Di Tella en los medios
La Nación
11/01/22

Recuperar poder de decisión y control para los ciudadanos

Por Roberto Gargarella

El profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal escribió sobre la utilización de la Constitución con propósitos distintos a los que ella establece.



Todas las constituciones expresan, a través de su texto, un “pacto entre iguales”. Se trata de un acuerdo que incluye a todos los miembros de la sociedad, y a través del cual se definen los principios y las “reglas de juego” (los procedimientos) que organizan la vida en común. Típicamente, la constitución determina las mayorías necesarias para que una iniciativa legislativa se convierta en ley; crea organismos de control y define su funcionamiento; establece la modalidad y frecuencia de las elecciones, etcétera. En América Latina, esas “reglas de juego” aparecen con un “plus” o agregado significativo porque, desde muy temprano –desde el dictado de la Constitución de México, en 1917– en toda la región se asume que “participar del juego democrático” requiere bastante más que el respeto a reglas procedimentales como las referidas.

En efecto, todas las constituciones latinoamericanas presumen de que el buen funcionamiento de la democracia exige, también, de ciudadanos dotados de una serie de derechos básicos, una lista que incluye derechos sociales, económicos y culturales. Se trata de una novedad que en su momento introdujo el constitucionalismo latinoamericano, y que hoy es común en una mayoría de constituciones. Con este subrayado: esos “generosos” derechos incorporados por nuestras constituciones no representan meras aspiraciones o “pura poesía.” Se trata de compromisos del máximo nivel, que tienen la misma jerarquía normativa que los demás derechos establecidos por la constitución (libertad de expresión, derecho de propiedad, etcétera), y respecto de los cuales nuestras autoridades públicas se encuentran igual e inexorablemente obligadas. En definitiva, el hecho es que las constituciones organizan nuestra vida democrática, otorgándonos instrumentos para el autogobierno y el control al poder, y definiendo los derechos que las autoridades deben asegurarnos, con el fin de que podamos intervenir de modo activo en los asuntos políticos de nuestra comunidad.

Frente al panorama descripto (que resume lo que constitucionalmente nos corresponde), quisiera llamar la atención sobre el modo en que, desde hace tiempo, en la Argentina (como en otros países) las autoridades utilizan la Constitución para propósitos directamente inversos a los que ella define. Así, en lugar de “activar” los mecanismos democráticos que la Constitución establece –para permitir nuestra participación política activa y el control al poder– nuestros gobernantes utilizan los medios económicos y coercitivos de los que disponen para impedir que dicha maquinaria funcione. Se trata de una forma especialmente grave de “alienación”, en este caso “constitucional”. Esto significa decir: el instrumento creado para que podamos ejercer nuestro autogobierno se transforma en el medio a través del cual unos pocos ejercen su “dominio” sobre nosotros.

Los resultados son conocidos, aunque tendamos a ver los fragmentos dispersos, sin identificar que forman parte de un todo. En lugar de facilitarnos nuestro acceso directo al proceso de toma de decisiones, la minoría en el poder obstruye nuestro acceso a dicha “sala de máquinas”; en lugar de habilitar más y mejores medios de control sobre el gobierno, la minoría en el poder utiliza las instituciones vigentes para impedir que la hagamos responsable de sus acciones y faltas. Los ejemplos en la materia sobran. Solo por citar algunos casos particularmente notorios, basta con recordar que el Congreso reguló los mecanismos de participación popular creados por la Constitución (arts. 39 y 40), de modo tal de impedir (en lugar de facilitar) que esos mecanismos puedan activarse; o que hace 12 años que no se designa al defensor del pueblo; o que hace más de una década que, según la Corte, el Consejo de la Magistratura funciona inconstitucionalmente.

La situación es aún más grave que la sugerida. Ello así, porque las actuales autoridades utilizan –como era esperable– los privilegios de los que disponen, a los fines de expandir sus propios beneficios, y aumentar sus propios poderes. Otra vez, los ejemplos abundan. Recordemos los modos en que actuaron nuestras autoridades políticas durante el peor momento de la pandemia, cuando todos quedamos sujetos a severísimas restricciones de las que nuestros gobernantes se declararon exentos (y conste que aquí no hablo de las reuniones que ellos organizaban clandestinamente). Lo mismo puede decirse de los repetidos y sustanciosos incrementos salariales que se autoasignaron nuestros representantes, desde entonces, mientras todos los demás veíamos recortados nuestros salarios o nuestro acceso al trabajo. Hoy, por supuesto, la historia sigue siendo la misma. Basta con recordar de qué modo, días atrás, nuestras autoridades flexibilizaron la re-reelección de los intendentes que había sido prohibida poco tiempo atrás (entonces, la Legislatura bonaerense, por lo general inoperante e ineficiente, tomó de pronto una decisión contundente, y con la velocidad del rayo). Otra vez lo de siempre: la legislación que debe dictarse para maximizar el bien común es utilizada, en cambio, para el interés privado.

Los casos de reglas que deben servir para el beneficio compartido, y que terminan siendo utilizadas para el provecho personal, abundan en nuestra práctica. Así, la sobreprotección de la libertad de expresión que se reconoce a los legisladores para que puedan argumentar libremente es alegada por algunos de ellos como vehículo para insultar sin límites a los rivales. Mucho peor que eso: las prerrogativas e inmunidades que se les conceden a los funcionarios públicos para evitar persecuciones injustas fueron transformadas en salvoconductos destinados a proteger a quienes incurrieron en delitos. De ese modo, la función pública deviene en la “tierra prometida” de los corruptos: el lugar al que se desesperan por llegar, para evitar que se los haga responsable de los crímenes que efectivamente han cometido.

Todo lo dicho, por supuesto, para no hablar de lo que permanece oculto. Piénsese, por caso, en los modos en que las autoridades ejecutivas, en los últimos 20 años, han utilizado su control sobre los servicios de inteligencia para implementar operaciones judiciales contra sus rivales (aquello que algunos denominan lawfare, para presentarse como meras víctimas de persecuciones y presiones que los tuvieron como crudelísimos victimarios). El problema, en todos los casos, sigue siendo el mismo: la conversión de los mecanismos del autogobierno y el control del poder, en instrumentos para el dominio y la impunidad de unos pocos (un problema que los juristas del poder conocen muy bien: ellos son expertos en utilizar la retórica social de la Constitución para, en los hechos, vaciarla de sustancia, y recurrir a formalismos legales para lograr la impunidad de sus defendidos). Pura alienación constitucional.

Frente a lo dicho hasta aquí, la objeción que aparece es aburrida, por lo obvia. Ya se escuchan los gritos: “¡Se trata de un discurso antipolítico!”. La verdad, como siempre, es la opuesta a la que esas minorías poderosas proclaman. La demanda que se hace aquí es hiperpolítica: una radical reconstrucción del constitucionalismo democrático. La exigencia es la misma que hacían los viejos republicanos: recuperar poder de decisión y control para los propios ciudadanos.