MUESTRA FINAL NEO MURALISMO

Viernes 12 de diciembre, 18h

El Proyecto Neo Muralismo surge como respuesta a una necesidad doble: una necesidad política y una necesidad creativa. Por un lado, nos ocupa la certeza de que las grandes pantallas que florecen como arañas en todas las grandes ciudades del mundo constituyen un campo extraordinario para la difusión y la libertad de las imágenes. Algo nuevo; son, en una época de ocaso, una promesa y una esperanza. Por otro lado, la decadencia de los sistemas de exhibición cinematográfica que han regido el siglo XX comienza a contagiar a las películas mismas. Son tiempos oscuros para las imágenes libres.

La meta del neo muralismo es, entonces, doble: ganar para el cine dichas pantallas y producir un nuevo tipo de imágenes cinematográficas adecuadas para ser proyectadas en ellas.


I

El cinematógrafo aceptó demasiado velozmente su reclusión en salas de proyección. Tomó prestado de su pariente más cercano, el teatro, el diseño que habría de acompañarlo a lo largo de un siglo y un poco más: El esquema de funciones periódicas, repetidas y circunscriptas a un horario estricto, la oscuridad, los asientos alienados y en declive, el espectador atento, inmóvil y silencioso. Ese ritual rápidamente se confundió con su objeto; el Cine fue, durante demasiados años, “Ir al cine” y a esa recurrente ceremonia le debemos la existencia de Chaplin, de Welles, de Greta Garbo  y de Bogart; le debemos el simio enamorado que encuentra la muerte en la cima de un rascacielos, le debemos la melancolía final de Mastroianni contemplando un monstruo arrojado a la arena una madrugada clara y a Belmondo volando por los aires  envuelto en cartuchos de dinamita y con la cara pintada de azul.  Sabemos que en esas butacas y en esa oscuridad, frente a esa pantalla silenciosa y lúcida (la definición es de Borges) lo hemos visto todo, y hemos sido testigos del siglo y de la belleza del mundo. Pero sabemos también que esa ceremonia está muriendo, y que acaso todos nuestros esfuerzos por mantenerla viva no sean otra cosa que maniobras engañosas de un desesperado optimismo, y que sino somos nosotros, acaso sean nuestros hijos o nuestros nietos quienes deban presenciar ese pequeño fin del mundo que todos intuímos: La última proyección cinematográfica.

Y así, en ese clima final, es que aparecen las enormes pantallas de Led, en las que los films pueden ser vistos a plena luz del día y en la calle. ¿Y qué vemos en ellas? ¿A qué imágenes está consagrado ese nuevo invento? Pues a imágenes esclavas, a naderías comerciales, a invasivos fuegos de artificio de empresas y de gobiernos: automóviles a gran velocidad conducidos por estrellas de cine, jugadores de futbol empujados dentro del cuadro sin saber bien qué hacer, políticos amables y sin corbata recorriendo las barriadas agradecidas y sonrientes. Millonarios y más millonarios: la ruindad y la tristeza del mundo.

El Proyecto Neo-Muralismo se propone arrebatarle sus pantallas a ese diablo gritón y altanero, y reclamarlas para las imágenes libres, para el ejercicio de la poesía y de la belleza.

Así de simple, así de difícil, así de ambicioso.

 

II

Hablemos de cosas que todos saben. En la primera proyección cinematográfica,  los hermanos Lumiere juntaron a treinta y tres personas en un sótano, los sentaron en treinta y tres sillitas del Grand Café, apagaron la luz y encendieron el proyector, que era también la cámara tomavistas. Primero vieron a los obreros salir de la Fábrica. Nada más que eso: EL melancólico paisaje  que el nuevo siglo ya dejaba entrever.  No mostraron palacios ni bailarinas. Ni siquiera (siguiendo una moda de años atrás) llevaron su aparato a las riberas del Sena o a Giverny para fotografiar los reflejos de la luz en los nenúfares. No sintieron que fuera necesario impresionar con el tema elegido, ni entretener ni deslumbrar con asombros. Sintieron que el cinematógrafo bastaba. EL espacio y el tiempo entrelazados; la realidad y el artificio entrelazados: Eso bastaba.  Simplemente la capacidad de mirar y de mostrar. Las cosas de siempre, transformadas por un ingenio mecánico y misterioso cuyas últimas leyes no le habían sido reveladas ni siquiera a él, y ni siquiera a nosotros, tantos años después. Con eso bastaba.

Después vino “La Llegada del tren”, y la leyenda quiere que los espectadores (acaso, pensamos ahora, preparados por el propio Lumiere) salieron corriendo ante la locomotora que se les venía encima.  -Había nacido Spielberg, nos dirá alguien con maledicencia. Y es cierto, había nacido ya, pero también era una cámara filmando un tren, una máquina mirando a otra, y ese espacio mágico que existía entre el tren pequeño que se adivinaba en profundidad, y la gran locomotora que se lanzaba sobre los espectadores como una fiera, ese pequeño lapso de veinte o treinta fotogramas que permite ver un tren lejos y el mismo tren acercarse y después perderse en un espacio imposible que está detrás de los espectadores pero a la vez no (y si un espectador se da vuelta no ve al tren alejarse, no ve otra cosa que la oscuridad y la cara de otros espectadores como él. ¿Y el tren? ¿Dónde se fue?). Ese pequeño trozo de espacio o de tiempo (lo mismo da) imaginario o real (lo mismo da) es algo nuevo en el mundo: Más revolucionario que las impresiones de Monet y que los puntitos de Seurat y que las arrebatadas pinceladas de Turner o de Constable o las brumas del último Velázquez. Esos segundos que se miden en milímetros (los fotogramas), ese espacio que se compone de diabólicos  instantes es un milagro ínfimo pero de una intensidad que no ha dejado de asombrarnos hasta ahora.

