.

La cuestión tiene que ver con la escala de las democracias con su tamaño y su población. Al igual que en los Estados Unidos, dos grandes democracias dan muestra de fatiga.

En Francia y en Alemania hay impugnaciones provenientes de la extrema derecha, el centro político se desvanece, el estancamiento cunde. Entre los grandes, Gran Bretaña conserva su antigua estructura bipartidista, al precio de haber soportado un arrebato populista que la condujo a abandonar la Unión Europea. Devaneos de unas democracias que crecían y distribuían el ingreso. Hoy no lo hacen y a la más próxima a nosotros -España- la tientan antiguos demonios.

Las pequeñas democracias no inspiran tanto comentario crítico. Las democracias en países escandinavos, en Suiza, Irlanda, Portugal, Bélgica u Holanda, preocupan menos, pese a la intemperancia, común en los europeos, hacia la inmigración; tampoco las inquietudes se proyectan sobre Canadá y Australia. Crujen pues las democracias grandes; resisten las medianas o más pequeñas.

Lo mismo sucede en nuestra región. Brasil y México no pueden sortear la trampa de las polarizaciones extremas; ni hablar de nuestros antagonismos ahora cultivados con esmero. Quedan las pequeñas, en Costa Rica y Uruguay, con las más altas mediciones de calidad según The Economist.

¿A qué se deben estas excepciones, a su tamaño, escasa población o integración social si las comparamos con las más grandes? Podría ser, aunque acaso importe destacar un atributo hoy dejado de lado entre nosotros: el de la moderación responsable que hace que la democracia concurra hacia el centro y no hacia los extremos.

Para más datos basta con echar una mirada al Uruguay que este domingo 24 celebra elecciones presidenciales en segunda vuelta. Dos candidatos -Yamandú Orsi, opositor por el Frente Amplio, y Álvaro Delgado, oficialista por el P. Nacional, respaldado por el P. Colorado y otras agrupaciones- han debatido acerca del crecimiento, la inseguridad, el narcotráfico y del papel del Uruguay en la región y en el mundo.

Esta materia, que aquí levanta presión, allá la morigera un estilo mesurado y una inteligencia práctica exenta de corrupciones. A lo largo de varias presidencias, ese carácter impregnó la esfera pública generando un orden cívico más civilizado que el nuestro. Un ejemplo digno de tomar nota, al paso que nos interpela el desconcierto proveniente de esas democracias de gran envergadura que ya no se presentan como modelos apetecibles.