Di Tella en los medios
Bastión Digital
8/08/17

Rebeldes con causa

El profesor del Departamento de Estudios Históricos y Sociales de la UTDT aborda los diversos motivos por los que la generación “ni-ni” rechaza estudiar y trabajar.

Si se intenta hacer un ejercicio impreciso de la historia de la juventud a lo largo del siglo XX, podemos encontrar que a los ojos de sus contemporáneos, cada momento histórico tuvo en sus jóvenes el germen de su extinción. Solo para mencionar algunos casos, sin ser precisos, son los beatniks, los hippies, los punks y la muerte joven, los movimientos estudiantiles de los 60 y, para dar la tónica criolla, los jóvenes de clase media-alta entre fines de los sesenta y principios de los setenta que abrazaron el peronismo como contracultura.

Más aquí en el presente, entre las múltiples preocupaciones sociales que aquejan al mundo occidental, aparece la generación “ni-ni”: sujetos de entre 18 y 34 años caracterizados por el simultáneo rechazo a estudiar y a trabajar. Sin proyectos o ambiciones, livianos en su existencia, el 54% de las personas en ese rango etario se revela contra las formas de vida más tradicionales como el trabajo y, por qué no, la familia.

Podrán encontrarse múltiples razones sobre este aparente desaliento. Pero existe uno, digamos bastante justificado, que bien puede proveer una regla lógica para explicar esta anomalía. En la actualidad y desde bien comenzado el siglo XX, el rol de la educación no ha sido más que el de acoplarse, con relativa eficiencia, al proceso de producción. El trabajo ocupa un rol fundamental como eje organizativo en nuestra sociedad y la educación, el paso previo.

¿Pero si desaparece el trabajo, cuál es el fundamento de invertir tiempo y dinero en un modelo educativo si luego este no brindará retornos? Varias personas ya visualizan un futuro donde las máquinas reemplazan al hombre y harán el trabajo por nosotros. Donde ya no será necesario someterse a jerarquías ni amanecer temprano o viajar largar horas. En definitiva, anular el eje organizacional de la vida moderna que tenemos en el presente.

La invitación a pensar los modelos educativos y el rol del capital humano en siglo XXI es inmediata. Keynes, el economista Inglés, hace poco menos de 100 visualizó un mundo donde la eficiencia del capital y la tecnificación incrementaban el nivel de ingreso, haciendo a las sociedades totalmente ricas y, por lo tanto, donde no sería necesario trabajar.

El trabajo está destinado a desaparecer. En Inglaterra, la evolución de las horas trabajadas desde 1850 hasta el presente siguieron un camino descendente. En el mundo desarrollado, las personas cada vez trabajan menos. Tampoco se casan ni tienen hijos, hecho que nos sugiere que todo puede tener un trasfondo aún mayor (y consecuencias: ¿nadie se pregunta, Houellebecq mediante, si occidente no estaría cometiendo una especie de suicidio de la propia civilización?).

¿Para que educarse si una máquina podrá ocupar mi trabajo? Es una pregunta con sentido de difícil respuesta. Es cierto que los avances técnicos no generaron desempleo en el pasado ya que, por ejemplo, en la Revolución Industrial se crearon nuevos sectores que absorbieron a los trabajadores remplazados por maquinas. Si, en cambio, vamos en camino a un mundo terriblemente desigual donde los trabajadores calificados (los que manejan las máquinas) ganan considerablemente más que los no calificados.  

Lo último que abandonan las personas son los símbolos. Y el trabajo, para algunas, dignifica. Esto es, tiene un componente civilizador, ético. Pero si prescindimos de ese concepto, la pregunta no es tanto por qué los jóvenes dejan de hacer lo que hicieron sus padres y sus abuelos, sino qué mundo nos interesa en términos distributivos ante una incipiente robotización de los procesos industriales y de servicios. El futuro esconde, como siempre en la historia, una discusión tributaria.