Di Tella en los medios
Clarín
22/04/18

La oligarquía y la impunidad

"Si ese poder de pocos se ejerce también para unos pocos, librándolos por mil artilugios de las debidas sanciones, entonces la férula de la oligarquía se impone y deja a descubierto que, por intención o defecto, se está persiguiendo la impunidad", apunta el profesor emérito de la Di Tella.

Miembros de la Corte Suprema, el ministro de Justicia Garavano y el jefe de Gabinete Peña, en un encuentro reciente entre representantes del Gobierno y el máximo tribunal.
Miembros de la Corte Suprema, el ministro de Justicia Garavano y el jefe de Gabinete Peña, en un encuentro reciente entre representantes del Gobierno y el máximo tribunal.

Si nos atenemos a los indicios que proveen las encuestas, está creciendo entre nosotros la desconfianza hacia el Poder Judicial y, con ello, un sordo sentimiento de privación de justicia. Esta caída en picada de la confianza afecta gravemente, desde el punto de vista subjetivo, la legitimidad de las instituciones. Decía al respecto Karl Jaspers: “La legitimidad es como una magia que crea el orden imprescindible mediante la confianza”.

Por cierto, y a medida que pasa el tiempo, esa confianza es un bien escaso en nuestra democracia. El orden se resquebraja, los gobernantes se corrompen (aquí, en América Latina y, en general, en occidente) y la Justicia Federal suele presentar entre nosotros la imagen de una oligarquía que se conserva y reproduce, más atenta a sus propios privilegios que al interés común de la república.

El asunto tiene, por tanto, varias aristas. Suponemos -al menos así se enseñaba en la escuela- que el Poder Judicial es una pieza maestra en la tripartita división del poder político que estipula la Constitución Nacional. En el plano normativo, es un poder despojado de los atributos que caracterizan al Ejecutivo y la Legislativo. Si éstos, como escribió Hamilton en El Federalista (N° 78), tienen respectivamente la espada (vale decir, la fuerza) y la voluntad (vale decir, el impulso de la mayoría popular y parlamentaria), el Poder Judicial tan solo dispone del juicio.

En una primera aproximación, el juicio consiste en la aplicación del derecho a casos particulares y, sigue Hamilton, en “declarar el sentido de la ley”; pero si penetramos más a fondo en este argumento podemos comprobar que, para llevar a cabo esta operación, es preciso tener “integridad y moderación” para frustrar “expectativas siniestras” y granjearse “la estima y el aplauso” de la ciudadanía. En otras palabras, el juez debe obrar con “espíritu de justicia”, con un desprendimiento que ahuyente la ambición. No hay pues Justicia sin el respaldo ético de quien la encarna.

Hasta aquí Hamilton. Entre nosotros, con tantos hechos a la vista, nada de esto registra la percepción popular y el tono altamente polémico que está adquiriendo el debate sobre el Poder Judicial. Porque si, en contra de lo que afirma la teoría, se advierte que ese poder es ambicioso para sí, esa misma pasión lo conduce a corromper el ejercicio de sus funciones y a parapetarse tras privilegios que la costumbre y las leyes particulares han ido acumulando a lo largo de los años.

Estos fenómenos de corrupción ocurren por intención o por defecto. A cada vuelta de los escándalos judiciales nos enteramos de la acción de jueces federales venales (o sospechosos de ello) que encubren con un velo de impunidad a ex gobernantes con serias presunciones de corrupción.

Este maridaje entre poderes fractura los principios de integridad y moderación. Lo cual implica que los jueces propensos al cálculo político y al aumento no justificable de sus ingresos no son un buen ejemplo para la educación cívica. Al contrario, la envilecen.

No obstante, más allá de estos casos puntuales, hay otra fuente de malformaciones que contribuyen a crear la imagen de una corrupción judicial por defecto del sistema mismo. Los datos son elocuentes: según la auditoría integral sobre la Justicia Federal a cargo del Consejo de la Magistratura (se revisaron 10.000 expedientes entre 1996 y 2016), cerca del 90% de las causas por corrupción no llegan a tener ni un procesamiento, mientras el 54% de los casos de políticos imputados está pendiente de resolución.

Dada esta flagrante demora, acompañada por impactos mediáticos e investigaciones estrepitosas, daría la impresión de que basta con trasponer esa cortina de papel, armada con elementos propios del siglo XIX, para que nada o muy poco alcance el nivel de la sentencia definitiva. De aquí la metáfora tan difundida del laberinto judicial que no es otra cosa que la cantidad de trámites procesales que, al cabo, garantizan la impunidad de los poderosos.

De este modo, la insuficiencia del sistema, con sus intricadas reglas procesales, la pobre dotación de recursos o el secreto de la instrucción corren parejos con los privilegios de jueces que no pagan impuestos directos (ahora se procura modificar esta ley regresiva para los nuevos jueces) y gozan de abundantes vacaciones (aspecto con el que, obviamente, está de acuerdo el sindicato del ramo).

Cuando estos tres factores del mal gobierno - la venalidad, la ineficiencia y los privilegios- se combinan en una determinada circunstancia, se va delineando ante la opinión pública el perfil de la oligarquía. O mejor, en la vena del pensamiento clásico, en este trance asoma la tentación oligárquica ligada a la corrupción.

Desde tiempo inmemorial se declara que la oligarquía es una forma política viciada. Debido a que el tipo de democracia que hemos adoptado es de carácter representativo y que el Poder Judicial es una institución contra mayoritaria en cuanto a su modo de elección, la tentación oligárquica dentro de sus filas es una constante difícil de esquivar. Para salvar este escollo sería preciso que el Poder Judicial —un poder de pocos— ejerza su cometido como un poder al servicio de muchos. Como un poder, en definitiva, inspirado en criterios universales y no en criterios particulares y patrimonialistas. Pero si ese poder de pocos se ejerce también para unos pocos, librándolos por mil artilugios de las debidas sanciones, entonces la férula de la oligarquía se impone y deja a descubierto que, por intención o defecto, se está persiguiendo la impunidad. Esta es la cuestión crucial que hoy enfrentamos: que el “espíritu de justicia” se transforme en “espíritu de injusticia”.

Es una cuestión que interpela a los tres poderes de la Constitución: al Gobierno, al Congreso y al vértice del Poder Judicial, ya que, sin la puesta en práctica de una imprescindible reforma judicial, nuestra democracia, huérfana de contenido republicano, se irá deteriorando por dentro.