¿Adónde va la Unión Europea?
Desde hace unos años, la Unión Europea atraviesa la peor crisis desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El continente se ve afectado por una compleja situación en la cual se retroalimentan dos dimensiones diferentes: una crisis de identidad y una crisis de representación. Debatidas desde hace años por intelectuales y académicos, estas cuestiones quedan las más de las veces sepultadas bajo la montaña de información sobre guerras, atrocidades y otras desgracias.
Comencemos por enfatizar algo que por momentos tiende a olvidarse y al hacerlo, incurre en el error de minimizar la magnitud del problema: desde hace unos años, el continente europeo, y en particular los países que integran la Unión Europea, atraviesan la peor crisis (en un sentido global) desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Lo “global” de esta crisis está dado dado tanto por surgimiento de nuevos desafíos (la llegada de refugiados), el agravamiento de tensiones ya presentes (la integración de las minorías musulmanas, el ascenso de la ultraderecha) y su concatenación con otros problemas, tanto domésticos como internacionales (la crisis del euro, el Brexit, el conflicto en Medio Oriente, la guerra en Ucrania). Con la excepción quizás de los países escandinavos, todo el continente se ve afectado en mayor o menor grado por una compleja situación en la cual se retroalimentan dos dimensiones diferentes de la crisis: de identidad y de representación. Debatidas desde hace años por intelectuales y académicos, estas cuestiones quedan las más de las veces sepultadas (e invisibilizadas) bajo la montaña de informaciones y relatos cotidianos sobre guerras, atrocidades y otras desgracias. En las lineas que siguen propongo detenernos con mayor atención en cada una de estas dimensiones a fin de apreciar el sustrato común (al menos algunos de sus elementos) que subyace a las diferentes manifestaciones de la presente crisis.
La casa dividida
Devenido en uno de los clichés más comunes y reiterados, hoy la noción de “crisis de identidad” es más lo que oscurece y diluye que lo que explica y define. Mejor que dar una definición de esa sensación compartida por muchos de no reconocer su entorno, de sentirse “extranjeros en su propio país”, evocaremos dos situaciones o escenarios en los cuales la idea de una pertenencia común a una “casa europea”, construida sobre valores y atributos históricos y culturales compartidos, se ha venido resquebrajando lenta pero sistemáticamente. Uno de esos escenarios es el de la “alta política”, la sede del poder y los centros de toma de decisión de las instituciones comunitarias: el consejo, parlamento, corte y banco central europeos, por citar los más importantes. En poco más de medio siglo (1958-2004) el proyecto de integración europea pasó de los seis países occidentales fundadores del Mercado Común (Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) a los 25 estados que integran la actual la Unión Europea. Lo que empezó como un experimento de cooperación económica limitado a la industria metalúrgica (la Comunidad Europea del Carbón y el Acero creada en 1951) y unos pocos países (los mismos que más tarde impulsarían el Mercado Común) se extendió al cabo de medio siglo a prácticamente a la economía, la política social, la salud, la educación, el gobierno y las relaciones internacionales de la mayoría de los países del continente. Este proceso de integración conllevó a la vez una expansión geográfica desde su núcleo fundacional y una delegación parcial de competencias, hasta entonces privativas de los estados soberanos, en favor de un sin fin de organismos comunitarios. Este cambio, que se vio acelerado con la firma del Tratado de Maastricht que dio nacimiento de la Unión Europea (1991) y el ingreso los ex-integrantes del bloque soviético (2004-2008), se tradujo en la proliferación de nuevas agencias supranacionales y un ejército cada vez más numeroso de funcionarios comunitarios (volveremos sobre este punto más adelante).
