Di Tella en los medios
Clarín
26/08/18

Una república sin constitución moral

El profesor emérito del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales escribió sobre cómo el caso de los cuadernos de la corrupción afecta "la constitución moral de la república". En un mes en el que se han descubierto entramados políticos escandalosos, Botana asegura: "Hay una parte del pueblo que, por haber disfrutado un pasado mejor, o por ceguera ideológica, consiente la corrupción y la justifica".

La Argentina padece hoy una doble ausencia. Persisten las libertades públicas y el sistema electoral, pero al derrumbe de la constitución económica se ha sumado la endeblez de la constitución moral de la república. Sin ella, sin esa orientación de las costumbres hacia el bien general de la ciudadanía, la república hace agua. El vacío es pues cada vez más profundo y si aumenta como lo está haciendo, las tormentas que nos aquejan pueden transformarse en huracanes que arrasen con todo.


No quiero abundar en el escándalo de los cuadernos del chofer Centeno, sobre el cual el periodismo ha hecho un trabajo ejemplar. Me importa más internarme en el pozo maloliente de la corrupción.

Como decían los clásicos: la corrupción es, ante todo eso, un cuerpo político que se pudre y despide un olor nauseabundo. Esto nos indica que en la república no se debe manosear hasta extremos vergonzosos el valor de la virtud ni vulnerar el sistema representativo y la división de poderes. Si se consumen esas reservas, el único concepto de virtud que permanece es el que alude a la prepotencia y astucia para pulsar el instrumento del poder.

Este último sentido es el que hoy se revela: gobernantes de baja estofa, que han desatado su codicia y acrecentado su afán de dominación, envolviendo esas operaciones con relatos que predican palabras grandiosas: liberación, justicia social, combate a los poderosos, defensa del pueblo. Si de entrada la corrupción pervierte la conductas, de inmediato pervierte las palabras.

El enmascaramiento duró hasta que el ejercicio de la libertad de prensa, que el kirchnerismo no pudo desmantelar, lo puso en evidencia. Así, se ha desatado este nudo con varios cabos. Los más conocidos son los gobernantes, los empresarios que se prestan al juego sucio y los jueces que garantizaban la impunidad. Solemos olvidar, sin embargo, un cuarto componente: la parte del pueblo que, por haber disfrutado un pasado mejor, o por ceguera ideológica, consiente la corrupción y la justifica. Entre estos cuatro factores debe haber reciprocidad, tanto en la faz pública como en la trastienda del poder. La clave es que el circuito funcione y que la parte del pueblo leal sobreviva en el engaño o en la expectativa de recuperar un pasado más gratificante que los afligentes días de inflación y desempleo.

Lo que acaba de ocurrir y tiene en vilo a otra parte del pueblo, diametralmente opuesta a la anterior, es que algunos jueces hayan quebrado la impunidad reinante, mientras los indagados del lado empresarial y algunos capitostes del lado político claudican y declaran. Si se desvanece el pacto mafioso de la omertà, el montaje de la corrupción sin duda se resquebraja, aunque cuente a su favor con varias defensas: la extrema lentitud del laberinto judicial, los períodos electorales cortos que marcan intensamente el ritmo de los comicios y la decisión del Senado que, por ahora, no desafora a sus miembros sin sentencia definitiva en los procesos judiciales.

Estas son defensas institucionales a las que se añade el respaldo popular que, por ejemplo, conservan Cristina Kirchner y seguidores. A ellos los asiste nuestra frágil constitución económica y la experiencia que advierte que una economía en crisis arrastrar consigo a los gobernantes. Comprueban asimismo que los efectos del tiempo económico son igualmente cortos y no dan al oficialismo respiro, mientras el tiempo judicial, por ser en extremo largo, les permite sobrevivir tras los fueros. En esta estrategia participan legisladores y gobernadores adictos.

Este patético "estar en veremos" resulta del fracaso de las políticas económicas y de que carecemos de una alternancia responsable y de un pacto político para salir de este marasmo. Sin constitución económica, sobrevivimos a la intemperie en una decadencia que hiere a la democracia en sus promesas más sentidas; sin constitución moral, chapoteamos en un régimen oligárquico de políticos, empresarios y jueces venales.

Cuando esta clase de oligarquía se impone, la democracia se difumina en la conciencia ciudadana, crece la desconfianza colectiva y se evaporan las creencias en torno a la legitimidad del régimen político. Aún no hemos descendido a ese nivel de disolución, pero no seamos tan ingenuos para suponer que la democracia permanecerá entre nosotros por siempre jamás. Error: como los seres humanos, las democracias son también mortales. Nuestra historia ya lo sabe.

¿Qué nos queda pues por delante? Un esfuerzo doloroso por mantener el rumbo y vencer a los que emplean la táctica de cuanto peor mejor. Las reservas en esta línea de acción son pocas. Padecemos la ilusión de dar por cierto que si hemos caído en picada luego nos levantamos. Olvidamos que esa recuperación siempre se produce desde un escalón más bajo en la pendiente de la decadencia. Nos recuperamos coyunturalmente, pero seguimos cayendo.

En este desbarajuste, el gobierno de Cambiemos tiene una ventaja y una oportunidad. La ventaja, obvia, es que, a diferencia de Brasil, no es este gobierno el principal implicado en los procesos de corrupción (aunque el primo del Presidente participe de la danza de arrepentidos). La oportunidad es, en cambio, más exigente. Consiste en que el político de ocasión se convierta en el hombre de Estado que se desprende del interés particular y afronta en soledad el trabajo de gobernar en función del bien general. Esto es ser incorruptible.

Cuando la corrupción arrecia, de nada vale en el combate encubrir amistades personales, vínculos familiares o redes empresariales en las que el Presidente fue miembro conspicuo.

Esta actitud constructiva está en las antípodas de un gobierno aventurero, como el que ahora desfila en tribunales, que actúa en banda, o en asociación ilícita, para apropiarse de los recursos públicos.

Esta clase de aventureros sigue todavía agazapada a la espera de que el espíritu constructivo fracase. Impedirlo es tarea ímproba, pero no imposible si además la Justicia se pone de pié. 

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