Di Tella en los medios
Clarín
9/07/17

Los caminos de la contienda electoral

"La Argentina no representa más una promesa de movilidad social (o la representa muy poco). Este desafío hostiga a la política", sostiene el profesor emérito de la Di Tella.

La normalización del INDEC ha puesto en evidencia el papel político de la mentira concebida por la burocracia del Estado como un instrumento de engaño. Tal vez estas maniobras hayan sido un adelanto de la difusión de la posverdad, hoy de moda en el mundo; o, quizás, esa pasión por fraguar una realidad falsa haya sido otro capítulo en la aventura de la demagogia, tan antigua como el ideal de la democracia.

La demagogia es una máscara que deliberadamente oculta. Cuando esa máscara cae y pone a descubierto lo acontecido que se prolonga hasta nuestros días, el panorama conmueve. Es el paisaje de una declinación socio-económica cuya marca más saliente es la desigualdad: una desigualdad generalizada que toca la distribución del ingreso, los niveles de educación, las enormes brechas salariales y, sin cerrar la lista, los agudos contrastes entre el empleo formal e informal y el trabajo masculino y femenino.

A diferencia de lo que registraron los sociólogos a mediados del último siglo, la Argentina no representa más una promesa de movilidad social (o la representa muy poco). Este desafío hostiga a la política, porque si bien parece haber coincidencias más bien abstractas acerca de las cuestiones que nos agitan, la polémica acerca de los medios conducentes para resolver esos problemas se agiganta al paso de la contienda electoral.

Guiados por proyectos excluyentes, estos comicios corren el riesgo de acentuar la declinación con miras a un corto plazo donde el conflicto a cualquier precio oscurece el horizonte del consenso y del largo plazo. Este es el resultado negativo de no prestar atención a la necesidad de fijar políticas de largo plazo que nos permitan salir de esta postración colectiva. El intervalo entre elecciones de apenas un año abona esta deficiencia. Con todo, parecería que existe conciencia de la inutilidad de aplicar parches que posterguen las soluciones de fondo y reproduzcan el perverso ciclo ya conocido de inflación, endeudamiento y crisis.

Los desafíos de que hablamos se acrecientan por dos exigencias suplementarias: por un lado, la exigencia de trazar el contorno ético de las políticas de Estado; por otro, la inteligencia para fijar la sede de posibles acuerdos.

La exigencia ética está alcanzando un punto álgido porque no hay instancia judicial con la suficiente legitimidad y eficiencia para reparar el daño causado. La Argentina dijo “nunca más” al crimen político. Ese no matarás se impuso después de la catástrofe del terror recíproco como un deber que nos compromete a todos, aunque no eliminó la violencia callejera, los escraches y la más opresiva presencia del delito común.

Pero lo que todavía persiste es el déficit de sanción a la inobservancia del precepto de no robar. Hasta que se expulse esta malsana herencia del comportamiento cívico, la política seguirá contaminada por lo que Bentham y J. Stuart Mill denominaron “intereses siniestros”; vale decir: intereses en conflicto con el bien general de la sociedad. Luego de conocer, por ejemplo, las rutas del dinero K y los turbios manejos de la empresa Odebrecht, esto incluye a diversos actores, no sólo políticos.

Habría que preguntarse si estaremos cerca de recuperar la virtud de la honradez de los gobernantes cuando el repudio al no robarás es aún ajeno a muchos sectores sociales. De aquí proviene el triste espectáculo de algunos candidatos en busca de fueros parlamentarios que garanticen la impunidad.

Como se ve, este primer camino para avanzar en las políticas de consenso sigue obturado. Pero no lo estaría tanto si el sistema representativo fuese capaz de levantar cabeza, sumando a las coaliciones que compiten electoralmente una voluntad de coalición más amplia en el plano legislativo y en el orden federal. En estos dos lugares de decisión debería fructificar el espíritu constructivo con vistas al futuro.

No se trata, por consiguiente, de impulsar políticas que pretendan ilusoriamente instalar nuevas hegemonías (según muestra la historia, estas siempre fracasan). Por el contrario, se trata de echar los cimientos, mediante una praxis consensuada, de un régimen político fundado en la responsabilidad compartida de gobierno y oposición. De regímenes irresponsables, el país está saturado. El legado de estas experiencias ha dejado el perfil de un régimen político a medio hacer, democrático sin duda por su origen, que sin embargo no supera la manía de refundar todo a la vuelta de cada victoria.

Cuando estos propósitos orientan las estrategias, el ánimo de convivencia es suplantado por el apetito de revancha y por un estilo de alternancia fundado en la exclusión. Para los gobernantes, representantes y gobernadores no tocados por la corrupción, es vital sortear esta trampa y encaminar las cosas gracias a un estilo acuerdista aplicado a cuestiones fundamentales. Entre estas, junto con acordar una política de seguridad de alcance nacional, es imprescindible establecer entre nación y provincias un nuevo pacto fiscal.

Dada la hondura de nuestros problemas fiscales, sería absurdo propiciar al respecto un abrupto ajuste cuya inminencia el Gobierno niega y las oposiciones recalcitrantes anuncian con tintes trágicos. En realidad, esas imágenes son meros artilugios electorales en ausencia de un pacto de largo plazo que, progresivamente, vaya despejando las distorsiones acumuladas por tantos años de improvisación.

En este tiempo hemos asistido a los logros y errores de un gradualismo predicado desde el Gobierno. Lo que en rigor nos falta es un gradualismo pactado que ponga en valor el sentido programático de un núcleo de políticas al abrigo del impulso pasional que estalla en los momentos electorales.

Sobre los pronósticos, cruce de encuestas, denuncias y contradenuncias de esta campaña en ciernes, acaso sea conveniente tener en cuenta estos caminos que se abrirán entre agosto y octubre: el del perfeccionamiento de nuestro régimen político y, en su defecto, el de la persistencia de un empate entre proyectos excluyentes. Por eso, el dramatismo de la elección bonaerense.

Natalio R. Botana es politólogo e historiador.