El problema más serio no es (no es sólo) el crecimiento de la burocracia de Bruselas (la “eurocracia”) sino la mayor dificultad para conciliar posiciones cuando los intereses de los estados entran en conflicto—situación que se hizo evidente durante la crisis del euro (2008-2014). Las divisiones, recriminaciones y endurecimiento de posturas durante la crisis de la deuda griega mostraron las graves falencias que subyacían a una unión monetaria que reunía a economías con grados de desarrollo muy diferentes pero sin una base fiscal común. El conflicto entre Merkel y Tsipras—y los duelos entre sus respectivos ministros de economía (el ácido Schläube y el teatral Varoufakis) fueron la expresión más dramática de problemas que ya se habían puesto de manifiesto durante las guerras de la ex-Yugoslavia (1991-1999), cuando la UE se mostró incapaz de actuar al unísono para resolver el conflicto dentro de un marco estrictamente europeo. En un nivel más técnico, y menos dramático, estas diferencias se había vuelto moneda corriente en el terreno de la política agrícola, los subsidios y las transferencias a los estados y regiones menos desarrollados. Más allá de las expresiones de solidaridad inicial con los Estados Unidos tras el ataque a las Torres Gemelas (9/11/2001), Europa tampoco se alineó en bloque en la “guerra contra el terrorismo” lanzada por George W. Bush. La participación de fuerzas militares de países miembros de la OTAN en operaciones fuera de Europa (primero Afganistán, luego Irak y más recientemente Libia y Siria) enturbió las relaciones dentro de la UE, haciendo aun más distante la posibilidad de construir una política exterior común. En estas situaciones los alineamientos respondieron, por un lado, a la proximidad ideológica de los gobiernos de turno con los Estados Unidos y, por el otro, a una cultura política adversa a aventuras militares con ribetes neocolonialistas. Ejemplo de lo primero fue la participación de tropas británicas, españolas y francesas en Afganistán, Iraq y Libia bajo los gobiernos de Major, Blair, Cameron, Aznar y Sarkozy. Un caso de lo segundo fue la abstención de Francia y Alemania a intervenir militarmente en Irak, posturas que reflejaban un antibelicismo social y, en el caso francés, un cierto sesgo antinorteamericano.
Las respuestas a los atentados de los últimos dos años en Francia, Bélgica y Alemania (participación limitada de Alemania en Siria, incremento de las operaciones francesas contra el EI), sumados al conflicto en Ucrania y el reciente acercamiento entre Rusia y Turquía podrían cambiar este cuadro y llevar a la UE a cerrar filas frente al “enemigo común”, como ocurrió durante la Guerra Fría. La mezcla de entusiasmo y mansedumbre con que la UE siguió la política norteamericana de extender la red de estados de la OTAN hasta las fronteras mismas de Rusia parecería confirmar este diagnóstico. Aun así, no deberíamos generalizar demasiado estas tendencias si tenemos en cuenta de que en Europa el extremismo islámico se ha concentrado hasta ahora en países con importantes minorías musulmanas, aliados de los Estados Unidos (con excepción de Rusia) y con una historia de injerencias colonialistas (aquí queda incluida también Rusia) que no agrava prejuicios y tensiones tensiones etnoraciales (en un contexto en que la pregunta sobre el “qué somos” da lugar a concepciones de nación cada vez más difíciles de compatibilizar). Esto significa que la crisis en el mundo árabe y sus ramificaciones potenciales en Occidente no tiene necesariamente la misma lectura en regiones como Europa oriental o la península ibérica. Sin negar su complejidad, la crisis humanitaria desatada por la ola de refugiados provenientes de Africa y Medio Oriente son otro ejemplo de las grietas que hacen tambalear la idea de una identidad común.
