Di Tella en los medios
Clarín
22/08/21

La pesadumbre y el privilegio

El profesor del Doctorado y la Maestría en Historia alertó sobre la fatiga social en el contexto preelectoral argentino.


Ilustración: Mariano Vior

Lo que se destaca en este turno electoral de las PASO es la mezcla de la pesadumbre con el privilegio. La pesadumbre denota la fatiga colectiva que nos aqueja.

Cualquier caminante puede observar los signos de una sociedad castigada por la pandemia, el desempleo y la pobreza, la fuga de empresas y una sensación de que el horizonte de expectativas favorables se va cerrando al paso de los años. La declinación argentina se ha convertido así en un tema recurrente, avalado por cierto con datos fehacientes.

No es la primera vez que esto acontece, pero las crisis que se acumulan marcan esta circunstancia con el sello de la desazón. La pandemia y los retrasos en la vacunación no han hecho más que acelerar estas tendencias negativas. Clima pues agonista, típico por lo demás de nuestro país.

En una atmósfera tan cargada, donde se extraña el atributo de la ejemplaridad, escándalos como el festejo en pleno confinamiento del cumpleaños de la pareja del Presidente introducen el condimento del privilegio de los que mandan por encima de la ley común. Dicho de otro modo: la monarquía patrimonialista impostada sobre el Estado de derecho.

Si a ello añadimos las excusas para justificar estos actos, que lindan con el grotesco, comprobamos otro fenómeno de acumulación negativa junto con los vacunatorios vip y otros sucesos no menos turbios. Es inconcebible este manoseo del ejemplo en las altas esferas al paso de una escalofriante mortandad. No hablemos de virtud: hasta se han olvidado del cálculo utilitario.

¿En qué medida esos signos del bochorno impactan sobre las creencias sociales? Y por añadidura: ¿Serían acaso estos episodios objeto de una sanción colectiva, por ejemplo a través del sufragio, o sin mayor trascendencia se los tragaría la anomia social? La respuesta del electorado a estas preguntas servirá para sopesar la moral pública de la ciudadanía.

Por ahora, tras la metralla de las encuestas, se advierten algunos desplazamientos en el voto que apoya a la coalición gobernante y, desde luego, no faltan los juicios, tan sobados, de que se condenan los escándalos ligados a la corrupción cuando la economía es adversa y se los digiere mejor si están satisfechas las necesidades básicas de la población (lo que no pasa en este período de hondas privaciones).

Al fin de cuentas, según esta perspectiva, todo se debe a que el poder corrompe; el asunto consiste, como sostuvo Acton, en que no corrompa absolutamente. Este es uno de los cometidos de la prensa en una democracia: mostrar lo que pretende ocultarse e impedir que esas acciones degeneren en un sistema estable de impunidad.

Debido a estos controles, y si es fiel al respeto irrestricto de las libertades públicas, la democracia suele estar cruzada por la revelación de escándalos de diversa magnitud. Gibbon escribió algo perturbador: “la corrupción es el síntoma infalible de la libertad constitucional”, no tanto porque la libertad constitucional sea corrupta sino porque es el único régimen que garantiza que la corrupción se conozca y sea llevada a los estrados judiciales.

En esta situación estamos, en la superficie de una campaña electoral hasta el momento apática en la cual, es de uso, se aglomeran discursos, denuncias y propagandas que no llegan al fondo de los gravísimos problemas que afrontamos desde hace ya largas décadas.

Los discursos hablan de dos pasados, del pasado de la oposición durante el gobierno de Macri y del que protagonizó CFK y se estira hasta la actualidad del oficialismo en funciones. En ambos casos, la operación se reduce a imputar la responsabilidad de los males a la coalición contraria.

Por lo general, entre nosotros la culpa la tiene el otro. Entre tanto, en el subsuelo de este torneo de culpas recíprocas, persisten unos obstáculos que son como el mito del eterno retorno y que exigirían, para enfrentarlos con visión amplia, explorar fines deseables y medios posibles.

De los fines deseables nos cansamos de hablar. ¿Quién podrá negar que queremos una economía en crecimiento sin inflación, integración social con trabajo abundante, desarrollo inclusivo, buena salud y reformas educativas para vencer el flagelo de la pobreza y retomar la movilidad de padres a hijos? Estos mensajes dan cuenta de una democracia de fines que contrasta con la indigencia de una democracia de medios.

La democracia de fines señala una meta apetecible que se puede formular con facilidad en el plano verbal; la democracia de medios traduce, por su parte, el duro empeño que significa decidir entre opciones difíciles y mantener firme el timón por un tiempo prolongado para alcanzar esos objetivos.

La disparidad entre la democracia de fines y la democracia de medios corre a la par con nuestros repetidos fracasos. Enunciamos fines y, cuando llega el momento de plasmarlos en efectividad gubernamental, las disputas y polarizaciones reaparecen con saña.

Con otro punto de vista, el mismo contraste es visible entre la democracia electoral y la democracia institucional: una, vibrante y en exceso intensa; la otra, precaria y endeble.

Tal vez, la fragilidad de la democracia de medios y de los estilos retóricos que encubren esta falencia, se deban a una incapacidad para asumir la realidad y afrontar las severas consecuencias que apareja el propósito (repetido hasta el hartazgo por la propaganda oficial) de poner al país de pie.

No hay por el momento tal cosa; simplemente asistimos a las tácticas para consolidar las posiciones del oficialismo o para resistir sus impulsos hegemónicos.

Si bien la resistencia resulta necesaria, es insuficiente si no se complementa con un pacto que atienda a los medios para reconstruir una sociedad maltrecha.

De la mano de esta intención, la resistencia cambia de sentido porque no se trata tan sólo de frenar el reino de la impunidad y el descenso a peores niveles de vida; se trata asimismo de establecer las condiciones de una gobernabilidad que mantenga la continuidad de una política de reconstrucción. Vencer al tiempo sin el hechizo de esas salidas repentinas que, al cabo, se malogran y generan más frustración.

Natalio R. Botana es Politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella


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