Di Tella en los medios
Clarín
25/07/20

Dialoguistas y excluyentes

El profesor emérito del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales analizó el rol del diálogo político entre el gobierno y la oposición.


Ilustración: Mariano Vior

La coyuntura política despierta la sensación de atravesar un pantano en que, a golpes de efecto, se yuxtaponen impugnaciones y vetos. En ese fondo cenagoso quedan a salvo las convergencias entre Gobierno y oposición para enfrentar la pandemia; lo que resta evoca un contrapunto no resuelto entre dialoguistas y excluyentes.

¿De qué se trata? Recientemente el Club Político Argentino reivindicó, en una importante declaración, la virtud del diálogo en los asuntos públicos. Por su parte, el Presidente dijo que quería seguir conversando con todos mientras recibía el fuego cruzado del séquito kirchnerista. El planteo quedó pues a la vista: dialoguistas que, en un amplio espectro, no se resignan a seguir cavando la grieta y excluyentes que encarnan el estilo de un grupo que entabla combates con el enemigo.

Este cuadro pone de relieve la fragilidad del consenso que debería respaldar al régimen democrático. ¿Qué vale más, la palabra que sirva de vehículo para alcanzar decisiones razonables o el denuesto que se arroja para mantener vivo el antagonismo?

Si prevalece la primera hipótesis, la democracia puede alcanzar un nivel capaz de conjugar discusión con eficacia; si en cambio prevalece la segunda, estaríamos en presencia de un decisionismo autocrático en el cual los cuerpos legislativos y una Justicia sumisa ratifican la voluntad hegemónica del Poder Ejecutivo.

Este choque de tradiciones –mezcla de ideas y praxis– no está saldado entre nosotros. Ninguna de ellas logra al cabo imponerse; por eso el pantano y en él los vetos recíprocos. Notemos además que, si en períodos del último siglo se reflejó en el mundo de las democracias el ideal de la deliberación y del consenso, en la actualidad sobresale al contrario la realidad agonista del decisionismo autocrático. El ejemplo de los Estados Unidos, agitado por la avasallante torpeza de Trump, nos exime de mayores comentarios.

Claro está que estos repliegues no son novedosos en la larga marcha de la historia. La democracia contiene siempre en su seno una combinación inestable de conflictos y consensos, pero el impacto de la pandemia y el malestar que ya podíamos observar antes de que este virus circulara por el planeta, indicarían que la balanza se está inclinando hacia el lado en que surgen gobiernos prepotentes con gobernantes que disfrutan, como apuntó Montaigne, de abrir “la maligna voluptuosidad de ver sufrir a los demás”, en particular a los opositores convertidos en enemigos.

En nuestro país, esa propensión procura armar otro pantano de corrupciones compartidas donde chapotean por igual antiguos y nuevos corruptos; una forma de diluir responsabilidades y de apostar a que el laberinto judicial, o las reformas encubiertas, sepulten las debidas sanciones.

En los juicios por corrupción las sentencias son letra muerta, lo que vendría a demostrar que, en este terreno, nuestra democracia carece de un poder neutral con autoridad suficiente para castigar los delitos que se incuban en los sótanos de la política. Nada peor que la imagen de una Justicia oligárquica que sanciona a los débiles y protege a los poderosos.

Ante estos obstáculos, el diálogo político y social enaltece un medio y propone una solución: salir del pantano con el concurso de una voluntad de moderación y compromiso. El encuentro de esta semana entre la CGT y la AEA marca en este sentido un primer paso. Merecen apoyarse estos propósitos. En la acción política, los diálogos son fructíferos si se expresan en el recinto adecuado (el Congreso es acaso el principal) y culminan, de ser posible, en coaliciones efectivas de gobierno. Este último es, por cierto, un déficit mayor.

Ello obedece a que en el país no hay experiencia válida de coaliciones, excepto el corto mandato del presidente Duhalde y a que quienes en estos días conforman el Gobierno y la oposición no constituyen partidos en sentido estricto sino conglomerados en formación sin el cemento de un liderazgo interno capaz de afianzarlos.

Por el lado de la oposición de Juntos por el Cambio hay un solo partido (la UCR) que ha sobrevivido al liderazgo de sus fundadores, los ha renovado en distintas ocasiones, y conserva una estructura en todo el país aunque muy debilitada en la Capital y en la provincia de Buenos Aires. Cuando le tocó ejercer la presidencia, Cambiemos no fue una coalición de gobierno sino una coalición parlamentaria. En ejercicio de la oposición está por demostrarse si los otros brazos del Pro y la Coalición Cívica podrán sobrevivir a sus fundadores.

Por el lado del oficialismo la situación es desde luego más tensa porque, en un exitoso movimiento táctico, Juntos por Todos reunió a los sectores enemistados que disputaban la herencia peronista. Fue una maniobra que arrimó enfrentamientos previos y abrió paso a una victoria que aparejó un Poder Ejecutivo dividido entre un liderazgo internamente consolidado (el de CFK) y otro en formación (el del Presidente en funciones).

Imposible mayor novedad puesto que la trayectoria del régimen presidencial en la Argentina es la de un “ejecutivismo”, por emplear la expresión de J.V. González, que se manifiesta en la preponderante figura del presidente de la nación. ¿Quién recuerda los vicepresidentes posteriores a 1983 y aún a los que desempeñaron este cargo en las dos últimas décadas? Alguno renunció; otros fueron peones útiles y descartables.

Ahora esta circunstancia, radicalmente diferente, nos presenta una vicepresidenta decadente en las encuestas que, no obstante, detenta liderazgo interno. Ese impulso se sostiene en función de las oscilaciones y contradicciones que se advierten en la conducta del presidente. Es una relación tendida que impacta sobre la unidad del Poder Ejecutivo (una obsesión argentina que nace con Alberdi) y afecta la gobernabilidad.

Habrá que ver si el diálogo puede suturar estas divisiones. Con todo, en una escena tan intrincada, una cosa parece cierta: mientras ambos conglomerados no consoliden liderazgos moderados y de convergencia seguiremos dando vueltas entre la indefinición y la incertidumbre. Cuesta comprobarlo cuando las crisis económica y sanitaria, sin un plan macroeconómico, nos instalan en plena tormenta.

Natalio R. Botana es politólogo e historiador. Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.


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