Di Tella en los medios
La Nación
27/04/16

De Gutenberg a Uber, cambiar o quedarse atrás

Conflictivos y llenos de incertidumbre, los tiempos de grandes innovaciones obligan a desarrollar estrategias de adaptación para no ir a contramano de la historia.

 El siguiente es el discurso que la autora dio en la reciente ceremonia de graduación y apertura de la Maestría en Periodismo de La Nación y la Universidad Torcuato Di Tella

El pasado a veces tiene mucho para contarnos sobre lo que sucede hoy. Nos permite calibrar, dimensionar, incluso prever el impacto de fenómenos que nos parecen y son muy novedosos, pero que tienen casi siempre antecedentes que vale la pena examinar.

Francis Bacon -el filósofo, científico y político inglés- escribía en 1620: "Debemos reconocer la fuerza, el efecto y los consecuencias de los inventos, en ningún otro lugar más evidentes que en aquellos que los antiguos no conocieron: la imprenta, la pólvora y el compás. Se trata de tres eventos -continuaba Bacon- que han cambiado la apariencia y el estado del mundo entero". La invención de la imprenta, a la que me gustaría referirme ahora, había ocurrido en ese entonces ya casi dos siglos atrás. Johannes Gutenberg la había creado alrededor de 1440 en la ciudad alemana de Meinz y los libros impresos en papel a escala industrial inundaban Europa pocas décadas más tarde. Para el año 1500, sabemos, no había ciudad europea medianamente importante donde no se hubiera instalado ya alguna imprenta de la cual salían, en cantidades antes imposibles y a precios sustancialmente menores, libros, escritos, tratados.

La comparación con la creación de Internet es evidente y obvia. La imprenta e Internet son sin duda los dos fenómenos modernos más significativos con relación a la circulación de textos, saberes y noticias, al modo en que ese cambio en la circulación modificó también la dieta informativa de los lectores. Alteró, además, algunos oficios que llevaban siglos de existencia y que, de manera bastante rápida, tuvieron que cambiar, adaptarse, modificar usos y modelos que de pronto empezaron a volverse obsoletos. Esa voluntad de cambio y adaptación aparece ya, de hecho, vinculada a la invención misma de la imprenta, empresa conjunta entre un herrero aventurero, Gutenberg, y un antiguo copista, Peter Schöffer, cuyo salto de la copia a mano al diseño tipográfico en tipos móviles ilustra como pocos otros momentos de la historia la conversión de un oficio viejo en otro nuevo, que habría de ampliar para siempre cuánto y quiénes accederían -ya fuera como autores o lectores- a la palabra escrita.

Pero las transiciones nunca fueron, ni lo son hoy, tan provechosas para todos. Basta leer los titulares de los diarios durante las últimas semanas sobre Uber y los taxistas. Los momentos de cambios y reconversiones van siempre acompañados de inestabilidad e incertidumbre, y traen para muchos una amenaza genuina. Solemos conocer historias de éxito, de aquellos que no sólo se adaptaron a los cambios sino que los potenciaron, combinando aquellos factores que ya estaban en el título de la investigación de Gutenberg que desembocó en la invención de la imprenta: Aventur und Kunst (Empresa y aventura). Conocemos a los Aldus Manutius de la imprenta, a los Steve Jobs de nuestro tiempo. Pero hay muchos que no logran dar el salto a tiempo y se aferran con uñas y dientes a lo que ya conocen. De ésos, para no repetir y para pensar cómo amortiguar los golpes, tenemos tanto o más que aprender que de los emprendedores.

