Di Tella en los medios
Ñ
8/12/19

Pedro Costa: Rostros enclavados en un territorio

Por Roger Koza

El cineasta portugués, una de las máximas figuras del cine contemporáneo, brindará un seminario para los participantes del Programa de Cine de la UTDT. Costa también ofrecerá una conferencia pública en la Universidad, y presentará sus films, en el marco de la 7ª Semana de Cine Portugués, producida y programada por la asociación cinematográfica Vaivem.

En 1994, el cineasta portugués hizo su primer filme en Cabo Verde. Casa de Lava fue la primera incursión en ese país situado en el océano Atlántico, muchos de cuyos habitantes suelen emigrar a Portugal. En ese filme, Costa jamás hubiera imaginado que, durante el resto de su carrera, al menos hasta ahora, él habría de estar ligado a ese territorio que excede una geografía y una idiosincrasia, pues ya con Ossos, en 1997, habrá de consolidar una vocación estética y espiritual por filmar a los inmigrantes caboverdianos que viven en Lisboa.

Así, Vanda Duarte, Ventura y ahora Vitalina Varela han sido los protagonistas notables de películas inolvidables como El cuarto de Vanda, Juventud en marcha y Caballo dinero (estas últimas, dos películas magistrales, también serán proyectadas en la Semana del Cine Portugués). En estas, un conjunto de vidas jamás filmadas, acaso seres invisibles en el orden social imperante, tuvieron un rostro, se los vindicó en su dignidad y sus relatos adquirieron un justo orden de representación. Costa ha trabajado con ellos como si fueran miembros de una familia imaginaria, unidos por lazos que exceden la sangre y la patria. ¿Qué los une? Una misteriosa solidaridad afectiva, pues el secreto de esas películas pasa por algo que desborda la sofisticación ostensible de una estética y el evidente sentido político de las tramas de cada película.



En Vitalina Varela, Costa retoma un personaje secundario pero inolvidable que había sido determinante en Caballo dinero. En aquella película se anunciaba su historia, en esta se la ha filmado completamente. La hermosa Vitalina esperó 40 años el envío de un pasaje de avión por parte de su marido para reunirse con este en Lisboa. Cuatro décadas después, pisará la capital lusitana, pero para asistir al entierro de Joaquim, y además llegará tarde, incluso para el oficio religioso. De ahí en más, entre penumbras, Vitalina empezará su duelo. Costa impregna el duelo de una luz crepuscular y de sonidos no menos espectrales para acompañar a Vitalina en su rabia y su tristeza mientras asimila la irreversibilidad de la ausencia de su marido.

Lo que sucede materialmente en el filme es alucinante: la textura sombría de todo lo visto y oído es la de un duelo que es del propio mundo, aunque dos recuerdos hermosos constituyen el contrapunto anímico de ese presente. En efecto, la escena más hermosa y feliz en el cine de Costa se ve aquí. Tiene lugar al sol y en un techo: un gesto mínimo de Vitalina al lado de su marido glosa toda la felicidad que la protagonista perdió inesperadamente y que jamás volverá a recuperar.

–Como ha observado Mark Peranson, Vitalina Varela es muy distinta a Vanda, figura rutilante de El cuarto de Vanda y en menor grado también en Juventud en marcha. ¿A qué se debe este acercamiento a Vitalina y qué ha encontrado en esta ocasión?

–La manera que Vanda tiene de pensar y trabajar sobre su sufrimiento en la película, no necesariamente en la vida, o la experiencia del rodaje y la construcción de El cuarto de Vanda son muy diferentes del trabajo que hicimos con Vitalina. La diferencia radica en que Vanda es extrovertida y Vitalina, introvertida e introspectiva. Dicho de otro modo: existen ciertas complexiones que determinan a las personas al encierro, como ocurre con Vitalina en un momento de su vida. En cierta forma, era el destino; después de las montañas, pasó por otro período, el del encierro, para luego volver a su tierra. He aquí una de las razones por las que elegí no terminar el filme adentro de la casa, que podría haber sido más fácil y complaciente, algo que tal vez les hubiera gustado a muchos colegas que simpatizan con el cine del pesimismo.