Impugnación de las elites
El debilitamiento de la cohesión supranacional como resultado de las desavenencias entre los gobiernos entró en una nueva y más peligrosa fase con el rechazo del Tratado de Constitución Europea en los referéndums de Francia y Dinamarca (2005). Pese a que hasta esa fecha el documento había sido aprobado y ratificado por una mayoría de estados (18) el triunfo del No en estos dos países puso un freno al proceso de integración. Y aunque el traspié quedó parcialmente subsanado por el Tratado de Lisboa, la lectura de lo que había ocurrido no dejaba lugar a dudas: las disonancias entre la elite política tenían su contrapartida en el escepticismo de amplios sectores de la sociedad. Por primera vez, una parte significativa de la ciudadanía salía a la calle a expresarse en contra de una determinada concepción de Europa, episodio tanto más grave cuanto se trataba, como en el caso de Francia, de uno de los países que más habían trabajado por el proyecto común, desde Schumann a Delors, pasando por De Gaulle y Mitterrand.
Anticipándose al Brexit, los referéndums de 2005 coincidieron con el ascenso de partidos soberanistas y movimientos xenófobos en la mayor parte de los países occidentales. Aunque muchas de estas formaciones políticas se remontaban a los años 90, las consecuencias económicas de la globalización y la radicalización del islam dieron nuevos bríos a la retórica del miedo y el resentimiento. Ahora bien, la creciente popularidad del Frente Nacional de Marine Le Pen, la Alternativa para Alemania (AfD) o el movimiento PEGIDA (Patriotas Europeos contra la Decadencia de Occidente) no son sino el síntoma de un problema mucho más hondo que el de la xenofobia anti-islámica. Como en otras épocas, la consignas racistas son en gran medida una forma de expresar, amplificándolos, reclamos y necesidades ignorados por las elites políticas tradicionales. Fuera del círculo limitado de militantes y fanáticos, la estigmatización de conductas individuales (como el uso del velo) pueden considerarse formas de protesta que apuntan contra una manera de hacer política que se percibe alejada del “ciudadano común” y contraria al “interés nacional”. Ante la ausencia de alternativas políticas claras como en el pasado, cuando izquierda y derecha, socialismo y nacionalismo ofrecían proyectos claramente diferenciados, la crispación y la denuncia parecen ser hoy las únicas herramientas, las más eficientes o audibles, para algunos de los sectores más golpeados por la globalización y las políticas de ajuste implementadas desde los 90. La migración del voto obrero de los partidos de izquierda hacia la derecha nacional-populista es un ejemplo de ello. En el caso de los sectores medios de los suburbios de las metrópolis y de ciudades medianas y pequeñas el malestar canaliza, por un lado, la impotencia ante cambios sobre los cuales no se tiene ningún control y, por el otro, un sentimiento de agravio moral o de “ninguneo” por parte de la elite gobernante y los sectores mas favorecidos por eliminación de las barreras aduaneras y controles fronterizos (el politólogo británico Timothy Garton Ash los llamó la “generación Easyjet”, en referencia a la aerolínea de bajo costo).
Que los prejuicios xenófobos no se vean justificados por una situación material “real” (reemplazo de mano de obra “nacional” por trabajadores inmigrantes) no cambia nada en la medida en que dicha actitud se nutre ante todo del temor y la incertidumbre por el futuro. En las zonas económicamente castigadas, las reacciones xenófobas de la población local expresan tanto las zonas oscuras de la cultura política como la frustración y el resentimiento de los que se han vuelto prescindibles. Al ensañarse con el inmigrante y el refugiado el xenófobo apunta al blanco equivocado, que tiene la ventaja de ser el más cercano y débil, pero no ignora que los otros responsables de su situación están en Bruselas, Londres, París o Berlín. De allí que la nueva derecha oscile y se mueva cómodamente entre consignas soberanistas y la retórica anti-inmigrante. Centrar el diagnóstico de la crisis actual en la xenofobia es tomar el árbol por el bosque. El problema de fondo que amenaza la democracia y el proyecto europeo hoy es una crisis de representación, una grieta social y sociológica generada a la vez por un proceso de integración regional implementado “desde arriba”, sin participación de la ciudadanía, y por una globalización capitalista que hunde a millones de personas en el ciclo perverso de la frustración y el resentimiento.
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