Di Tella en los medios
Clarín
26/03/23

El estado del Estado

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia reflexionó sobre la fragilidad y la reputación del Estado, y alertó sobre la importancia de que recupere credibilidad.


Ilustración: Mariano Vior


No jugamos con estas palabras porque, si por un lado, el estado alude a una situación y a los cambios que influyen sobre personas y cosas (el estado del tiempo o el estado de nuestra salud) por otro, escrita esta vez con mayúscula, la voz Estado denota la organización política de una nación en un territorio. Mientras la primera acepción es dinámica -el tiempo cambia, la salud también- la segunda está anclada en la voluntad de durar y trascender a la sucesión de gobiernos.

No obstante, si reparamos en las noticias de mayor impacto como los crímenes del narcotráfico, podemos constatar que ambos significados están íntimamente vinculados. El Estado significa en efecto una disposición permanente de sus estructuras sujetas a cambios de fondo o circunstanciales: reivindica, al menos en un plano verbal, el poder que lo caracteriza y, a la vez, sufre cotidianamente cuestionamientos y rechazos, hoy a la orden del día.

Veamos por qué y concentrémonos en el atributo más saliente del Estado democrático instaurado hace 40 años sobre la base de la soberanía del pueblo y la soberanía de la ley. Tal atributo no es otro que el monopolio legítimo de la fuerza, según una definición clásica. Se trata de un concepto abstracto que encarnan diariamente fiscales y jueces, policías, gendarmes, prefectos, fuerzas armadas o funcionarios de inmigración, por enumerar los habituales.

Jamás hemos visto un Estado; lo vemos, o lo sufrimos por su ausencia, a través de esas figuras que tienen en sus manos el difícil cometido de administrar la coacción y que, desde luego, dependen de las decisiones del poder político. A grandes rasgos, este es el marco dentro del cual la ciudadanía pretende y demanda que su existencia transcurra en paz, protegida por esa red de funcionarios.

Por cierto, está muy lejos esta exigencia de los antagonismos políticos y sociales que, llevados a los extremos, ponen entre paréntesis la existencia misma del Estado. Hace medio siglo cundió entre nosotros una pasión revolucionaria que arremetió con violencia contra el Estado existente para reemplazarlo de raíz. Ya conocemos las trágicas consecuencias: la respuesta de un Estado despótico, que desdobló la acción pública en comportamiento secreto, provocando una matanza aún más vasta que la anterior.

Estas violencias criminales de signo opuesto, condenadas en 1985 en un juicio ejemplar, no reaparecieron pese a los intentos de uno y otro lado que tuvieron que afrontar las presidencias de Alfonsín y Menem. Ahora el panorama es diferente. Mientras ese terror recíproco abandonó la escena, las amenazas vienen de otra parte. Son rebeliones de sectores sociales que participan directamente y reaccionan frente a privaciones y carencias. Se toma entonces la calle en función de demandas concretas.

Las rebeliones han por tanto suplantado a la revolución. Los movimientos piqueteros, que surgieron de manera espontánea y ahora están contenidos por el Estado con subsidios que administran un aparato ad hoc, expresan estos movimientos que invaden el espacio público. La mezcla explosiva de una economía hiperinflacionaria con la marginalidad y la declinación educativa son pues los nuevos protagonistas frente a un Estado que, a menudo, da muestras de estar atado de pies y manos. Por temor o cálculo de los gobernantes, la coacción prácticamente se diluye.

Si bien no demolieron el Estado, estas rebeliones alcanzaron a derribar gobiernos como ocurrió en el traumático bienio de 2001-2002. Este corte profundo sobrevive en la memoria al modo de una amenaza latente. Es la imagen de una sociedad quebrada que los más temerosos observan con aprehensión, como un caldero a punto de estallar.

En un contexto semejante se desarrolla la amenaza del narcotráfico, pero a diferencia de los anteriores este desafío a la legitimidad del Estado no es propio de una ideología revolucionaria o del espesor de las rebeliones sociales. Más bien, el narcotráfico es la expresión colectiva, organizada y sustentable con abundantes recursos, de la criminalidad individual. Su oferta descansa naturalmente sobre una demanda incesante y globalizada; su implantación responde a una competencia feroz entre clanes que tienen por objeto apropiarse de territorios urbanos. Una jerarquía lleva a cabo estas operaciones, desde la jefatura de los capos hasta los agentes menores que trafican en los búnkers.

Estos datos son por demás conocidos. Menos, tal vez, es la intención que anima a este fenómeno que, en lugar de eliminar al Estado, busca apropiarse de jueces, policías y prisiones con la complicidad de algún segmento de la dirigencia política. Valga la metáfora: la criminalidad del narcotráfico opera como una termita, ese insecto que roe por dentro la madera de los árboles e impulsa el derrumbe y destrucción de lo que, aparentemente, parecía sólido.

Esta suerte de desvanecimiento de las estructuras del Estado busca transformarlo en un instrumento de la criminalidad. Obviamente, frente a tamaño desajuste, se reclaman urgentes medidas.

En verdad, estas urgencias, aunque necesarias, no resuelven enteramente el problema si no adoptamos un compromiso tendiente a formular el pacto fundante de la seguridad pública. Esto, de la misma manera como la reconstrucción económica de la sociedad, requiere tiempo y tenacidad, dos virtudes que pueden echarse en saco roto si persisten el faccionalismo y la polarización.

¿Se olvida, acaso, el combate del Estado italiano de cara al desafío histórico de la mafia? Un combate prolongado bajo el amparo de la ley que no se resuelve con parches ni improvisaciones. Requiere, al contrario, lo que entre nosotros se ha evaporado: el concurso de consensos de larga duración, el respeto a los estrados de la Justicia y el esfuerzo sistemático para arrancar del Estado el estigma de la corrupción. Es lo que, con el paso de los años, aún no hemos aprendido.