Di Tella en los medios
Clarín
24/11/19

Entre Uruguay y Bolivia

El profesor emérito del Dpto. de Ciencia Política y Estudios Internacionales se pregunta cuál es el diferencial de Uruguay, que este domingo acudió a las urnas para la segunda vuelta de elecciones presidenciales, en contraste con la situación boliviana posterior a las últimas elecciones presidenciales. "El contraste que opone Bolivia y Uruguay traza a su vez la línea divisoria entre, por un lado, una crisis de legitimidad y, por otro, una legitimidad adquirida mediante un arraigado comportamiento cívico", apunta Botana.

Mientras en Chile la clase política busca trabajosamente un pacto constitucional y Bolivia estalla, en este domingo la ciudadanía uruguaya concurre en paz a las urnas para confirmar el largo predominio del Frente Amplio, o bien para dar paso a una alternancia ante la posible victoria de una coalición opositora encabezada por el Partido Nacional y su candidato Luis Lacalle Pou.

El contraste que opone Bolivia y Uruguay traza a su vez la línea divisoria entre, por un lado, una crisis de legitimidad y, por otro, una legitimidad adquirida mediante un arraigado comportamiento cívico.

¿De qué se trata? Muy simple: de respetar a rajatabla las reglas de sucesión propias de una democracia que descansa en la expresión periódica de la soberanía del pueblo. Cuando las reglas de sucesión no son acatadas se abre la Caja de Pandora de la violencia recíproca. Es lo que pasa en Bolivia y no acontece en Uruguay.


Es difícil comprender esa súbita descomposición en Bolivia si no tomamos en cuenta las consecuencias que desencadenan las hegemonías personalistas y, por ende, el impulso que, desde de nuestro pasado, cobra la ambición de la presidencia perpetua.

Es curioso y al mismo tiempo premonitorio: la primera constitución que redactó Bolívar para la naciente república que evocaba su nombre (Bolivia), en 1826, pretendió instaurar sin éxito un régimen de presidencia perpetua con control de la sucesión: el presidente, “sol del sistema” como lo llamaba Bolívar, designaba al vicepresidente que habría de sucederlo.

El proyecto bolivariano no fue aceptado aunque tuvo larga duración. América Latina es, en efecto, un sepulcro de intenciones hegemónicas donde sobresalen, en el curso de los siglos, tanto la inclinación a instaurar un mando indefinido como las contradicciones que nacen de esa voluntad reeleccionista.

Con ello queda en claro que, para la presidencia perpetua, no hay reglas de sucesión que merezcan ser respetadas salvo las que el propio líder pretende imponer.

Es lo que buscó Evo Morales en Bolivia supeditando a esa pretensión lo mucho que ese presidente había representado: un populismo responsable en materia económica, un afán de consolidar un Estado en el cual conviviesen múltiples etnias, una recreación frustrada de un pluralismo asentado sobre una sociedad radicalmente heterogénea.

Todo ello quedó sepultado por ese afán de atrapar para siempre la presidencia. Así se desató una polarización de la peor especie, teñida de imágenes religiosas, de banderas opuestas y de un racismo que, desde sus orígenes, viene recorriendo la historia boliviana.

Como ha dicho el domingo pasado en este diario el ex presidente de Uruguay Julio María Sanguinetti (agente decisivo de la estrategia para armar en su país una coalición opositora): “la esencia [de lo acontecido en Bolivia] es que un presidente que pretendía entronizarse por todos los medios a su alcance culminó en una situación de abuso de poder, de fraude electoral que precipitó las cosas”. Al borde de ese precipicio, si no surge algún atisbo de prudencia, está Bolivia.

Confiemos en que, en última instancia, la razón publica pueda apaciguar las pasiones e impedir el retorno del arbitraje forzoso del poder militar. Ya sabemos a qué conduce esta intromisión provocada por el desborde de las facciones.

El escenario de las pasiones sin frenos institucionales no se aclimató en la otra orilla del gran estuario. Salvo prueba en contrario, Uruguay es hoy la gran excepción en América del Sur. Es cierto que, como nosotros, tuvo que atravesar la prueba de la dictadura; también es cierto que, luego de una transición entre el poder militar y el poder civil encarnado en sólidos partidos, los derrotados de ayer, que sufrieron cárcel y persecución, no llegaron al gobierno con propósito de revancha sino con espíritu de convivencia.

La clave para perfeccionar ese espíritu reside en una de las paradojas de la democracia: un compuesto de atributos contradictorios en virtud del cual la ambición de ganar en comicios honestos (no hay, en efecto, democracia sin ese apetito de poder) es moderada por una ética de la derrota. Gracias a ella los vencidos en dichos comicios dejan el poder sin sobresalto alguno. Inútil combinación, dirán los adictos a la dominación hegemónica que, sin embargo, resalta la deferencia institucional como la contracara del reeleccionismo perpetuo.

Para afianzar esa cultura política es preciso un largo aprendizaje al cual le ha prestado ayuda un sistema de partidos que, en la actualidad, conforman dos coaliciones en busca de apoyo mayoritario.

Mas allá de conflictos y controversias estas coaliciones han convergido para desarrollar varias políticas de Estado que atemperan, con una oferta de bienes públicos, las concentraciones de ingreso características de este ciclo de mutación tecnológica y globalización financiera. Esta oferta ha tenido falencias (la inseguridad, la caída de la economía), pero no ha llegado a los extremos de la sociedad chilena, inmersa en una explosión de las expectativas de ascenso y en una rebelión de amplios segmentos de deudores.

Aun frente al aumento exponencial de homicidios, todo parece en Uruguay más calmo ¿Serán estos los beneficios de un pacto macroeconómico atento a la inclusión social en un mundo propicio al crecimiento de las desigualdades? Daría la impresión de que este es el gran desafío de las democracias en el siglo XXI siempre que en ellas se defienda un acuerdo compartido acerca de las reglas de sucesión. De ese acuerdo fundamental se desprenden acuerdos posteriores de políticas publicas. Sin esa plataforma esos acuerdos sucumben y se los traga la inestabilidad.

Confiemos en que, de este modo, se cuide en tierras orientales el hilo de seda de la legitimidad pues ya sabemos, como decía un viejo historiador, que cuando se rompe esa obra del arte político llegan en su lugar las cadenas de hierro de fraudes, proscripciones, odios recíprocos y, al cabo de tanto daño, la emergencia de nuevos autoritarismos.

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