–El filme, de hecho, no está asociado a una estética y una ética del pesimismo. Más bien, sucede lo opuesto: el espíritu del filme parece ser otro.

–Sucede que el mundo de Fontaínhas, el de los barrios –pasa en Portugal o en la Argentina– es sostenido por las mujeres, algo que sorprende. Pensé entonces en si la presencia masculina me permitiría ver el otro lado de Vitalina. La inmigración caboverdiana, africana y portuguesa, que está bien glosada en Sans Soleil de Chris Marker, más allá de que no sea un convencido total de ese filme, es un pueblo de centinelas y un pueblo de espera, pero esto último es lo femenino.

Son las mujeres las que esperan en Cabo Verde. Eso es lo que vi y sentí cuando estuve ahí, lo que parece un cliché, pero es realmente así: está el mar, y los esposos están en Rotterdam o en Lisboa, trabajando en la construcción civil o en el tráfico de drogas. Entendí de inmediato que Vitalina había esperado años y años por el pasaje de avión que le había prometido su marido.

–¿Realmente esperó 40 años?

–Es así. Joaquim hizo esa promesa cuando partió, diciendo que en pocos meses enviaría el pasaje de avión y se reunirían en Lisboa. Otro cliché absoluto es el de las promesas incumplidas y traicionadas.

–Es cierto que el filme no es otra cosa que el trabajo de un duelo, pero es también un ejercicio íntimo por parte de Vitalina sobre qué hacer frente a la traición, un sentimiento que obliga a reflexionar muy bien sobre cómo filmarlo debido a las posibles reacciones que despierta en el traicionado.

–Sí. Es una experiencia y una trama que alternan muchas temperaturas: se pasa de una situación violentamente fría a otra caliente. No tengo ninguna teoría, nunca pensé en esto, es algo con lo que me encontré y me tomó por sorpresa, sin tener mucha conciencia. Necesito seguir lo que sucede en el rodaje y no tengo suficiente tiempo para pensar. A veces prefiero percibir un sentimiento, una cierta temperatura, como la ostensible rabia de Vitalina ante la suprema cobardía de su marido, como si pensara: “Fuiste tan cobarde que te mataste”, porque se puede ver como una fuga y un suicidio.

Y es también una suprema aunque contenida declaración de amor. Pasado el tiempo, siento que el filme resultó una forma por la cual ella pudo enseñar su luto. Los caboverdianos tienen la costumbre de atravesar las ceremonias fúnebres con gran intensidad: el lugar del altar, la ceremonia en el cementerio, el acto de abrazar el cuerpo del difunto, el llanto desconsolado, algo muy alejado del europeo de hoy, para quien esas experiencias están relacionadas con apreciaciones de descarte.

–¿Y cómo fue el trabajo propiamente dicho?

–Creo que con Vitalina creamos una especie de pequeño teatro doméstico en donde pudo, por ejemplo, erigir el altar que no había podido hacer en la realidad. Pues así, pasadas unas semanas, Vitalina pudo conjurar, fraccionar y pensar, como has señalado, el miedo y la traición: ¿qué es y cómo resulta esa modalidad de traición? Cuestionar, hacer preguntas, más bien preguntarse y hacerlo en voz alta y también sin un destinatario.

Creo que hubo momentos en los que Vitalina estaba realmente hablando con Joaquim, y en principio eso era posible porque había una cámara, porque estaba ahí y también el micrófono, instrumentos de pasaje para el mundo de los vivos y los muertos.

No sé qué piensa Vitalina del cine, pero sé que fue gracias al cine que pensó en una forma de transmisión, y así le habló a él, habló para ella.

–Esto parece coincidir con la forma en sí del filme, como si hubiera una extensión formal de lo que ella experimenta y lo que a su vez necesita.

–Toda la cuestión de la luz en el filme es algo que se ha debatido. Nosotros trabajamos sobre la luz muchísimo. Cada vez que se entra a la casa de Vitalina, se intentaba repetir la forma en la que ella veía su casa, buscando que la luz fuera la que ella percibía de día o de noche. Era luz que trabajaba sobre el filme.

