Di Tella en los medios
Clarín
26/10/14

Ley y delito, ¿a quién se protege?

Por Roberto Gargarella

La actuación judicial en causas penales y la intervención del Estado en el resguardo de la vida ciudadana se encuentra bajo la lupa y adquiere mayor impacto cuando la inseguridad golpea duro. El debate entre “garantismo” e intervención punitiva continúa.

Los derechos y garantías deben ser iguales para todos

Muchos de nuestros compatriotas han sufrido de modo trágico las consecuencias de la inseguridad. Frente a ellos, lo primero que necesitamos hacer es un acto de recogimiento, que nos ayude a acompañarlos en su infinita angustia. Y para acompañarlos, también, necesitamos seguir pensando. 

Todos, de un modo u otro, tenemos nuestros juicios sesgados en la materia. Pero no podemos resignarnos a no discutir con los otros sobre estos temas. En este espíritu –tentativo y provisional- quisiera aportar algunos comentarios sobre las víctimas, los victimarios, la sociedad y el Estado. Sobre las víctimas, es muy importante que reconozcamos que el absoluto respeto, respaldo y cuidado que merecen, no significa que las políticas de seguridad deban ser decididas sólo por ellas. Las víctimas tienen una voz que debe ser escuchada siempre en estas discusiones, pero su voz no es la única a la que debe prestarse atención en el debate, ni una que deba considerarse más valiosa o digna que la de los demás. En el mismo sentido, es importante que no confundamos a la voz de “muchas víctimas” con “la voz del pueblo,” o “la voz de la democracia”: la democracia es otra cosa, que puede coincidir o no con las opiniones vertidas por las víctimas o sus allegados, luego de cometido un crimen.

En segundo lugar, necesitamos reconocer que los derechos de las víctimas y los de los victimarios no guardan entre sí una relación de “suma cero”. Esto es decir, una actitud de respeto hacia las víctimas no nos debe llevar a pensar que los imputados no tienen derechos, ni a creer que respetar los derechos de los acusados representa una falta de respeto o un insulto hacia las víctimas. Simplemente, necesitamos aceptar (y exigir) cosas tan básicas como que nadie debe ser torturado, que todos merecen un juicio justo, que aún las peores personas siguen siendo -y merecen ser tratadas como- personas capaces de reconocer sus errores, o de arrepentirse de sus peores actos.

Sobre la sociedad en general, no es aceptable que se nos reconozca el derecho al voto, a la vez que se restringe nuestra participación en la creación, aplicación e interpretación de las normas penales. Pero lo cierto es que la Constitución limita nuestra intervención en tales cuestiones, como lo ha hecho el actual gobierno durante todo este tiempo: primero arruinó el Código Penal imponiendo, sin debate, las “reformas Blumberg”, y ahora dejó la reforma integral de ese Código exclusivamente en manos de expertos. Nuestra participación no es una amenaza sino un derecho. En relación con el Estado, tenemos que dejar de pensar que la única respuesta posible frente a una falta grave es la privación de la libertad. El derecho penal nació asegurándonos que la violencia estatal iba a aplicarse sólo en casos extremos, y como última ratio. Sin embargo, hemos naturalizado su presencia. Peor aún, frente a la infinita cantidad de faltas imaginables, tendemos a asumir que la única respuesta posible es siempre el castigo penal – la imposición de dolor- y que la única forma posible del castigo es la cárcel. Necesitamos reconocer que, frente al crimen, hay mejores respuestas que la violencia; del mismo modo en que cualquier padre reconoce, aún frente a las más graves faltas de sus hijos, que hay otras respuestas diferentes y más apropiadas que la del recurso a la violencia.

Finalmente, el Estado tiene que ganarse la autoridad para ejercer reproches o imponer castigos. Piénsese en el padre de familia que abusa de su hijo y no le brinda cuidado, y luego se manifiesta indignado cuando su hijo comete una falta. Frente a tal situación podemos decir: “este joven cometió una falta, es responsable por haberla cometido, y debe rendir cuentas por ella,” y al mismo tiempo reconocer que su padre no tiene autoridad para levantar el dedo acusador contra aquel a quien sistemáticamente ha maltratado. Lo mismo el Estado: nuestro Estado injusto y arbitrario debe aprender a respetarnos cada día –a todos y a cada uno, como hoy no lo hace- para luego ganarse la autoridad de pedirnos cuentas, que hoy simplemente se arroga.

(*) Profesor de Derecho Constitucional ( UTDT -UBA)
Publicado en: Zona
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