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10/12/19

Mauricio Macri y la falta de responsabilidad política

"El gobierno de Cambiemos se caracterizó por el desproporcionado énfasis que puso sobre la responsabilidad individual en detrimento de la responsabilidad política", apunta en su nota de opinión la profesora en el Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales, y agrega: "Mientras que la idea de responsabilidad individual se plasmó en la defensa estatal de una cultura meritocrática, la responsabilidad política de ese mismo Estado nunca se asumió", concluye Yumatle.


Existen dos tipos de responsabilidad, la individual y la política. El gobierno de Cambiemos se caracterizó por el desproporcionado énfasis que puso sobre la responsabilidad individual en detrimento de la responsabilidad política. Mientras que la idea de responsabilidad individual se plasmó en la defensa estatal de una cultura meritocrática, la responsabilidad política de ese mismo Estado nunca se asumió. La sobredimensionada centralidad de la responsabilidad individual en la ideología meritocrática fue a su vez magnificada por un gobierno ausente que no supo aceptar la responsabilidad política por las medidas y decisiones que no mejoraron la igualdad de condiciones ni la implementación de bases equitativas para la consecución de resultados justos. Así, la responsabilidad política por los resultados obtenidos nunca se asumió y la valoración del progreso o estancamiento de los ciudadanos se le atribuyó injustamente a las virtudes o deficiencias morales de los individuos.

El Gobierno sustentó una moralidad pública basada en la idea de meritocracia como marco normativo para entender la responsabilidad individual. Según esta visión, los logros sociales son méritos personales. La meritocracia valora, por sobre todas las cosas, los éxitos individuales que son fruto de las virtudes de los ciudadanos encomiables. Por el contrario, aquellos que no consiguen los resultados esperados demuestran deficiencias de carácter individual: falta de determinación, de ética de trabajo, de coraje, de voluntad, de inteligencia, de visión. Según el adagio establecido, “Si sólo te hubieras esforzado un poco más”. La meritocracia impone su propio estigma de fracaso individual: no alcanzar las metas o estancarse indica un déficit ético del individuo que se traduce en la esfera pública como ciudadanos irresponsables.

En sociedades tan desiguales como las nuestras, la moralidad meritocrática no sólo produce un daño económico en las clases sociales más desfavorecidas sino también un daño moral. Por un lado, convalida y acentúa las desigualdades de clase, dinero, poder y recursos tanto intra- como inter-generacionales. Por el otro, ocasiona también una injuria moral: la creencia en la excelencia individual en un contexto de pobreza y desigualdad creciente genera la ilusión nociva de que los beneficiados realmente merecen su riqueza y poder como resultado de sus talentos personales. Sin embargo, lo que se percibe como fruto de la virtud individual es el producto de los vicios de una estructura injusta que refuerza la estratificación social en base al poder y la influencia económica. Debido a las connotaciones morales incriminatorias e infundadas que le asigna a “los perdedores”, la desigualdad meritocrática es más dañina e insidiosa que la desigualdad que surge en el marco de otro sistema valorativo de redistribución de recursos.

Como se ha argumentado en libros recientes sobre el tema (por ejemplo, Markovits 2019), la meritocracia permite a la clase social privilegiada no sólo definir cuáles son los talentos valiosos para esa sociedad sino también perpetuarlos y confinarlos a ese mismo estrato social que cuenta con los recursos necesarios para educar a sus hijos en esos talentos preciados. La meritocracia, que en su origen supuestamente abría oportunidades a través de la movilidad social ascendente, degeneró en un sistema ideológico que legitima élites complacientes sobre el engaño de que los triunfadores se merecen lo que obtienen. Por todo ello, el ideal meritocrático erosiona el ideal democrático y consolida en su lugar una aristocracia desfigurada sin ninguna de las virtudes propias de ese orden social. En síntesis, la meritocracia genera y perpetua élites oligárquicas.

El facilismo con que el gobierno de Cambiemos instaló la idea de mérito y responsabilidad individual se combinó peligrosamente con la incapacidad, en particular del presidente, de asumir responsabilidad alguna por los daños ocasionados como consecuencia de sus decisiones políticas y económicas. La hiperbólica valoración de la responsabilidad individual coexistió con la negligencia política. Expresiones que se han incorporado al acerbo discursivo macrista como “pasaron cosas” o “hagan algo” ilustran agudamente la nula aptitud para arrogarse la responsabilidad por el desarrollo de los acontecimientos. Empezando por la herencia kirchnerista, la crisis financiera internacional, la cosecha, el dólar, la inflación, los últimos 70 años de historia argentina hasta las PASO (por nombrar sólo algunos) fueron todos bálsamos exculpatorios que le permitieron deslindarse de la responsabilidad en el mal uso continuo del juicio político.

Un dictum básico desde Maquiavelo a nuestros días es que la fortuna no es ajena sino constitutiva de la política. El ejercicio virtuoso del juicio político reside precisamente en saber contener o pugnar con los hechos fortuitos que determinan el campo de acción social posible. Si el político no asume a la fortuna como propia, termina en la desgraciada encrucijada de poseer responsabilidad política sin poder.

Del mismo modo, Maquiavelo sabía que ni la fortuna ni la necessita dominan la totalidad de la existencia. El resto lo determina la virtù del juicio político, una facultad diferente de la moral individual que se ejerce en una dimensión prometedora pero siempre traumática. Es distintivo de la acción política que no se la pueda disociar de las consecuencias que involucran el mal. Weber reconocía esto mismo en los demonios con los que el político debe lidiar ante las paradojas éticas que resultan de decisiones que encuentran su justificación última en la violencia. El buen político es siempre aquél que reconoce esta dimensión trágica de la política y se hace responsable por “el dilema de las manos sucias”.

Aunque muchos de los integrantes de la élite gobernante gozaron y se beneficiaron de las ventajas sociales estructurales, concibieron su posición de clase como rédito de su voluntad y talento personal. Se consideraron mejores debido a sus méritos individuales al mismo tiempo que detectaron en los demás un déficit moral que les impidió aplicar el tesón necesario para progresar. Tanta ostentación de responsabilidad individual en la esfera privada se conjugó con la indiferencia por la realidad política que produjeron.

La idea de responsabilidad individual es central dentro de ciertas corrientes de la filosofía política y es importante entender su incidencia en la redistribución equitativa de los recursos sociales. Sin embargo, esa discusión carece de sentido si no se ejerce con autoría el juicio político sobre los asuntos públicos asumiendo las consecuencias intencionadas y no intencionadas que condicionan toda imputación posterior de responsabilidad individual.

La autora es PhD en filosofía política por la Universidad de Berkeley profesora en el Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales, UTDT