Por MIRANDA LIDA. Historiadora y profesora en la UTDT y la UCA
El nombre de Jorge Mario Bergoglio había comenzado a resonar en el Vaticano en el anterior cónclave, cuando resultó electo Joseph Ratzinger. Muchos factores le jugaron en contra en esa oportunidad. En 2005 se buscó designar a alguien con un perfil que no resultara desproporcionado con Juan Pablo II, lo cual implicaba un desafío de dimensiones titánicas. Se necesitaba una figura de mucho renombre y, en lo posible, de perfil contrastante con Karol Wojtyla. Un teólogo sólido, aunque escasamente carismático, como Ratzinger tenía todas las de ganar.
Por otra parte, como arzobispo de Buenos Aires, Bergoglio carecía en aquel momento de una auténtica proyección en América latina, algo que tan sólo logró a partir de 2007, con su actuación protagónica en la asamblea del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) de Aparecida, Brasil. Puesto que el reclamo de un papa latinoamericano databa desde los tiempos del Concilio Vaticano II, esta cuestión no puede ser minimizada. Además, Bergoglio no había hecho todavía declaración alguna por las acusaciones que lo involucraban en la detención de dos curas durante la pasada dictadura militar.
Luego de 2005, por contraste, Bergoglio enfrentó a la Justicia y pidió disculpas en nombre de la Iglesia argentina por no haber "hecho lo suficiente" en los años de plomo. Para muchos la disculpa no bastó, pero mostró en Bergoglio a un hombre que no rehuía la responsabilidad ni les hacía asco a los asuntos más delicados. A Ratzinger le faltó este mismo coraje cuando se lo acusó de complicidad con el nazismo. Así, la dimisión del papa alemán en 2013 halló a Bergoglio en una posición mucho más sólida que ocho años atrás.
El "estilo Francisco" es quizás su mayor atractivo. No tardará en salir a la luz algún político que lo calque, en una u otra medida. Los gestos espontáneos, el estilo llano y austero, la transparencia y la frescura atraen al hombre común. Más todavía cuando se lo compara con el estilo más apagado de su predecesor.
De ahí que el nuevo pontífice haya despertado esperanzas de una profunda renovación de la curia vaticana, asolada por escándalos de pedofilia, negocios turbios e intrigas de toda laya. Las expectativas parecen desmesuradas en estos días febriles de inicio de pontificado. Días pasados, Francisco dijo, con sinceridad seguramente, "¡cómo quisiera ver una Iglesia pobre y para los pobres!". La sola exclamación sugiere que existe un largo trecho entre el deseo y la realidad.
Quizás donde menos expectativas deban hacerse algunos de sus más recientes seguidores es en materias que se vinculan con la familia y la sexualidad. El aborto y el matrimonio igualitario encontraron en el arzobispo de Buenos Aires un firme opositor, si bien alejado de las posiciones más recalcitrantes. Sea como fuere, son áreas sensibles en las que no cabe aguardar novedad. Tampoco es plausible imaginar cambios en torno al celibato sacerdotal. Cambiar para que todo siga igual, según sentenció Lampedusa, para robustecer el papado, afianzar la autoridad, restaurar la tradición.
Debido a su carisma, a Francisco se lo compara ahora con Juan Pablo II. No debería dejarse a un lado, además, la comparación con Ratzinger. Si bien rivales en 2005, el respeto mutuo que se demostraron antes y después del 13 de marzo sugiere que la relación entre ellos podría ser más estrecha de lo que parece a simple vista. Cabe sospechar que Ratzinger, en tanto papa emérito, pudo haber jugado algún papel en torno a la candidatura de Bergoglio.
Resta preguntarnos si acaso un papa como Bergoglio, tan argentino y tan italiano al mismo tiempo, digno hijo de la inmigración de masas de comienzos de siglo XX, es verdaderamente representativo del hombre latinoamericano. Algo similar se planteó en torno al presidente de Estados Unidos Barack Obama: si acaso representaba bien a los afronorteamericanos.