Di Tella en los medios
Clarín
7/03/23

Bukele muestra un camino... equivocado

Por Alejandro Chehtman y Juan Pappier

Alejandro Chehtman, decano de la Escuela de Derecho, escribió sobre las políticas de Nayib Bukele para combatir el crimen en El Salvador, en una nota junto a Juan Pappier, subdirector encargado para las Américas de Human Rights Watch.


Traslado de 2.000 presuntos pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo en El Salvador. Foto AFP


En las últimas horas, el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador dio a conocer imágenes del traslado de 2.000 presuntos pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo, proclamado la cárcel más grande de América Latina.

Esto se da en el marco de medidas durísimas de encierro de decenas de miles de salvadoreños (según cifras recientes, más de 60.000, incluyendo niños y niñas) por presuntamente pertenecer o estar vinculados de algún modo con las maras, organizaciones criminales que controlaban hasta hace poco una parte importante del territorio de El Salvador.



Traslado de 2.000 presuntos pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo en El Salvador. Foto AFP

Muchos ven esto como un triunfo contra el crimen organizado. Desde su llegada desde los Estados Unidos en la década de 1990, las maras han sido una fuente de la violencia y la extorsión que monopolizó la criminalidad organizada en El Salvador y causó un sufrimiento indecible a sus ciudadanos.

Es más, durante años El Salvador ha tenido uno de los peores índices de homicidios de toda América Latina, con una tasa de casi el doble de países como México, Brasil o Colombia. Para una importante mayoría en El Salvador, Bukele se ha convertido en algo así como un héroe nacional, con una popularidad que supera el 80% de aprobación. No sorprende que algunos políticos de la región pretendan emularlo.

Sin embargo, debemos mirar este proceso con muchísimo más cuidado. Sin desconocer que estas políticas han contribuido a disminuir los homicidios y la extorsión, es necesario remarcar que esta iniciativa tiene costos humanos e institucionales gravísimos para El Salvador, cuyas consecuencias serán muy difíciles de desandar. Pero, además, la historia reciente muestra que este tipo de iniciativas draconianas terminan siendo cortoplacistas y no resuelven problemas de fondo, como la falta de oportunidades económicas y educativas en el país.

Los costos de estas medidas son claros. Para llevar adelante esta política, el gobierno de Bukele ha socavado de manera acelerada la independencia judicial y la separación de poderes. Este proceso ha permitido masivas violaciones al debido proceso, entre otros abusos.




Traslado de 2.000 presuntos pandilleros al Centro de Confinamiento del Terrorismo en El Salvador. Foto AFP

En un informe recientemente publicado por Human Rights Watch y la organización salvadoreña Cristosal se señalan violaciones generalizadas de derechos humanos, entre las que se destacan torturas, muertes en prisión en circunstancias no aclaradas, detención de personas, cientos de ellas inocentes, con acusaciones vagas y delitos definidos de manera excesivamente amplia y una severa restricción de las oportunidades para ejercer el derecho de defensa.

Cabe destacar, además, que cientos de detenidos son menores de edad, incluidos niños y niñas de apenas 12 o 13 años que han sido acusados de delitos no violentos. En el mediano plazo esta iniciativa además consolida la cooptación del poder judicial y la pérdida de su independencia, así como el empoderamiento de las fuerzas de seguridad, que tienen un récord deplorable en materia de derechos humanos, habilitadas de hecho para operar sin control de las autoridades.

Tampoco hay buenas razones para creer que estas iniciativas resuelven el problema de la criminalidad organizada. Este tipo de enfoque ya fue ensayado por los gobiernos de Francisco Flores y Antonio Saca y sus planes “Mano Dura” y “Súper Mano Dura” (2003-2004). En ese momento, más de 19.000 personas fueron detenidas y encarceladas.

Mientras tanto, las maras aprovecharon para consolidar su poder en prisión y, como cuenta Juan Martínez d’Aubisson, un reconocido antropólogo salvadoreño en las páginas del Washington Post, terminaron rigiendo la vida de los salvadoreños desde allí. El Salvador corre un riesgo enorme de que estas políticas cortoplacistas, que no enfrentan las causas estructurales de la violencia en el país, permitan que la criminalidad se recicle y genere mayor inseguridad y abusos en el futuro.

La iniciativa de Bukele está protegida por un discurso oficial cada vez más impermeable a toda voz disidente. No es casualidad que las imágenes de las transferencias de detenidos se hayan difundido justo cuando se hizo público que la Fiscalía ante un tribunal federal del Estado de Nueva York señaló a funcionarios salvadoreños por negociar con las maras una reducción de homicidios a cambio de beneficios en las cárceles.

Haríamos bien en desconfiar más de las salidas rápidas a problemas complejos, de muchos años, especialmente cuando ello además implica desarticular todo mecanismo de control sobre las fuerzas de seguridad del Estado.

En la medida en que la economía política de la criminalidad organizada no se vea afectada, es decir, que desaparezcan las condiciones materiales que la hacen un gran negocio, medidas como las ensayadas simplemente implican un cambio en la titularidad o el control sobre el negocio.

La política de Bukele, además, produce miles de encarcelados sin protección legal, y un deterioro institucional y político hacia un Estado más autoritario, corrupto y violento que no será sencillo reconducir. La historia reciente de nuestro continente, en países como Venezuela o Nicaragua, nos muestra el grave error que significa destruir las instituciones democráticas.

Decano de la Escuela de Derecho de la Torcuato Di Tella / Subdirector encargado para las Américas de Human Rights.