Di Tella en los medios
Clarín
5/12/21

Eutanasia, hora de abrir el debate

Por Eduardo Rivera López

Eduardo Rivera López, profesor de la Carrera de Abogacía, reflexionó en torno a la muerte médicamente asistida.



Hace tres años, la sociedad argentina fue testigo y partícipe de un debate público robusto sobre la legalización del aborto. Ese debate decantó luego en la aprobación de una ley de interrupción voluntaria del embarazo.

Sin pretender establecer paralelismos estrictos ni pronósticos de ninguna clase, es posible que estemos ya maduros para encarar una discusión pública sobre el otro gran tema de la bioética: la eutanasia y el suicidio médicamente asistido (que englobaré bajo el rótulo de “muerte médicamente asistida” o MMA). Hechos recientes, como el caso de la paciente colombiana con esclerosis lateral amiotrófica, así como modificaciones legislativas en España o decisiones judiciales en Alemania y otros países, contribuyen positivamente a que se abra el debate.

Este debate es, en parte, jurídico y constitucional. Recordemos que nuestra Constitución contiene un artículo (el 19) que sostiene que las acciones privadas de los hombres que no dañan a terceros ni ofenden al orden o a la moral pública deben estar exentas de la autoridad de los magistrados.

Cualquiera sea la interpretación de este debatido artículo, es claro que resguarda para las personas un amplio derecho a la autonomía. Es difícil ver por qué ese derecho no debería incluir, además del derecho a conformar nuestra vida como mejor nos parezca, el de decidir su mejor final.

Ciertamente, la MMA es resistida por una parte de la profesión médica, así como por una parte de la sociedad, aunque no es fácil determinar el grado de ese rechazo. Algunas de esas resistencias son el producto de malentendidos, otras son más genuinas y están basadas en argumentos.

Uno de los malentendidos se relaciona con el término “eutanasia” y parte de confundir la MMA con la “eutanasia nazi” (de hecho, hoy en día en Alemania el término es, comprensiblemente, tabú). Las prácticas llevadas a cabo bajo el rótulo de eutanasia durante ese régimen fueron tan aberrantes que nos eximen de cualquier análisis.

Sin embargo, y más allá del rótulo, la MMA, tal como está legalizada ya en muchos países, es esencialmente diferente de aquella práctica barbárica, fundamentalmente porque se respeta la voluntad del paciente y se realiza con una serie de cuidados, acompañamientos y controles que aseguran que ese consentimiento es real y que la situación del paciente hace que esa decisión no sea irracional o impulsiva.

Una resistencia más argumentativa apunta a la justificación más habitual de la MMA, el ya mencionado respeto por la autonomía, e intenta operar como una reducción al absurdo. Efectivamente, el argumento fundamental a favor de MMA se basa en el derecho humano fundamental que tienen todas las personas a decidir acerca de su propia vida y, en particular, acerca del momento de su propia muerte.

Ahora bien, si esa fuera la justificación de la MMA, continúa la objeción, no debería únicamente permitirse la MMA, sino también cualquier tipo de homicidio consentido o de ayuda al suicidio, no solamente cuando la persona que quiere morir padece una enfermedad grave e irreversible.

Sin embargo, esto es absurdo: nadie propone esto último, y por buenas razones. De hecho, están en nuestro Código Penal (y en el de muchos países) tipificados los delitos de homicidio consentido y de ayuda al suicidio y a nadie se le ocurriría derogarlos.

Esta objeción tiene respuestas. Una respuesta posible es que no hay contradicción entre defender la legalización de la MMA y la prohibición del homicidio consentido o la ayuda al suicidio, porque el Estado tiene derecho a adoptar medidas paternalistas, cuando las conductas que las personas desean realizar tienen consecuencias irreversibles (como la propia muerte) y son claramente irracionales o van en contra de sus propios intereses, al menos en la gran mayoría de los casos.

El interés en no morir se puede presumir de la gran mayoría de las personas sanas o con enfermedades curables. En cambio, no es irracional ni va en contra de los propios intereses querer morir en el caso de una persona con una enfermedad avanzada, incurable y que causa un sufrimiento físico o psicológico extremo.

Hay también objeciones atendibles de otro tipo, referidas a las dificultades de implementación de la MMA, especialmente en contextos como el de nuestro país, en el que los recursos sanitarios son escasos y los cuidados paliativos no están garantizados para toda la población (sólo el 15% tiene un acceso adecuado a dichos servicios).

En este contexto, ¿quién puede garantizar que se respetará la autonomía del paciente? ¿Cómo sería posible evitar que se cometan abusos, por ejemplo, que se apure la muerte de personas cuya capacidad de consentir no exista o no sea clara?

Sin embargo, este tipo de inquietudes son menos convincentes de lo que parecen. Pues si existe un derecho a la MMA (y este argumento parece conceder esto, dado que, de otro modo, no tendría sentido plantearlo), resulta claro que el mejor modo de evitar abusos o violaciones a ese derecho es regular su ejercicio, no desconocerlo.

Dichos abusos ocurrirán mucho más probablemente en un contexto de prohibición que en uno de permisión regulada. La MMA debe ser, ciertamente, reglamentada con una serie de salvaguardas y órganos de control, tal como se prevén en todas las legislaciones que la permiten. Obviamente, los abusos pueden existir, como en cualquier otro ámbito. Pero no hay ninguna garantía de que la prohibición los evite. Sólo no salen a la luz.

Estos son solo algunos de los argumentos de danza. Ojalá el debate público se abra en toda su riqueza. Los principales interesados, lamentablemente, no pueden fácilmente llenar plazas o recorrer los pasillos del Congreso. Intentemos, al menos, que no sea ésta la razón por la cual su derecho a morir con dignidad no sea reconocido.