E. P. Goldschmidt cuenta una historia que, apócrifa o no, captura la gloria y el drama de una época. Según esta colorida anécdota, cuando Gutenberg y Schöffer terminaron de imprimir su monumental Biblia, Johann Fust, el financista que había hecho la imprenta posible, empezó a preguntarse -como se pregunta el periodismo digital hoy- cómo sería posible convertir el resultado de esa novedad técnica, el libro impreso, en dinero. Pensó que el mejor lugar para vender sus libros sería París, la ciudad universitaria más grande de Europa. Y hacia allá fue provisto de biblias. No anticipó lo que encontraría. Los poderosos gremios ligados a la producción de códices (la cofradía de los libreros, encuadernadores, iluminadores, escribas) se alarmaron cuando vieron a este desconocido con un tesoro del que nadie había escuchado. Y se alarmaron todavía más cuando vieron lo rápido que Fust vendía las biblias traídas de Meinz. Los gremios, dicen, reaccionaron a los gritos en la calle, llamando a la policía con el pretexto de que esto que este hombre venía a vender era resultado de una invención del diablo. Así, el primer viaje de negocios de Fust habría terminado en la hoguera de no haber sido porque el financista alemán al parecer corría más rápido que la policía.

Conocemos otra reacción menos risueña pero quizás más entrañable, porque expresa las ambivalencias de los que, como muchos de nosotros, vivimos entre dos mundos, un poco arraigados a hábitos viejos, pero viendo con claridad las ventajas de lo que acaba de surgir. El monje alemán Johannes Trithemius, abad del monasterio de Sponheim, escribió en 1492 un libro curioso y un poco a contramano de su tiempo. Con la imprenta ya funcionando a pleno en Alemania, Johannes Trithemius redactó un libro titulado De laude scriptorium (Alabanza de los escribas) en el cual exhortaba a sus monjes a no abandonar el copiado a mano a pesar de la existencia de la imprenta. Aducía varias razones: el copiado alejaba al monje del ocio y de los malos pensamientos, incentivaba el esmero y contribuía a comprender de a poco los misterios de Dios. Además, decía -y en parte tenía razón, y éste también es un tema para nuestra época- que el libro en pergamino tenía mayor durabilidad que el libro en papel. Pero se equivocaba en su diagnóstico: "El libro impreso -escribió- es una cosa de papel y en poco tiempo decaerá por completo". Sin embargo, nostálgico y desconfiado pero precavido, Johannes Trithemius quiso tener lo mejor de los dos mundos y mandó a imprimir en la nueva imprenta de Meinz su elogio del viejo arte de los copistas.

Con la imprenta, tenemos el beneficio de la perspectiva histórica. Nos podemos reír de los gremios parisinos porque conocemos la historia completa y, visto desde lejos, el drama de los que se quedaron atrás parece pequeño y ridículo. Podemos identificarnos con el abad de Sponheim porque expresa inofensivamente algo de lo que nos pasa a todos. Con el periodismo en la era de Internet estamos, sin embargo, caminando todavía sobre arenas movedizas, en un terreno donde nadie sabe ni qué ni quién va a quedar ni qué ni quién va a desaparecer, cómo va a ser eso que sabemos que va a cambiar para siempre, pero cuya forma duradera todavía no podemos prever. Transitamos a tientas la fase de ensayo y error.

Hace unos años les pedí a unos fotógrafos periodísticos que le dieran un curso práctico de fotografía a un grupo de estudiantes de periodismo. Argumenté que en nuestro tiempo todos teníamos una cámara a mano en el teléfono y que la historia me había enseñado que todo lo que es técnicamente posible termina haciéndose. Que, por lo que yo creía ver, en pocos años los periodistas tendrían que saber investigar y escribir, pero también sacar fotos y filmar. Me contestaron un poco como los gremios de París: "De ninguna manera". La fotografía gráfica, me explicaron, era un saber particular y específico, y todo intento de fundirla con otros saberes no era sino una maniobra empresarial para pagar menos en profesionales. Eso, claro, en gran parte también es así. Como lo fue siempre. La historia de los inventos es muchas veces también la historia del abaratamiento de costos y objetos, de la muerte y reconfiguración de algunos oficios, y del nacimiento de otros que no existían. Como nos muestra la experiencia de Gutenberg, se trata de procesos conflictivos y complejos, llenos de obsolescencias y posibilidades, de frustraciones y promesas, de resistencias y adaptaciones.

Lo mejor siempre es que la historia no nos agarre a contrapié. Pero si eso sucede y aprendimos del pasado, no queda sino entusiasmarse o al menos resignarse a cambiar en una época de cambios enormes.

Directora de la Maestría en Periodismo de LA NACION y la Universidad Torcuato Di Tella