Di Tella en los medios
Clarín
24/06/18

Una economía escurridiza para una Argentina eternamente púber

"Sin moneda legítima ni solvencia fiscal lo que tenemos y vemos a diario es una democracia escurridiza que no puede fijar objetivos a largo plazo ni, como siempre se repite, políticas de Estado", argumenta el profesor emérito del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales UTDT.

Cuando, en medio de esta turbulencia cambiaria, el Gobierno propició otro Gran Acuerdo Nacional (un enunciado que de inmediato modificó) no hizo más que reanudar, con escasa imaginación semántica, una trayectoria en que acertaron los pactos políticos y fracasaron los pactos económicos.

Pese a los enormes desafíos que hemos soportado desde 1983, la constitución política de la democracia ha prevalecido. Más de tres décadas de experiencia han generado consensos que se consolidaron en episodios cruciales como el acuerdo anterior a la instauración de la democracia de Perón- Balbín, el respaldo unánime de las oposiciones que tuvieron Alfonsín y Menem durante las rebeliones militares y la sabiduría práctica de la dirigencia luego del colapso de principios de siglo. No sólo eso: aunque frágiles, las instituciones soportaron, sin embargo, el embate de varios impulsos hegemónicos y permitieron que prevaleciera la alternancia.

A los tropezones, la praxis política logró defender la expresión de la ciudadanía en elecciones sinceras, lo cual afianzó la vigencia y expansión de un concepto amplio de derechos humanos, como hemos visto recientemente a raíz de la polémica media sanción de la norma que legaliza el aborto.

Diferente es, en cambio, el derrotero de la constitución económica porque mientras en la otra se fue formando una historia de imperfectas coincidencias, en esta hay una historia de perfectos fracasos.

Es claro que esto se debe a múltiples causas; pero lo que más llama la atención, en vista de esta interminable sucesión de crisis grandes o pequeñas, es la incapacidad de la dirigencia política para poner en ejecución un acuerdo razonable en torno a la moneda y a la solvencia fiscal. Esta dificultad para entender la dimensión económica de la política ratifica el aserto de De Gaulle en sus Memorias de esperanza: “La política y la economía están ligadas entre sí, del mismo modo que la acción y la vida”.

En esa ligazón, pensaba De Gaulle, la moneda era “el criterio de la salud económica y la condición para el crédito. Su solidez garantiza y atrae el ahorro, fomenta el espíritu de empresa, contribuye a la paz social, consigue influencia internacional, pero su debilidad desencadena la inflación y el derroche, ahoga el crecimiento, provoca disturbios y compromete la independencia”. Esto no lo decía un economista; lo afirmaba un hombre de Estado. Obviamente, esta propuesta se apoyaba en el carácter excepcional de una autoridad carismática.

En estos días, en Argentina y en el mundo, estos fenómenos se apagan o buscan perdurar al estilo de nuevas caricaturas como Chávez o Maduro y, en una instancia mucho más compleja aún, sujeta —esperamos— a reglas de control republicano, como al del mismo Donald Trump.

En el clima de este tiempo no hay que soñar con el expediente de un salvador de la patria sino con una empresa colectiva de dirigentes dispuestos a ceder y a pactar. Parecería que no hay otro camino salvo que se insista en conquistar el poder sobre un legado de escombros, apostando a la política de lo peor.

Este recorrido de frustraciones, si bien no ha puesto en duda la vigencia política de la democracia, ha destruido su estructura fundamental, acaso la única que puede morigerar los conflictos y encauzarlos hacia el horizonte del bien general. Sin moneda legítima ni solvencia fiscal lo que tenemos y vemos a diario es una democracia escurridiza que no puede fijar objetivos a largo plazo ni, como siempre se repite, políticas de Estado.

No hay medios consistentes para alcanzar esos fines porque falta el resorte principal que brinda al Estado autonomía en el plano doméstico e independencia para intervenir en el sistema internacional. Tal vez haya sido necesario el arreglo con el FMI, pero ello ratifica el hecho de que somos el país más frágil —salvo casos extremos— en la actual coyuntura de guerras comerciales y aumento de la tasa de interés en los Estados Unidos y del precio del petróleo.
Esta debilidad congénita sólo puede ser superada por la estrecha unión entre política y economía que, por caso, predicaba De Gaulle.

No faltan ejemplos en la política comparada. Solemos referirnos a los Pactos de la Moncloa que respaldaron la difícil transición a la democracia en la España de los años ´70. Es un ejemplo valedero, aunque suele olvidarse su sentido inaugural; el mismo que bien podríamos haber puesto en obra en nuestro momento fundador de los años ‘80 y que, en verdad, nuestro contumaz faccionalismo no tardó en abolir.

Podrían haber caminos alternativos como los pactos tácitos para legitimar moneda y fisco gracias a los cuales los esfuerzos de un gobierno son continuados por el gobierno que lo sucede, dando lugar a una herencia virtuosa. Nada de esto aconteció en los últimos años si analizamos el pasaje de la política económica de Duhalde a Kirchner y de este a Cristina Fernández y, antes de esa década, el tránsito que tuvo la herencia de la convertibilidad de Menem a De la Rúa con su agónico final.

¿No deberían convocar estos ejemplos a una reflexión madura para levantar la mirada e insistir en la necesidad de un pacto constitutivo en torno a la moneda y al régimen fiscal? Este pacto debería enfocar, a su vez, dos cuestiones básicas. La primera, de carácter horizontal, alude a la manera como está organizado nuestro federalismo fiscal. Se ha avanzado al respecto, pero las asimetrías territoriales y la ausencia de una ley de coparticipación federal exigen no cejar en una tarea que debería comprender más de un período presidencial.

El segundo fundamento, de carácter vertical, toca de lleno a la Argentina corporativa y al el conjunto de privilegios por medio de los cuales empresarios y sindicatos buscan apropiarse de una renta inflacionaria. En esta trama, la figura de un Estado obeso y de pobre calidad burocrática refuerza esta ineficiencia.

Lo dicho exigiría promover madurez y responsabilidad compartida entre el Congreso y el Poder Ejecutivo en los duros meses que se avecinan.

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