Por Manuel Mora y Araujo. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.
La vida es una sucesión de cosas buenas, cosas irrelevantes y cosas malas. Que a uno nunca le suceda algo bueno es una desgracia; hay personas que se resignan a ese destino triste, otras que encuentran a quien echarle la culpa y otras que se culpan a sí mismas. También los países. De las cosas irrelevantes es difícil hablar –a menos que aparezca un poeta o un filósofo capaz de persuadirnos de su valor y de ayudarnos a verlas como menos irrelevantes–.
En cuanto a las cosas malas, a veces son inevitables y a veces no. Si a alguien le suceden con frecuencia, es una mufa, una maldición. También ahí los filósofos pueden ayudar: "Si no tiene remedio, para qué te quejas; y si lo tiene, de qué te quejas", reza un antiguo principio de sabiduría china; o "El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional", otra perla de estoicismo chino. Hay gente que pasa con facilidad de verlo todo bien a verlo todo mal, de la manía a la depresión, de la buena onda a la mala onda. En un libro reciente desarrollé el punto de vista de que los argentinos como sociedad política somos así. Pero la vida no se agota en el conjunto de las cosas buenas, las irrelevantes y las malas que suceden; además, están las cosas que no suceden –y, claro, que uno piensa que podrían haber sucedido–: el príncipe azul que no fue, el campeonato que no se ganó, la lluvia que no cae. Suelen ser registradas como cosas malas que sucedieron, porque su no-ocurrencia es tan palpable como si se tratase de algo malo tangible que sucedió. Pero hay cosas que no suceden y no resultan tangibles; y ésas son cosas que podrían haber cambiado el curso de una vida, o de un proyecto. O de un país.
Por ejemplo, hay quienes piensan –pensamos– que la Argentina podría haberse desarrollado con el perfil con el que creció Australia en condiciones originales muy parecidas a las nuestras. Eso no sucedió y si se pone el foco en ese no-evento, si se lo incluye en el conjunto de los hechos posibles y se lo contabiliza en el balance del país, entonces se descubre un nuevo tipo de problema: los argentinos somos capaces de hacer las cosas bastante mal. Lo que no sucede y podría suceder es tan problemático como lo que sucede de malo. Es válido preguntarse por qué, indagar en las causas, descubrir otras cosas que sí suceden y sacar conclusiones.
Todo esto para decir que pienso que la Argentina podría estar mucho mejor que como está –aunque por cierto en muchos otros aspectos está bastante bien–.
Cosas que no pasan y podrían pasar: que las personas que toman decisiones públicas –léase: Gobierno– entiendan un poco mejor algunas reglas de la vida económica, por ejemplo cómo funcionan los precios y qué importancia tiene eso. Mucha gente en la sociedad argentina lo entiende, algunos hasta lo estudiaron en la Universidad y se recibieron de algo que les sirve para hacer lo que hacen en la vida; pero quienes hoy toman decisiones parece que no terminan de entenderlo. Cómo se explica de otro modo que se persista en la obstinación de que los gobiernos pueden controlar los precios de las cosas sin producir desabastecimiento o inflación. Cómo explicar esta extraordinaria idea de que un gobierno puede fijar el precio del dólar en el mercado paralelo –que no es legal– cuando ningún gobierno puede ni siquiera fijar los precios de los bienes en los mercados legales. Elemental, Watson: lo que con seguridad se consigue es que los bienes falten o que los precios suban más de lo que subirían de otro modo; ya pasó con la carne y con tantas otras cosas, y seguirá pasando.
Podría pasar, y si pasa no se nota, que la gente involucrada en el sistema público de educación básica registre las razones que llevan a que la matrícula privada en la enseñanza primaria esté aumentando más que la matrícula en los establecimientos públicos. Allí reside un problema abismalmente crítico de la Argentina de hoy, cuyas consecuencias se sentirán en el futuro tanto o más que hoy: la declinación de la calidad educativa en la educación pública argentina.
También podría pasar, y no pasa, que existieran grupos políticos opositores con algunas ideas acerca del país y de sus problemas, y con sentido, o instinto, de lo que circula por la cabeza y por el alma de los votantes que eventualmente podrían votarlos. No se alcanza a descubrir por qué en casi todos los países hay dirigentes opositores de ese tipo y aquí ya no los hay más.
Si en planos como ésos hiciéramos las cosas un poco mejor, es plausible pensar que el efecto sería algo bueno que podría sucedernos como país. Algo parecido a lo que añoraba Néstor Kirchner en sus mensajes de campaña en 2003: seríamos "un país normal".