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Clarín
7/02/13

La "diplomacia de la bronca" no sirve para las Malvinas

Por Juan Gabriel Tokatlian. DIRECTOR, DEPTO. DE CIENCIA POLÍTICA Y ESTUDIOS INTERNACIONALES DE UTDT.

Por
Debate.

El enojo puede ser un recurso más de la política exterior para lograr objetivos, pero sin una diplomacia competente, una defensa sólida y poder económico que lo sustente, resulta estéril y frustrante.

Diplomacia de la bronca" es mi traducción del concepto que Todd Hall desarrolló para definir una forma de política exterior: la diplomacy of anger. A tal fin examinó la crisis que, entre julio de 1995 y marzo de 1996, se dio entre China, Estados Unidos y Taiwán.

Especialistas y observadores subrayaron que en los pronunciamientos de Beijing sobresalía la cólera. Cólera que resultaba de una provocación de Taipei, avalada por Washington.

En efecto, el presidente Bill Clinton, incumpliendo un acuerdo tácito con China, aprobó la visita del presidente taiwanés, Lee Teng-hui, a la Universidad de Cornell. Esto irritó a Beijing y lo llevó a lanzar ejercicios militares en el Estrecho de Taiwán. Las tensiones entre China y Estados Unidos crecieron y sólo se sortearon después de nueve meses de peligrosas fricciones.

Para Hall la "diplomacia de la bronca" es un tipo específico de acción política que adoptan los decisores. Esta diplomacia tiene una lógica distintiva, sigue una trayectoria determinada y se despliega en ciertas ocasiones: la reacción vehemente cuando se percibe una violación flagrante a un principio fundamental.
Al implicar una reacción tan fuerte pareciera que la parte (el conjunto de tomadores de decisión) que recurre a esta forma de diplomacia no actúa en razón de un cálculo costo-beneficio.

Sin embargo, la ira no es un simple acto subjetivo carente de racionalidad. La ira es asimismo, en palabras de James Averill, un "síndrome socialmente construido o un rol social transitorio" que opera en grupos extendidos en respuesta a un acto violatorio de un principio. Así, la "bronca" tiene también un componente moral: es la réplica a algo injusto o indebido.

Es evidente que un Estado no puede sentir ira, como sí lo hace un individuo. No obstante, si predomina este síndrome, es porque los líderes, los funcionarios y los dirigentes con sus discursos, gestos y actos proyectan enojo. No se trata del sentimiento de un par de personas localizadas en el pináculo de un gobierno, sino de un conjunto cohesivo de tomadores de decisión que, desde distintos niveles, con semejante intensidad, coordinadamente y de modo deliberado, informan y exteriorizan la "diplomacia de la bronca". En ese despliegue hay un objetivo estratégico: provocar en los otros una determinada imagen que es la que indica los límites de lo tolerable cuando se viola un principio.

Ahora bien, en general, los intereses son negociables, pero las cuestiones normativas son difíciles que transar.

En la dificultad de convenir principios hay dos riesgos. Uno de los riesgos -el que remarca Halles no poder mantener y defender con los instrumentos disponibles del Estado la postura original asumida; es decir, se carece de los atributos de poder suficientes para responder a la violación sufrida. Lo que hace que la bronca derive en impotencia. El otro, que yo percibo, es la tendencia a convertir en principios los intereses. Esto dificulta cualquier tipo de diálogo o acuerdo.

La "diplomacia de la bronca" no es la demostración de una política exterior cínica, torpe o vacía. Puede ser -y el caso que estudia Todd Hall 
lo muestraun recurso efectivo. A mi entender, esa modalidad de diplomacia puede dar ciertos resultados en determinadas circunstancias. Pero para ello es preciso contar con las tres D de las relaciones internacionales: una diplomacia competente, una defensa sólida y buena cantidad de divisas. Si, por el contrario, se carece de esas tres D entonces la "diplomacia de la bronca" resulta estéril y frustrante. Así, la diplomacy of anger sin sustento le sirve, en realidad, a la contra-parte y poco aporta al interés nacional del país que la despliega.

La Argentina, en distintos momentos, ha recurrido a la "diplomacia de bronca" con resultados desiguales.

En la presente administración hay dos ejemplos emblemáticos. En 2011 se produjo el incidente del avión de la fuerza aérea estadounidense que ingresó al país en el marco de lo que sería el entrenamiento de militares estadounidenses a miembros de la policía argentina. Independiente de la forma poco protocolaria en que Buenos Aires manejó el episodio, el gobierno de Cristina Fernández dejó en claro que el principio de separación entre defensa externa y seguridad interna ha sido y es vital para la democracia argentina y que la lógica implícita de las "nuevas amenazas" que Estados Unidos esgrime en sus vínculos con la región para que se borre dicha frontera es inadmisible. El tema finalmente se saldó y el mensaje para Washington fue evidente.

Distinto es el caso de Malvinas. A pesar de contar con un buen respaldo en Latinoamérica y de haber re-ubicado el tema en el centro de la agenda política interna, el gobierno, con su enojo y exasperación, no ha logrado modificar en absoluto la posición de Londres. A cada hecho consumado de Gran Bretaña, por ejemplo, mayor despliegue militar, presencia de armas nucleares, anuncios de nuevas exploraciones petroleras, convocatoria de un referéndum en las islas, le ha seguido una serie de manifestaciones de irascibilidad que no han garantizado el principio de soberanía. Así, mientras el país carezca de una sincronía entre diplomacia, defensa y divisas, la política exterior no alcanzará resultados satisfactorios y sustentables. 

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