Por Manuel Mora y Araujo. Profesor de la Universidad Torcuato di Tella.
El clima de "cambio de época" se respira en todas partes del mundo. Es un período de cambios culturales y de reglas. Resulta difícil de entender en términos del paradigma y de los valores vigentes hasta hace poco. Los problemas macroeconómicos están llevando en todas partes a repensar las teorías y las respuestas adecuadas.
El papel de los medios de prensa se transforma en aspectos cruciales; la aparición de los medios digitales abre tanto nuevas oportunidades como nuevos interrogantes. La tecnología cambia vertiginosamente; para los jóvenes en general es vista como apertura infinita de nuevas posibilidades, pero para muchos adultos hace de éste un mundo inmanejable. Los valores de la vida privada se transforman velozmente; las generaciones jóvenes ni siquiera entienden por qué cosas que para ellas son obvias (las relaciones sexuales fugaces, los vínculos homosexuales) resultan problemáticas para las generaciones mayores.
Existen delincuentes como siempre los hubo –y ni siquiera es seguro que sean más hoy que en épocas pasadas–; pero asombra la facilidad con la que asesinan por propósitos nimios. Los diseños institucionales sobre los cuales se asentaron las democracias modernas también crujen en varios aspectos; funcionaron bien apoyadas sobre estructuras sociales que ya no son las mismas; hoy los sistemas políticos incorporan a todos los sectores de la población, todos disponen de enormes cantidades de información y de acceso a todas las fuentes de esa información, y no todos se rigen por las mismas barreras normativas que tendían a uniformar las demandas y las expectativas políticas. Y esas mismas demandas y expectativas cambian en sentidos que a menudo es difícil comprender.
Qué se entiende hoy por ‘democracia’ está lejos de ser claro. Es casi imposible hablar de democracia sin agregar algún adjetivo o aditamento. Y aun así, no siempre se entiende. Por lo tanto, los estándares desde los cuales se juzgan los acontecimientos varían enormemente. Tenemos un buen ejemplo en el caso del Paraguay. Lo sucedido, según cómo y desde dónde se lo mire, puede ser definido como un golpe de Estado, un hecho institucional accidental, pero legítimo o un "golpe institucional" (nuevo concepto porque la antigua noción de ‘golpe’ ya no alcanza). Los gobiernos de la región disienten acerca de la tipificación y de cómo deben actuar frente a ellos. Y no sólo hay disenso entre distintos gobiernos; también dentro de algunos gobiernos se pone de manifiesto la falta de acuerdo, como lo estamos viendo en Uruguay y en Brasil.
En términos más generales, las sociedades canalizan sus procesos políticos ajustadas a reglas que provienen de un estándar de democracia establecido hace muchísimo tiempo –años, décadas o más de un siglo según los casos–. Pero no todas las demandas que se plantean en las sociedades de hoy pueden canalizarse adecuadamente bajo ese estándar. Hay demandas para los cuales hay poca oferta institucional disponible; eso lleva a la emergencia continua de nuevas expresiones políticas, liderazgos fugaces que no cuadran en ningún estereotipo conocido, ideas que no se ajustan a las viejas ideologías, formas de protesta que ponen en tensión las nociones vigentes de lo que es "la ley". Y no se trata sólo de "anomia", de un desborde durkheimiano de la vida social por sobre las estructuras edificadas durante siglos para contener los impulsos de los individuos y las tensiones entre los grupos sociales; hay anomia, sin duda, pero lo que caracteriza a esta época no es el anhelo de un mundo sin normas, sino la búsqueda de nuevas estructuras normativas aún no construidas por las mismas sociedades.
En casi todas partes predominan dirigencias políticas que entienden mejor el mundo que fue que el de hoy –hasta piensan los problemas, cuando piensan, con ideas anticuadas–. Mientras, al mismo tiempo, las sociedades piden a gritos dirigentes capaces de entender los problemas actuales y de expresar las expectativas de las personas que viven y sufren esos problemas.
Las tensiones entre los poderes ejecutivos, las legislaturas, la Justicia y sectores de las sociedades son moneda corriente en gran parte del mundo. Las organizaciones políticas más establecidas, con mayor capacidad de sobrevivir, se adaptan como pueden a contextos que no son los mismos en los que surgieron. En Egipto, la Hermandad Musulmana tendrá que gobernar su país conciliando expectativas de una gran parte de la población musulmana tradicional y otra parte –musulmana o no– que quiere vivir en una sociedad más moderna. Muchísimos egipcios no encontraron a quién votar, ningún candidato logró sintetizar la diversidad de mezclas de expectativas que mueven a los ciudadanos.
En la Argentina está sucediendo algo similar. Vivimos estos fenómenos al igual que en otras partes. A muchos argentinos nos asombra la incapacidad de nuestros dirigentes políticos, empresariales o sindicales para generar respuestas consistentes a los problemas del país. Parece que no sabemos qué hacer con las distintas expectativas que coexisten en la sociedad, como si no nos entendiésemos unos a otros y no encontrásemos canales para resolver o superar las diferencias.