Di Tella en los medios
Clarin.com
29/11/19

Chile: la reforma que viene

Por Roberto Gargarella

Frente a la convocatoria del presidente chileno para reformar la Constitución, el profesor de la Escuela de Derecho escribió acerca de los cambios que considera necesarios. "La Constitución chilena no sólo requiere adoptar una declaración de derechos propia del siglo XXI, sino que necesita acercarse a ella ajustando de forma acorde su organización del poder". señaló Gargarella, a la vez que advirtió sobre su "virtual ausencia de herramientas participativas".

Jaime Guzmán, el temible jurista del pinochetismo, declaró en 1979, poco antes de que se aprobara la Constitución (militar) de 1980: “La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque…el margen de alternativas que la cancha les imponga a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido como para hacer extremadamente difícil lo contrario”.

Pocas veces en la historia del constitucionalismo apareció una declaración semejante, de alguien que se animara a presentar a la Constitución de ese modo: como la cárcel de la democracia.


SANTIAGO, 12 noviembre, 2019 (Xinhua) -El presidente chileno, Sebastián Piñera, convocó a un acuerdo para reformar la Constitución "clara participación ciudadana".

La Constitución fue pensada entonces como una forma de impedir que la sociedad decidiera, democráticamente, sobre su propio destino: los adversarios sólo podrían jugar el juego si lo hacían de un modo aceptable para el gobierno militar de turno.

Dados los modos (procedimientos) no-democráticos con que se escribió la Constitución de 1980, y los contenidos (anti-democráticos) que abiertamente se le incorporaron, dicha Constitución debe cambiarse, y la actual crisis de la democracia chilena resulta una excepcional oportunidad para hacerlo.

En lo que sigue (y pidiendo las disculpas necesarias, propias de un “extranjero” que habla del derecho de otro país), diré por qué es importante que Chile re-escriba su Constitución, dándole vida a una democracia que, todavía hoy, se encuentra “bajo custodia” constitucional.

Sobre la lista de derechos (una de las dos grandes partes de las que se compone cualquier Constitución) diría que la de Chile es tal vez la más deficitaria de toda América Latina. Ello así, tanto como por lo que ella incluye, como por lo que ella omite. Resulta notable, en la actual Constitución, no sólo la negación del carácter multicultural del país (como si le avergonzara serlo); sino también la virtual ausencia de compromisos fuertes en materia de derechos sociales y económicos, compromisos que cualquier país latinoamericano exhibe, orgullosamente, como trofeos.

La Constitución chilena asombra por la virtual ausencia de herramientas participativas; las trabas a la negociación sindical (por ramas de actividad); la prohibición de la huelga de los empleados públicos; el bloqueo a las prestaciones plenamente públicas en salud.

Mucho peor que eso, su lista de derechos enumera tales protecciones como si estuviera obligada a reconocer lo que el pueblo no merece, por lo cual rodea a la misma de negativas asombrosas (un ejemplo: en unos 20 casos, la Constitución usa la idea de “conductas terroristas” para justificar la limitación de derechos).

Sobre la organización del poder (la segunda parte fundamental de la cual toda Constitución se compone), encontramos un problema que ya es común a toda América Latina: una “sala de máquinas” que se preserva cerrada, y que mantiene intocados los rasgos de elitismo, exclusión, y concentración del poder que eran propios del constitucionalismo oligárquico de fines del siglo XVIII. Un riesgo que se advierte al respecto es que, frente a los obvios déficits que muestra su declaración de derechos, Chile pase a reincidir en el otro defecto que es propio de todo el constitucionalismo regional, desde 1917 y hasta hoy: “reparar” las viejas Constituciones anexándoles generosas listas de derechos, pero sin cambiar de modo acorde la organización del poder.

Como si fuera posible o deseable preservar ese constitucionalismo esquizofrénico, de declaraciones de derechos abiertas, progresivas, y democráticas, de la mano de una organización del poder elitista, verticalizada, autoritaria.

En este sentido, la Constitución chilena no sólo requiere adoptar una declaración de derechos propia del siglo XXI, sino que necesita acercarse a ella ajustando de forma acorde su organización del poder. Y ello demanda, al menos, dos cosas fundamentales.

Primero, exige dejar de lado, de una vez por todas, esa “cancha” inclinada que diseñara Jaime Guzmán para impedirle jugar al contrario (un “dejar de lado” que requiere eliminar los últimos rastros los “enclaves autoritarios” del modelo anterior, visibles en los quórums desmesurados de la Constitución de 1980).

Segundo, ello exige evitar el “error latinoamericano” en el que insistimos desde hace más de un siglo, que consiste en conceder (al decir de Rosalind Dixon) “derechos como sobornos”, esto es decir, responder a las presiones sociales con la “entrega” de derechos, que se “conceden” como mero medio para mantener una organización del poder cuasi-monárquica (algo agravado, en Chile, con un Presidente todo-poderoso; y una organización judicial -coronada por un Tribunal Constitucional- jerárquica y autoritaria como pocas en el mundo).

La reconstrucción de la organización del poder necesita realizarse, sobre todo, en los términos democráticos que aparecieron desdibujados en 1925; que resultaron sofocados en 1980; y que permanecen inertes desde entonces. Por ello, el principal problema que enfrenta el constitucionalismo chileno, en la actualidad, no es el de “reparar” su declaración de derechos (algo que debe hacer con urgencia); ni el de “remediar” la pobre y dañada estructura de controles (ídem); sino, primeramente, el de “revivir” el componente democrático del derecho, que hoy sigue “prisionero” del constitucionalismo.

Más todavía: ese “renacimiento” democrático no podrá lograrse a través de golpes sobre la mesa, ni por algún pase de magia destinado a convertir en gesto democrático lo que viene a negarlo: la democracia no se realiza de un día al otro, ni con quórums super-mayoritarios, ni plebiscitando nada (mucho menos, una Constitución de cientos de artículos, lo que implica normalmente la “extorsión” de verse obligado a votar por lo que se rechaza, con el objeto de conseguir lo que se desea). La democracia merece realizarse de otro modo: conversando como ciudadanos iguales, sobre los detalles y matices de todo lo que debe ser discutido.

Roberto Gargarella es sociólogo y constitucionalista. Profesor de la UBA y la UTDT .