Di Tella en los medios
Clarín
6/04/20

¿Dar clase con la boca cerrada?

La profesora del Área de Educación de la Escuela de Gobierno e investigadora del CEPE reflexiona en torno de los desafíos que plantea la escuela virtual.



Más de un millón de docentes en Argentina, desde el jardín a la universidad, enfrentan el enorme desafío de mudar la educación presencial a una versión remota, dado que los edificios escolares están cerrados pero el ciclo lectivo continúa durante la pandemia del COVid- 19.

La escuela virtualmente sigue, ahora relocalizada en los hogares, a través de medios, dispositivos y herramientas varias: internet, cable, televisión abierta, radio, portales, plataformas, campus virtuales, blogs, teléfonos celulares, computadoras, cuadernillos en papel, redes sociales y aplicaciones colaborativas. Con desigual intensidad que va desde las sobreactuaciones escolares que apabullan a alumnos y familias, con un activismo desatado y maníaco, hasta el débil acoplamientos que tienen sobre todo los sectores más vulnerables. Es obvio que las desigualdades y las asimetrías preexistentes se mantienen y, para muchos, la escuela sólo sigue en el comedor escolar o la vianda que retiran en la puerta.

El proceso de virtualización de la educación tiene un riesgo cierto y es la ilusión de mantener los modos de la presencialidad. Por ejemplo, mantener los encuentros sincrónicos, todos juntos a la misma hora reunidos para escuchar al profesor. Algunas escuelas hacen que los alumnos vistan uniformes y se sienten frente a su computadora a escuchar la exposición que bien podría haberse grabado y aprovechar el encuentro para que ocurra una conversación, un intercambio real. A veces, la rutina de las rígidas formas escolares parece ganarle al sentido común.

En cualquier caso el abrupto pasaje al teletrabajo, que los docentes comparten con muchos otros trabajadores, conlleva un problema adicional que es enfrentarse con la naturaleza del propio trabajo de enseñar. Se trata de un problema interesante y bienvenido, de esos en los que se sienten crujir los viejos paradigmas. ¿Cómo convertirse en seres virtuales sin sucumbir en el intento? ¿Qué y cómo seguir enseñando?

Con la suspensión de clases presenciales en todo el país, las instituciones educativas comenzaron a migrar las clases a entornos virtuales. Contra reloj, había que formar a docentes que jamás habían trabajado en entornos virtuales, los desconocían y, en muchos casos, los despreciaban. En una jornada de capacitación donde se les proponía trabajar con la plataforma Zoom y, luego de explicarles las variadas posibilidades de la plataforma para interactuar con los alumnos, llegó el momento de las preguntas. Los profesores preguntaron: ¿Cómo puedo hacer para que se escuche sólo mi voz? ¿Cómo evito que los alumnos hablen entre ellos? ¿Se puede sacar a un alumno de la clase? Stop. Replay. ¿Se puede sacar a un alumno de la clase?. El capacitador repitió la pregunta, haciendo tiempo para encontrar la respuesta, al final dijo: lo podés “mutear” (apagar el micrófono) pero sacarlo, no se puede. De inmediato otro profesor aclaró: no sirve “mutear”, porque el alumno puede volver a prender su micrófono. Se hizo un incómodo silencio cuyo subtítulo bien podría haber sido: ¡Estamos fritos!, como diría María Elena Walsh.

Siglos de educación moderna con sus símbolos de autoridad escolar, posiciones talladas en los cuerpos y las almas disciplinadas de docentes y alumnos , estallan. Y también decenas de años de reformas tan costosas como infértiles que buscaron producir transformaciones caían frente a lo que, en un segundo, había logrado una plataforma y un virus invisibles. La voz omnipresente y única del profesor, el silencio de los alumnos y la perversa posibilidad de la exclusión, desaparecen de escena. ¿Cómo sobreponerse al desconcierto?

Un libro del profesor norteamericano Don Finkel acerca una clave, ya desde el sugerente título del libro: “Dar clase con la boca cerrada”. Un libro escrito con elegancia y sin pretensiones, algo que no abunda en educación, y que despliega una tesis paradójica como el mismo título. Aprender es un trabajo que hace el que aprende, una construcción mental que requiere de la propia experiencia y, a pesar de ello, enseñar es extraordinariamente necesario.

Suponemos que dar clase es un acto de narración, en el que les contamos clara y cuidadosamente a los estudiantes algo que ellos desconocen previamente. Imaginamos que el conocimiento se transmite por ese acto narrativo, y por eso hablar, exponer, contar, son las formas naturalizadas de enseñar. Y el silencio, el registro y la memoria las formas de aprender. Y en realidad ambas son formas destructivamente estrechas. Como decía Dewey, y Finkel sostiene con empecinada literalidad, “ningún pensamiento, ninguna idea, pueden ser transmitidos como idea de una persona a otra”. Nadie aprende en forma genuina y duradera si no trabaja constructivamente sus propios esquemas de ideas; de manera que enseñar es proporcionar experiencia y provocar reflexión. Ofrecer las circunstancias, los dilemas, los obstáculos, los materiales para que el trabajo de aprender sea posible. Escribir una pregunta (de esas que generan interés de verdad), dejar que hablen los libros, dejar que indaguen los estudiantes, dejar que escriban nuevas preguntas, eso es parte de dar clase con la boca cerrada.

Dar clase con la boca cerrada es una invitación estimulante para quienes trabajan enseñando y, en este experimento de la distancia que nos toca vivir, podría ser una experiencia que cambie para siempre ese trabajo.