Di Tella en los medios
Clarín
26/02/22

Las democracias, desafiadas

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia describió los principales desafíos que encaran hoy las democracias.


Mariano Vior


Lo cierto es que cunde en el mundo, en particular en las democracias, un desasosiego impulsado por los efectos de la pandemia. Según se advierte en artículos y estudios, el miedo ha reaparecido en un planeta plagado de incertidumbre y aquejado por el cambio climático (Corrientes en llamas). Un miedo, en efecto, que se difunde y utiliza.

La administración del miedo es en consecuencia, poco original. Viene de lejos ahora activada por la pandemia. Aplicando cuarentenas y confinamientos, los gobiernos han hecho un uso abundante de estos instrumentos guiados, más allá de las buenas intenciones, por la ansiedad de que esa situación imprevista se les escapara de las manos. Junto con una grosera distribución de privilegios, estas decisiones provocaron entre nosotros una caída brutal de la actividad económica.

Quienes más han sufrido esta circunstancia son los vulnerables, los sin techo o con viviendas precarias y los trabajadores informales (en Argentina son legión); para ellos, la calle en tanto ámbito para sobrevivir es esencial. ¿De qué sirvió la consigna de quedarse en casa cuando brotan por doquier ambientes insalubres, estrechos, sin el espacio mínimo para trabajar y aprender? En vena sarmientina, para salir de tal encierro se estableció, entre otros motivos, la enseñanza pública.

Este corte entre el hogar doméstico y la escuela fue semejante a la organización del trabajo. Cuando despuntó la sociedad industrial, se produjo una modificación trascendente. El trabajo, desempeñado con el correr de los años por millones de obreros y empleados, se apartó del hogar doméstico y se instaló en minas, fábricas y oficinas. Quedó atrás el paisaje del Antiguo Régimen en el cual el trabajo de campesinos y artesanos prolongaba naturalmente el hogar doméstico, incluyendo va de suyo la lacra de la esclavitud.

Paradójicamente, la sociedad híper tecnológica ligada a la pandemia está llevando a cabo una operación análoga. Si la observamos con criterio histórico, se trata de un retorno hacia el pasado ya que el trabajo ha regresado al hogar doméstico. Este súbito fenómeno por ahora afecta más al sector terciario de la economía al paso que convierte en esqueletos vacíos a monumentales edificios de oficinas.

¿Se volverá acaso a la situación previa de hace apenas tres años, o bien se irá creando un estilo laboral de naturaleza híbrida entre domicilio y oficinas? En todo caso, la conjunción de invenciones tecnológicas, pandemia y globalización está generando una mutación espectacular.

No lo es tanto en el plano político pues en él se confunden las novedades del presente con legados persistentes. Las novedades dan curso al malestar en las democracias.

No hablemos de América Latina, donde la pandemia ha hecho estragos y la política oscila entre democracias insuficientes y regímenes autocráticos de baja estofa, Fijémonos además en las democracias avanzadas que padecen polarizaciones previas a la pandemia (el ejemplo de los Estados Unidos es el que más preocupa) y rebeliones de grupos anti-vacunas.

Estas manifestaciones, que llegaron en Canadá —un modelo de estado de bienestar— hasta el punto de aplicar modelos de emergencia para controlar bloqueos de camiones, son demostrativas de una libertad-resistencia que cuestiona decisiones gubernamentales desde el espacio público.

El cuadro es distinto en los regímenes autocráticos de partido único. Mientras las sociedades democráticas están en movimiento, estos regímenes exponen un sistema totalizante de control y de pasiva obediencia.

En China no hay contestación pública y abundan los confinamientos; parecería que nada perturba a su Gobierno, a lo que se añade el notable provecho que esa nación extrajo de la globalización.

A raíz de ello, a China se la necesita en términos económicos y se la teme en términos políticos. Más aún si, en contra de lo que concibió Henry Kissinger, China ha vuelto a consolidar una alianza estratégica con Rusia.

Así las cosas, en este escenario tecno-globalizante asistimos a otra revancha del pasado que crudamente se expresa en la geopolítica y en la razón de Estado. Esta es una alerta roja acerca de la continuidad del poder y del dominio territorial en los asuntos humanos. Esto no significa desechar el imperio de la tecnología siempre que aceptemos su carácter instrumental al servicio de los poderosos.

Vladimir Putin, un modelo belicista de la autocracia zarista en estos tiempos nuevos, es quien mejor representa ese afán de aferrarse a la razón de Estado con el objeto de recuperar el terreno que dejó en manos de occidente la implosión de la Unión Soviética.

Su geopolítica, para impedir la asociación de Ucrania con la NATO y la Unión Europea, ha puesto al mundo girando alrededor de la guerra ante el fracaso de una acción diplomática para impedirla.

Se cumple de este modo un pronóstico que Raymond Aron formuló hace más de medio siglo en torno a la “dialéctica de la globalización” (él hablaba de “universalización”), asumiendo que el raudo ensanche de la técnica y de los mercados es un proceso horizontal que choca con la vertical distribución del poder en manos de Estados soberanos.

Cuando este choque se produce renacen antiguas interpretaciones que arraigan en el lado hostil de la naturaleza humana. No pesa tanto entonces la acumulación del saber científico-tecnológico sino las lecciones que se desprenden, tras una experiencia de siglos y milenios, de Maquiavelo o de Tucídides.

En tal sentido, el recrudecimiento de estos comportamientos es tributario de quienes apuestan a la debilidad de las democracias y a sus conflictos internos. Sobre este cálculo se asienta la ambición expansiva de las autocracias y en particular de la Rusia de Putin.

Comprobaremos pues si los Estados Unidos y Europa serán capaces de afrontar esta prueba que contrapone las razones de la paz con persistentes pasiones guerreras. Razón de más para abandonar la incontinencia verbal y trazar entre nosotros una política exterior atenta a la prudencia y no a la osadía de la improvisación.