Por Manuel Mora y Araujo. Sociólogo. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.
La multiplicidad de decisiones de gobierno cuyo efecto sistemático es erosionar las ventajas competitivas de la economía argentina es menos original de lo que se cree. Culmina una larga tradición de políticas públicas en nuestro país que persiste en atentar contra todo recurso que puede depararnos ventajas frente al resto del mundo.
Es frecuente –y correcto– hablar de la etapa de la Argentina exitosa y la etapa de la Argentina declinante. El "país del éxito" y el "país del fracaso" los llamó Paul Samuelson en una muy citada intervención en el Congreso de Economía en México en 1980. Efectivamente, según una estimación (datos suministrados por Pablo Gerchunoff), el producto bruto interno argentino hacia 1912 era un 30% mayor que el del promedio de un conjunto representativo de países del mundo, en 1952 era igual a ese promedio, ahora está 40% por debajo de él. La capacidad productiva argentina se fue desplomando a lo largo de las décadas. Cada uno puede colocar explicaciones y culpas donde prefiera, pero los hechos son incontestables.
En aquellos lejanos años del éxito tampoco era todo tan sencillo. La Argentina "descubrió" que su suelo era su mayor ventaja natural recién a mediados del siglo XIX. Y si bien es cierto que en menos de tres décadas ese hallazgo sorprendente hizo posible levantar sobre este suelo el "granero del mundo" y las mejores vacas del planeta, también lo es que los productores ganaderos innovadores a fines del siglo XIX libraron arduas batallas para consolidar las transformaciones, y que a los chacareros –en gran medida inmigrantes– que abastecieron al mundo de granos la vida no les fue fácil. Historiadores como Roy Hora y Ezequiel Gallo documentaron exhaustivamente esos procesos. También hubo batallas que no se ganaron, como el sueño patagónico de Ramos Mejía y el Perito Moreno, que requería de inmigrantes, capitales, conocimientos y políticas públicas para crear las ventajas competitivas que no había –y no hubo–.
En el mundo de la Revolución Industrial los países prosperaban económicamente por la combinación de dos factores: políticas públicas adecuadas y "burguesías nacionales" imbuidas de una visión estratégica de su país. La Argentina tuvo ambas cosas, pero fueron sistemáticamente cuestionadas por gran parte de los políticos de todos los tiempos. La "burguesía nacional" –que dejó sus marcas en el paisaje urbano y rural del país– estaba ahí, donde muchos veían "oligarcas" y señores feudales –como hoy ven "sojeros" donde hay productores innovadores y eficientes–. Ese sector social, con su componente vernáculo de grandes terratenientes y su componente inmigratorio de pequeños productores, transformó la Argentina; pero hasta hoy no son pocos quienes siguen pensando que su existencia es una "desventaja" para el país, y creen que es posible inventar una burguesía nacional por decreto.
La otra gran ventaja competitiva de la Argentina terminó siendo su gente, sus "recursos humanos", producto de otras dos extraordinarias visiones de nuestros estadistas del siglo XIX: la inmigración masiva y la educación. Si hoy todavía sucede que algunos capitales extranjeros fluyen a estas tierras, es porque todavía hay acá gente competente. Pero la hay cada vez en menor proporción. Desde hace casi cincuenta años venimos destruyendo pausada y minuciosamente el sistema educativo que costó décadas edificar; hemos logrado poblar el país de gente absolutamente desprovista de conocimientos, no preparada para formar parte del mundo actual –de esta "sociedad del conocimiento"– y hemos logrado producir la más alta tasa de inflación del planeta en el período 1945-2012 –esto es: la más perfecta máquina para devaluar el salario real de los trabajadores, para desalentar todo proyecto productivo que requiere alta dotación de capital para madurar a mediano plazo y para generar una cultura cortoplacista tanto entre los empresarios como entre la gente común–. Todavía, hasta hoy, las ventajas competitivas de la Argentina radican en el suelo y en la gente capaz de tornarlo productivo. Todavía, hasta hoy, los gobernantes continúan imaginando a diario medidas para crear desventajas que neutralizan las ventajas de esos dos recursos. Si uno quiere entender en términos de la vida real y cotidiana las tendencias de largo plazo que un gráfico estadístico resume en una curva y pocas palabras, encuentra múltiples ejemplos a su alrededor. Un artículo de Luis Huergo (Clarín, 20 de octubre de 2012) ilustra el caso del biodiésel estos días.
En el mundo de hoy los países no necesitan burguesías nacionales sino valor agregado nacional; la economía mundial está transnacionalizada, y para insertarse en ella los países deben potenciar los conocimientos de su gente. Hace veinte años, Peter Drucker lo expresó: la clave de la competitividad es educación más productividad. La Argentina sigue trabajando en contra de esos factores. Los emprendedores productivos, eficientes, y los trabajadores competitivos, o gastan parte preciosa de su tiempo en defenderse de los gobernantes o se dedican a su trabajo y siguen fabricando, como pueden y a pesar de los gobiernos, el país que será.