Di Tella en los medios
Clarín
29/04/19

Promover el diálogo democrático, más allá de las elecciones

Por Roberto Gargarella

"Las elecciones constituyen una condición necesaria pero muy insuficiente para el robustecimiento del diálogo democrático. Porque queremos más democracia, necesitamos ir más allá de las elecciones", escribe Roberto Gargarella, profesor de la Escuela de Derecho UTDT.

En las conclusiones de su último libro (¿Por qué tomarse la molestia de hacer elecciones?), el gran cientista político polaco Adam Przeworski –visitante frecuente de nuestro país- sostiene lo siguiente: “los gobiernos pueden perseguir muchas políticas diferentes, pero los ciudadanos sólo tienen un instrumento para controlarlos: el voto? Al final de cuentas, el voto no puede –ni en su función prospectiva, ni en su función retrospectiva- asegurar que los gobiernos se vean inducidos a promover el interés ciudadano” La observación de Przeworski es muy relevante, entre otras cosas, porque revela de qué modo nuestras democracias han ido perdiendo espesor y sentido. Sin necesidad de idealizar los tiempos pasados, que no fueron ideales, sí puede decirse que, desde los orígenes mismos del constitucionalismo, la democracia recibió un significado muy diferente al que le asignamos nosotros.

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Tal vez la diferencia más importante entre el pasado y nuestros tiempos sea la siguiente: en sus orígenes, la idea de democracia no comenzaba ni mucho menos terminaba con el mecanismo de las “elecciones periódicas.” Las elecciones periódicas (práctica con la que hoy, lamentablemente, se identifica a la democracia) representaban apenas una mínima porción de los requerimientos del “autogobierno colectivo”.

Sin pretensiones de exhaustividad (ni asumiendo de modo alguno que las demandas de hace dos siglos atrás deban ser consideradas las demandas de hoy), mencionaría a algunas de las herramientas en las que se pensara entonces para tornar posible el autogobierno: “instrucciones” obligatorias a los representantes; revocatoria de cargos; mandatos anuales; rotación obligatoria; “asambleas municipales” o “town meetings”; jurados para cuestiones constitucionales; etc. Más todavía: muchos de nuestros antecesores asumían que ninguna de estas herramientas institucionales tenía sentido sin precondiciones morales y económicas adicionales.

Para no abundar demasiado, señalaría simplemente que nuestros antecesores “republicanos” tomaban como prerrequisito para el funcionamiento de todo el andamiaje institucional al “cultivo de la virtud cívica”, asumiendo que sin ciertas cualidades morales (sin la disposición a comprometerse con los asuntos públicos) ningún sistema republicano podía sostenerse.

Notablemente, ellos no pensaron, ingenuamente, que la “virtud ciudadana” se alcanzaba simplemente invocándola, o levantando el índice acusador contra los “poco comprometidos políticamente”. La virtud cívica requería a su vez de otras condiciones “materiales”, que incluían cierta igualdad básica en la distribución de los recursos económicos.
En síntesis, no se entendía entonces a la “democracia” como sinónimo de “elecciones periódicas.” Las elecciones periódicas representaban sólo una parte muy pequeña de todos los requerimientos morales, económicos e institucionales propios de un sistema democrático orientado a hacer posible el “autogobierno” o una “deliberación inclusiva”.

Dos grandes “lecciones” se derivan de la breve historia anterior. La primera nos dice que las elecciones periódicas hoy portan sobre sus espaldas una carga imposible de sobrellevar. Dicha “carga” –la de expresar y ayudar a consagrar la voluntad ciudadana- antes se repartía entre instituciones y prácticas diversas, lo cual tornaba al “autogobierno” más asequible, y a la vez daba mayor sentido a las elecciones.

Antes se trataba de votar, pero también de intervenir en las asambleas barriales; de utilizar las palancas disponibles del control sobre el poder; y de participar en la decisión de asuntos públicos sobre los cuales los ciudadanos tenían la oportunidad de intervenir. Hoy sólo nos queda el voto.

Por tanto – como nos señalara Przeworski terminamos inevitablemente desencantados con el valor del “voto periódico”: él no nos asegura –ni podrá asegurarnos nunca- todo lo que pretendemos de él. O, para decirlo de otro modo: antes se pretendía vincular a ciudadanos y representantes a través de una multiplicidad de “puentes” que, con el paso del tiempo, resultaron “incendiados” o “tirados abajo.” Hoy nos queda un “único” puente institucional para transitar, y el mismo implica votar de vez en cuando.

La segunda “lección” que mencionaría es la siguiente: cuando hoy se nos propone “revivir” a nuestras alicaídas democracias, se suele oscilar entre propuestas destinadas al fracaso (típicamente, “revitalizar los partidos políticos”); y propuestas tan absurdas como inaceptables, siendo la más común de todas ellas la de convocar a más elecciones o “consultas populares.” Este tipo de propuestas (que no por nada suelen entusiasmar, más que a nadie, a quienes están en el poder y deciden cómo organizarlas) implican, como ahora sabemos, volver a tocar siempre la misma cuerda.

La historia, sin embargo, nos enseñó otra cosa: las elecciones constituyen una condición necesaria pero muy insuficiente para el robustecimiento del diálogo democrático. Porque queremos más democracia, necesitamos ir más allá de las elecciones. 

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