Di Tella en los medios
Clarín
25/10/20

Una elección crucial para el mundo

El profesor emérito del Depto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales reflexionó sobre el contexto de las elecciones presidenciales en Estados Unidos.


Ilustración: Mariano Vior

Nueve días faltan para la elección del presidente en los Estados Unidos (ya se está haciendo mediante el voto por correo). Excuso decir –tanto se ha dicho– que se trata de una elección crucial para el mundo que asimismo atañe al destino de las democracias.

Sabemos que son comicios dominados por la personalidad de Donald Trump, un compulsivo hacedor de fracturas: su ánimo polarizante; el vértigo comunicacional de sus tuits, alimentado vorazmente por mentiras; el desprecio al adversario visto como enemigo; el temor, sin canalizarlo estratégicamente, de perder hegemonía ante el ascenso de China, que se contradice con el desdén hacia la alianza occidental; sin cerrar la lista, la pueril irresponsabilidad para afrontar la pandemia (él mismo se contagió).

Estos rasgos explican lo que pasa, pero no son los únicos. Tras estos improperios persisten dos cuestiones arraigadas en la historia: una de naturaleza institucional; la otra que se arrastra desde el período fundacional de los Estados Unidos.

De allí arrancó la primera república moderna, grande por su tamaño, afincada en una deliberación constituyente que pretendía dejar atrás –como reza El Federalista– al “accidente y la fuerza” para instaurar gobiernos. Inventaron pues, en resguardo de la libertad, un régimen de controles recíprocos entre tres poderes que perduró más de dos siglos.

Algunas de estas instituciones se adaptaron, otras no; por ejemplo, el Colegio Electoral para designar al Presidente cada 4 años. En esta institución, que se pensó originariamente para contrarrestar el “tumulto“ de los comicios directos, el pueblo no elige directamente al Presidente sino por medio de un conjunto de electores que se votan en cada estado (provincias) con un procedimiento por el cual quien gana conquista todos los electores en disputa.

Esta regla de lista completa (solo dos estados no la practican) genera distorsiones importantes. De resultas de ellas, Trump ganó la mayoría hace cuatro años en el Colegio Electoral y Hillary Clinton ganó la mayoría en las urnas. Tales los efectos negativos de combinar la elección indirecta con el régimen de lista completa. Por lo demás, en ausencia de un código electoral de carácter nacional, cada estado fija los procedimientos para votar y hacer el escrutinio.

La memoria de unas presunciones de fraude en las elecciones del año 2000 en el estado de Florida, que en última instancia resolvió la Corte Suprema otorgándole la victoria a George W. Bush, planea sobre estos inminentes comicios. Mal presagio ya que Trump anunció un eventual fraude en el caso de que triunfe la oposición.

Este mensaje obsesivo para arremeter contra los frenos institucionales y poner en duda la transparencia del proceso electoral, puede dañar seriamente la piedra de toque de una democracia con la que Estados Unidos, junto con su enorme potencial económico y militar, asumió en el siglo XX el papel de una “república imperial”.

Cualquier espectador podría inquirir por qué la ciudadanía no modificó una institución vetusta heredada del siglo XVIII. Habría que especular que quizás se deba a una paradoja del éxito. Ciertamente, del Colegio Electoral surgieron fuertes liderazgos, por caso en el último siglo, los de Franklin D. Roosevelt y Ronald Reagan, dos arquetipos de las tradiciones progresista y conservadora.

A los Estados Unidos le fue muy bien con este régimen hasta las últimas décadas. Ahora en cambio sobresalta imaginar, con perspectiva doméstica e internacional, un segundo período de Trump montado, gracias al Colegio Electoral, sobre un mandato minoritario en la elección popular.

Hablamos de minorías y esto nos coloca de frente a las transformaciones de la sociedad norteamericana y a lo que subyace bajo una cultura que irradió en el mundo una variedad de mutaciones civilizatorias (la última, la Revolución Digital).

Son problemas históricos irresueltos entre los cuales sobresale la penosa condición, en relación con otras minorías, de la población afro-americana; la polarización que impulsa Trump la ha radicalizado mientras la sociedad deriva hacia los extremos. El Presidente alienta la supremacía blanca y los contestatarios se sublevan con furia iconoclasta, derribando monumentos e insignias.

Estas olas del descontento marcan la historia norteamericana y revelan, una vez más, lo que dejó en suspenso la Constitución de 1787 y sus 10 primeras enmiendas. Dispuestos a defender la unión de los estados, los padres fundadores (sigo en esto a Joseph Ellis) subordinaron la inhumana vigencia de la esclavitud a ese irrenunciable propósito. No todos los hombres, como decía la Declaración de la Independencia, eran “creados iguales”.

La unión resultó ser así un convenio entre estados esclavistas y estados libres. Eficaz para esa unión tan deseada este convenio fue sin embargo partero, con el correr de los años, de una cruenta guerra civil y, después, de una política de exclusión en los estados del sur que recién alcanzo un arreglo provisorio en los años 60 del último siglo (un conflicto por los derechos civiles en que fue asesinado Martin Luther King).

Posteriormente, las olas del descontento prosiguieron, la presidencia de Obama las apaciguó, hasta que la violencia policial encendió otra vez la mecha. Hay pues un grave asunto pendiente al que Trump echa más leña al fuego; olvida tal vez aquello que Tocqueville y Sarmiento, viajeros asombrados ante el espectáculo de la gran república, señalaban como un signo de contradicción: una república admirable si se exceptúa de ella la lacra de la esclavitud.

De proseguir con este temperamento, las reacciones serán cada vez peores en una sociedad de más en más dividida. La exigencia parece obvia y muestra un curioso parentesco con nosotros. Para recuperar el equilibrio, la política estadounidense debe encontrar de nuevo ese centro político que le permitió superar sus crisis en el marco de la constitución. Trump y el Partido Republicano, que por ahora él ha capturado, bloquean ese camino. Si gana, el Partido Demócrata tendrá entonces por delante el desafío de volver al centro la política doméstica y exterior; desafío doble que nos concierne cuando, para colmo, no sabemos cómo orientar nuestra nave en plena tormenta.

Natalio R. Botana es Politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella


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