–Entiendo que usted escribió el filme en colaboración con ella.

–Sí. Tal vez haya un error en cosas que he dicho a lo largo de los años. Yo estoy tan a favor del argumento como lo estaban Ernst Lubitsch o Samson Raphaelson; sé de este último más que mucha gente y puedo discutir con los guionistas estadounidenses a la par y mucho más que mis colegas. Puedo no ocuparme, ni pensar, ni escribir, porque tengo la suerte de que tengo todos los días la narración en sí enfrente de mí, del modo en que surge de Vitalina y Ventura, fabulosos guionistas. De lo que ellos y otros dicen se puede narrar cualquier cosa. Cuando yo me arriesgo a filmar algo así, sé que tendré qué contar.

–Querría referirme al tiempo elegido para presentar a Vitalina en el filme: once minutos. Tras el plano de apertura, contundente y extraordinario, en el que vemos una procesión atravesando un pasillo en la noche, conocemos primero a los vecinos, hasta llegar a esa secuencia increíble en la que Vitalina baja del avión como si fuera miembro de una realeza sin nombre. Hay ahí una lectura irónica de esa llegada, como si apuntara a los poderosos. ¿Se trató solamente de algo irónico?

–Vitalina me contó la llegada a Portugal. Consideré que su arribo tenía que ser en el interior del avión. En medio del rodaje pensé en hacerlo, y, por consiguiente, poner en escena lo que ella contaba en Cavalo Dinheiro.

Después pensé que no hacía falta porque ya estaba contado. Pero sí, pensé en lo que dijiste, incluso hasta pensé en el Papa, también en Tom Cruise. Fue una forma de persuadir a las personas del aeropuerto, porque si se invoca a Tom Cruise, ellos perciben una dimensión mítica o una carga sobrenatural, como si se estuviera por emprender algo trascendente. También en el Papa, los presidentes, y no puedo tampoco negar un tono buñueliano. Sabía que tenía que llegar descalza, con los pies descubiertos. Y también pensé en las manos vacías de Ventura. Pensé que entre esas dos figuras había una rima.

–Jacques Rancière ha dicho algunas cosas sobre su cine. Su tesis pasa por un cambio de posición sensible en la modalidad de representación por la que se reorganiza el lugar de esos hombres y mujeres, como Ventura y Vitalina, quienes dejan de habitar en las sombras y adquieren una cierta visibilidad. En esa operación estética, Rancière sitúa la fuerza política de sus películas. ¿Qué lectura tiene sobre la interpretación del filósofo?

–Siempre tuve la sensación, aun antes de El cuarto de Vanda, de que, cuanto más singular fuera el sufrimiento de la protagonista, más político sería el filme. El sufrimiento siempre tiene que ser singularizado. El verdadero trabajo consiste en no dejar pasar ni un cliché a propósito de esto. Me parece que Rancière percibe eso, pero lo dice de un modo más sofisticado. Responde a cosas que siento, por ejemplo, al imaginar a Ventura en un museo. Tuve una vez más la suerte de que el propio mundo coloca lo que necesito frente a mí, y sí, me he hecho el tiempo para trabajar de una forma. Y lo que vi es a Ventura en un museo de Viena, como vos o yo podemos vivirlo. Tenía el mismo brillo en sus ojos, una emoción, un éxtasis estético frente a las obras exhibidas, algo que no solemos pensar ni imaginar en el proletariado, como lo diría Jacques Rivette.


PEDRO COSTA (LISBOA 1959, CINEASTA)
Abandonó sus estudios de Historia para cursar con el poeta y cineasta António Reis en la Escuela de Cine de Lisboa. Ha dirigido, entre otros, los filmes O Sangue (1990), Casa de Lava (1994), Ossos (1997), No quarto da Vanda (2000), Où git votre sourire enfoui? (2001), Juventude en marcha (2006), Ne change rien (2009), Cavalo dinheiro (2014) y Vitalina Varela (2019). Sus películas fueron premiadas en los festivales de Locarno, Cannes, Venecia y Mar del Plata, y se realizaron retrospectivas de su obra en el Lincoln Center, la Cinematheque Française y la Tate Modern.

