Di Tella en los medios
Clarín
28/09/20

Derecho constitucional a una vivienda digna, y ocupaciones ilegales

Por Roberto Gargarella

El profesor de la Escuela de Derecho tomó como referencia los fallos de la Corte Sudafricana respecto a las ocupaciones ilegales para analizar las que ocurren en Argentina.


Vior

En todo el mundo, y desde fines del siglo XX, los tribunales tendieron a vivir una revolución en materia de derechos sociales. En América Latina, tribunales superiores como la Corte Constitucional Colombiana (creada en 1991); o la Corte de Costa Rica (a través de su renovada “Sala IV”); o incluso la Corte de la Argentina (desde la vuelta de la democracia), dieron pasos importantes en el reconocimiento de los derechos sociales y económicos.

Tales organismos judiciales ayudaron a consolidar la idea de que aquellos no eran derechos de “segunda categoría,” sino derechos equiparables a los más tradicionales o “liberales”, y que -como aquellos- debían ser cumplimentados, y podían ser puestos en práctica (enforced) por los tribunales. Estas ideas vinieron a contradecir el consenso doctrinario dominante en la materia que, durante décadas, consideró a estos “nuevos” derechos como derechos-no-directamente-operativos.

En el ámbito internacional, tales desarrollos encuentran un punto de referencia ineludible, vinculado con las recurrentes decisiones de uno de los Tribunales más extraordinarios que nos ha dado el derecho comparado: la Corte Constitucional de Sudáfrica. Elegante y moderado en apariencia, el tribunal sudafricano produjo fallos que ayudaron a cambiar de raíz el modo en que se pensaba sobre los derechos sociales en el ámbito internacional.

Notablemente (y en relación con el tema que aquí me interesa abordar, es decir, el derecho a la vivienda y los desalojos), la Corte Sudafricana avanzó su jurisprudencia en el área a partir de una serie de decisiones que tomó sobre las ocupaciones ilegales de tierras (públicas y privadas), por parte de individuos y grupos en situación de grave marginalidad. Una decisión del 2001, en particular, fue la que inició el firme desarrollo de la Corte Sudafricana en el área, que continuó avanzando progresivamente hasta hoy. Me refiero, de modo especial, a la decisión que tomó la Corte en el caso Grootboom.

Grootboom se inició con una demanda presentada por más de 900 personas, de los cuales 510 eran niños. Se trataba de personas que, en su mayoría, vivían en una situación de pobreza extrema, en casillas sin agua, sin alcantarillas y -el 95% de ellos- sin acceso a la electricidad.

Quien encabezó la demanda, Irene Grootboom, vivía junto con su familia y la de su hermana en una casilla de 20 metros cuadrados. Ella, junto con la mayoría de los demandantes, habían aplicado por el acceso a un programa de vivienda económica, y se encontraban en lista de espera desde hacía años.

En 1998, y empujados por las condiciones paupérrimas en las que vivían, los vecinos del área decidieron moverse a tierras vacantes, de propiedad privada. Unos meses después, el propietario de las tierras consiguió una orden de desalojo, que permitió al gobierno dar una respuesta acostumbrada: arrasar las precarias casas con topadoras, para después quemarlas. Fue allí donde los desplazados decidieron presentar una demanda judicial, por la violación de sus derechos constitucionales.

La decisión de la Corte Sudafricana -insisto, una decisión modesta en su apariencia- vino a renovar por completo la discusión internacional en el área de los derechos sociales.

¿Qué dijo la Corte? Ella sostuvo que el caso en cuestión no podía decidirse como si el conflicto en juego se refiriera, exclusivamente, a una violación del derecho de propiedad; subrayó que la Constitución de Sudáfrica (como la Argentina), incluía -junto a la protección a la propiedad- fuertes compromisos con derechos sociales, e incluso con el derecho a la vivienda, que no podían considerarse como no escritos o como no aplicables (los derechos económicos y sociales tenían exactamente el mismo status que derechos “liberales” como el derecho a la propiedad privada); que los derechos constitucionales debían ser leídos en clave del contexto histórico y social en donde se aplicaban; y que los poderes políticos estaban obligados a tomar medidas inmediatas, positivas y efectivas para asegurar los derechos de vivienda, de educación o de protección a la salud de los sectores más vulnerables.

Es decir, sin caer en la posición extrema contraria a la tradicional (para decir, por ejemplo “el poder judicial debe otorgarle una vivienda a quien se lo demande”); y sin “interferir” con las áreas de incumbencia propias de los poderes democráticos (para imponerles a ellos las políticas a tomar en materia de desarrollo social o vivienda), la Corte obligó a los poderes políticos a abandonar su modo habitual de respuesta.

Los poderes políticos ya no podrían ordenar un desalojo por la fuerza de los ocupantes ilegales -lo que era la regla hasta entonces- como si los casos en cuestión no incluyeran otros derechos en juego, como si los derechos sociales no tuvieran status constitucional, y como si los más pobres no tuvieran un derecho efectivo a la vivienda digna, reconocido por la Constitución.

A partir de Grootboom, y antes de, por ejemplo, proceder a desalojar a los ocupantes ilegales, el Estado debería responder a una pregunta de este tipo: “¿de qué modo -al desalojarlos- voy a asegurar el derecho a la vivienda digna, que la Constitución garantiza a los ocupantes ilegales?” En decisiones más recientes (como Olivia Road, del 2008, una decisión “hija” de Grootboom) la Corte siguió avanzando en la materia, para ordenar, por ejemplo, el “diálogo” y el “compromiso significativo” entre las partes involucradas (sobre todo, Estado y grupos vulnerables).

En momentos en que la discusión sobre las ocupaciones ilegales, en la Argentina, comienza a ganar temperatura y aspereza, conviene retomar las enseñanzas extraordinarias que nos ofrece el derecho comparado, para volver a situar la discusión en el marco de una Constitución como la nuestra, que es generosa, clara e insistente en materia de derechos sociales básicos, como el derecho a una vivienda digna.


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