-Hablá por vos, me dirá alguien.

Tal vez tengan razón. Tal vez exagero.

Pero lo interesante es lo que sucedió minutos después. Lumere siguió proyectando un par de bobinas más. Gente saliendo de un barco. Un bebé sentado a la mesa con sus padres. Hasta que, finalmente, enhebra las perforaciones de su quinta bobina y la grifa comienza a arrojar los fotogramas en forma inexorable hacia el haz de luz. Es “El regador regado”.  Un tipo está regando el jardín. Aparece un chico. Le pisa la manguera. El agua deja de salir. El regador mira la manguera, a ver qué pasa. En niño levanta el pie, permitiendo así que el flujo de la corriente retome su curso. EL regador, que sigue mirando la manguera, se moja la cara. EL film prevé un momento de escasa información narrativa; prevé, de alguna manera, las risas del público. EL argumento se despide de modo poco feliz. EL regador atrapa al niño y le propina una serie de “chas chas” en la cola girando sobre su eje.  Ambos se pierden en una zona del jardín, más allá del implacable límite del cuadro.

Pues bien: Ese momento me obsesiona y lo considero el primer quiebre en la historia del cine. ¿Qué habrá pasado con los espectadores al ver ese corto? ¿Qué habrá pensado Lumiere? Sin duda, Lumiere sabía, al momento de filmarlo y de incluírlo en la sucesión de vistas, que estaba introduciendo una variación. Estaba incorporando a su programa no ya el mero encanto del mundo desplegado ante nuestra vista sino las astucias y los trucos del teatro de variedades. El argumento, la expectativa, la identificación, la comicidad. De un modo u otro, la puesta en escena. De un modo u otro, la dramaturgia. ¿Qué habrá pensado Lumiere al verlo proyectado?  Los habrá visto reírse.  Habrá visto sus rostros iluminados como niños en el circo, o como señoras mirando la telenovela de las dos de la tarde.  Habrá pensado: “Esto les gusta más. Esto les gusta de verdad…” Habrá lanzado un suspiro. Tal vez ahí haya pensado su famosa frase El cine es un invento sin futuro.

Lo cierto es que después  de esa variación, la suerte del cine ya estaba echada: “El regador regado”, con su humor simple e infantil, acaso haya despertado la frenética inventiva de Méliès, y después de ese padre mágico ya nada fue lo mismo: llegarían Griffith, y Eisenstein y Bazin y Rossellini y finalmente Godard: La auténtica literatura del Siglo XX. Nunca más, desde aquella noche de 1895, desde aquel bromista inocente y aquel jardinero castigador las imágenes fluyeron sin construir una literatura, sin lidiar con la enfática obligación del argumento. Los espectadores ya no vieron imágenes sino historias. El cineasta ya no fue Manet ni Theodor Rousseau: Debió ser Ponson du Terrail, Alejandro Dumas, Maurice Leblanc y ( en nuestro país) Florencio Sánchez. A veces se acercaron a Kafka, a veces a Emile Zolá, casi nunca a Proust, casi siempre a H.G.Wells. Filmaron hermosas mujeres diciendo tonterías; filmaron ciudades y campos de batalla, y caballos al galope y salones de baile, pero les anexaron cuentos de niños y fábulas morales. Trataron a las imágenes como sirvientas y no como reinas.

Pero imaginemos qué pasaría si (ya que hemos citado a Wells) nos valiéramos de una de sus invenciones y viajáramos en el tiempo, y aterrizáramos en aquella noche inicial e interrumpiéramos aquella proyección primera, y le dijéramos. “Eh, Lumiere. Vas a dominar el mundo ¿Lo sabes? Ese rollo que estás por poner en tu aparato va a cambiar el mundo para siempre, te lo aseguro. Pero déjame leerte algo, algo que viene desde el futuro, desde más de un siglo después de este momento. “  Y le leyéramos este texto que estoy escribiendo ahora. Y le señaláramos a Meliés, oculto entre el público. Y le dijéramos “Es él, Lumiere, el que va a entregar tu cinematógrafo a las ferias y a las carpas circenses”. Y entonces, imaginemos que Lumiere, indignado, lo invitara a batirse. Y Meliés huyera  aterrado y se perdiera por alguna callejuela donde todavía no hubieran instalado los faroles de gas. Y Lumiere, triunfante, proclamara “¡Ya lo vieron! ¡El Cinematógrafo será un arte visual o no será! ¡Que otros se encarguen de novelitas y folletines! ¡A nosotros nos espera el mundo!”

A eso aspira el Neo Muralismo. A ser el guantazo que Lumiere nunca le dio a Méliès, y acaso debió darle.

Texto: Mariano Llinás


Lugar: Campus Alcorta: Av. Figueroa Alcorta 7350, Ciudad de Buenos Aires.
Contacto: Arte UTDT
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