PELÍCULAS RECOMENDADAS: La séptima invasión lusitana

Para los cinéfilos porteños, diciembre está teñido de fotogramas llegados de Portugal, un pequeño país que ha prodigado cineastas de un calibre inigualable. Y en esta séptima edición, la muestra ha alcanzado su cénit: el cineasta más destacado del cine lusitano (y contemporáneo), Pedro Costa, estará presente: se exhibirán sus tres últimas películas, ligadas indirectamente al foco que reúne su sección, el poscolonialismo.

Costa no será el único cineasta presente. Ivo Costa presentará Alva, Sousa Dias hará lo mismo con Fordlandia Malaise, y Manuel Mozos estará en la sala cuando se exhiba A Gloria de Fazer Cinema em Portugal y Ruínas, dos títulos imprescindibles de la oferta general. Aquí, las tres películas recomendadas.
  • A Portuguesa, de Rita Azevedo Gomes
El relato se circunscribe a la espera de una mujer por su esposo (con los riesgos del caso), cuyo deber (y placer) consiste en ir a la batalla, y la desconexión inicial entre ambos tras su dramático regreso de la guerra, ya que ha sido herido en el frente.

Dicho así, la universalidad del nudo narrativo puede transcurrir tanto en el remoto pasado como en el presente o en el futuro, pero la elección de un impreciso siglo XVIII europeo habilita un despojo general de la puesta en escena en la que Gomes prioriza la composición de tableaux vivants y no tanto la resolución narrativa de la trama, virtud estética de una contundencia visual imposible de ignorar, disponible al placer óptico de quien reconoce en el cine algo más que la voluntad narrativa. Sobre los meticulosos encuadres, se añaden instantes lúdicos en los que la mítica Ingrid Caven, siempre asociada a Fassbinder, entona versos que diluyen el encantamiento de la representación a través de un ejercicio de distanciamiento que complejiza la simpleza del relato.

  • A flor do mar, de João César Monteiro
En este quinto largometraje, el cineasta más inclasificable de Portugal aún no había hecho de la perversión una estética ni de sí mismo un vehículo corporal que fuera su emisario, aunque hay algunos indicios en este filme, que parece más que nada la transcripción onírica del ánimo de la protagonista principal. Laura, quien perdió a su marido un tiempo atrás, decide dejar Roma e irse al sur de Portugal a una casa marítima junto con sus tres hijas. En un día de playa, durante la mañana, se encuentra con un hombre herido que llega hasta la costa en un bote de goma. Poco antes de esa escena, las noticias informan que un líder de la Organización para la Liberación Palestina fue asesinado. Roberto habla inglés y tiene un revólver, lo que no impide que gane el corazón de las hijas y de otros allegados. En estas coordenadas simbólicas, alimentadas por mitos, citas literarias y guiños cinéfilos, el relato persiste en su lógica inconexa pero amable hasta el final, alternando hermosas secuencias de una perfección formal que no se explicita y varias situaciones entre inexplicables y enigmáticas.

  • Forlandia malaise, de Susana de Sousa Dias 

Los primeros minutos de este breve ensayo sobre las perversiones del capitalismo del siglo pasado son una dolorosa maravilla. La sucesión de planos fijos sobre una tierra devastada comienza a tomar ritmo a medida que la elección musical se apodera de la puesta en escena y es a través de la música que los planos adquieren movimiento en su propio interior.

Es el preludio a una radiografía de la prescindente concepción capitalista según la cual la tierra es apenas un recurso, y lo que hizo Henry Ford en la Amazonia brasileña a fines de la década del 20 del siglo pasado apuntala una forma de vida insostenible que se vindica en cada ocasión que alegremente se convalidan las políticas económicas dominantes en el siglo XXI. Este ensayo sobre la pretendida ciudad utópica que habría de dar trabajo a muchos hombres y mujeres en torno al monocultivo del árbol del caucho, aquí vista en el pasado (archivos) y en el presente (registros diversos) tiene el poder político de todas las películas de esta directora lusitana.

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