En los medios

El Observador de Uruguay
1/11/23

"Está bueno aprenderse las tablas de multiplicar de memoria": la neurociencia que rompe con mitos educativos

Andrea Goldin, profesora de las Maestrías y Especializaciones en Educación e integrante del Laboratorio de Neurociencia, fue entrevistada sobre la función del cerebro en el aprendizaje.

Por Tomer Urwicz

Para que usted lea esta entrevista, antes hubo un pequeño órgano, tan pequeño que en la adultez ni siquiera alcanza el peso de un refresco familiar, que cuadriplicó su tamaño antes de que usted entrase a la escuela y que fue recibiendo estímulos que hoy le permiten ponerle sentido a esta lectura... el cerebro.

Un cerebro que, con apenas unos días de vida, es capaz de diferenciar números sin haber estudiado matemática, por lo cual Andrea Goldin, investigadora del consejo argentino de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en el Laboratorio de neurociencia de la Universidad Di Tella, insiste con que “la Matemática o la Física no son difíciles”, sino que “no hemos tenido las experiencias adecuadas”.

Al respecto disertará el sábado 11 de noviembre, en un encuentro que busca ponerle cerebro a la escuela uruguaya. Literal.

—Hay quienes repiten: “la matemática es demasiado difícil”. Sin embargo, ustedes, los neurocientistas, insisten en que parte de las habilidades matemáticas son innatas. ¿Entonces no es tan difícil?

—Nuestro cerebro viene como precargado de fábrica, con algunas habilidades que vamos a poder tener y desarrollar según las experiencias que vayamos viviendo. Cualquier cosa que podemos aprender es porque nuestro cerebro estaba preparado para poder aprender. O, dicho de otro modo, hay límites de aprendizaje que establece el cerebro. Los humanos, al menos en nuestra evolución actual, no vamos a poder hacer telequinesis, mover objetos con la mente. Nuestro cerebro no sabe cómo hacerlo por más que nos esforcemos. En el resto de actividades o aprendizajes, aquellas que el humano ya demostró que puede hacer, el alcance dependerá del contexto, de las experiencias. Y, en ese sentido, pese a la “mala prensa”, las matemáticas, las ciencias exactas y las naturales son parte del quid de herramientas que ya tiene nuestro cerebro con potencial para desarrollar.

—¿Qué son buenas experiencias para el cerebro?

—Estímulos exteriores que vayan desarrollando las distintas capacidades que traemos. En una clase esa buena experiencia es la calidad del docente y los desafíos que nos propone, pero también es la posibilidad de probar, de sentir que podemos ser buenos para determinada actividad, ensayar respuestas, jugar. Por ejemplo: es difícil que un adulto diga: “No me llevo bien con la letra ‘L’ y por tanto la dejo de usar”. Todos nos reiríamos. Sin embargo, nadie se ríe cuando alguien dice que no se lleva bien con la matemática, porque ese concepto está normalizado. El cerebro tiene la capacidad para que te lleves bien, pero la cultura y las experiencias de aprendizaje no siempre acompañan ese potencial.

—Es la explicación que encuentran los neurocientíficos a la pregunta “por qué, a partir de la escuela, a los varones les empieza a ir mejor en matemática que a las niñas”

—Exacto. Hay estudios con mujeres estudiantes universitarias incluso. Se hizo un ensayo en que a unas chicas se les daba un texto diciendo que las mujeres no pueden ser mejores que los varones en matemáticas por razones genética. Otro grupo de chicas, en cambio, recibía un texto en que la justificación era que a las mujeres no se les daba la chance de mostrar su potencial y se les decía que no sirven para eso. ¿La conclusión? Cuando fueron a rendir la prueba, las mujeres del primer grupo, aquellas a que se les justificó por razones genéticas la brecha de género, les fue peor que al grupo de las que leyeron el texto sobre la sociedad patriarcal. La cultura condiciona.

—¿El cerebro de los niños de hoy es el mismo que el de sus padres o abuelos?

—En términos evolutivos, sí. Los cambios biológicos del cerebro demoran miles y miles de años. Los cerebros de abuelos, padres y nietos son, salvo cuando hay lesiones, iguales en su nacimiento. La diferencia surge con el ambiente, con las experiencias de la vida. Y es entonces que vemos un cambio rotundo entre generaciones.

—¿Qué del ambiente está cambiando el cerebro?

—Las pantallas y redes sociales son un ejemplo. Veníamos con miles de años de evolución cerebral y, de pronto, hay un montón de estímulos que “hackean” nuestros paradigmas. Estímulos a los que pasamos horas sometidos. Estímulos que causan a nivel cerebral casi lo mismo que la adicción a las drogas, solo que con formas de manifestarse menos violentas.

—¿Se carga demasiada valoración sobre las pantallas?

—En parte sí. Yo digo que las pantallas están cambiando nuestros cerebros, pero también lo cambian lo que comemos, los vínculos, lo que respiramos. Esta nota está cambiando los cerebros de los lectores. El cerebro tiene una capacidad que se llama plasticidad. Es la capacidad más maravillosa que tiene el cerebro: cambia como resultado de la experiencia. E incluso, en ocasiones, es capaz de recuperar habilidades que parecían perdidas.

—Si (casi) todo cambia el cerebro, ¿a qué debería apostar una educación de calidad?

—La generación de estímulos para aprender, no es sinónimo de que esos aprendizajes sean positivos. Importa el contexto, el para qué, el cómo. Los educadores no necesariamente saben de neurociencias, ni siquiera es necesario que lo sepan, pero entienden bien claro cómo funciona el cerebro porque lo ven con sus estudiantes. Los educadores saben, y por eso a veces discuten con razón con algunas posturas pedagógicas, que el cerebro va aprendiendo poco a poco y necesita tiempos activos y pasivos. Un lector que lee esta nota, ve letras juntas, ve espacios, y su cerebro tiende rápidamente a leer las palabras. El cerebro lo lleva a eso sin “pensarlo”. Un niño que está aprendiendo a leer, en cambio, necesita un tiempo en que asocia un sonido a un símbolo que es una letra. Luego pega letras y sonidos. Hasta que, de pronto, entiende que la mmmm-aaaa-mmmm-aaaa forma la palabra “mamá” que le despierta un montón de sentimientos y se pone contento de haber logrado ese hallazgo. Necesita dar esos pasos para luego leer palabras más complejas, oraciones, párrafos, encontrar sentidos. En América Latina tenemos un montón de niños que son analfabetos funcionales. Son niños que acaban la escuela, que se les quiso enseñar de otra manera, y que al cabo del tiempo no logran una lectoescritura funcional a lo que le pide su vida en sociedad. Hace dos o tres décadas algunas corrientes de pedagogos y lingüistas pensaron que, como tarde o temprano el niño aprende las letras, lo mejor no es enseñarle sonidos y el abecedario, sino palabras en una bolsa. Esos niños saben palabras complejas, pero no saben leer y escribir. Lo más grave es que hay muchos jóvenes que entran a la universidad sin una lectura fluida, porque no se les dio el tiempo de que el cerebro vaya teniendo sus estímulos adecuados poco a poco.


Esneyder Gutiérrez. Andrea Goldin escribió "Nuerociencia en la escuela".

—¿Este aprendizaje escalonado, y por momentos de memoria, vale para la matemática?

—Depende lo que busques en la educación. Para hacer operaciones de pocas cantidades, simples, no necesariamente hay que aprenderse las tablas de multiplicar. Pero para razonamientos más complejos, y algunos básicos como darse cuenta si en el supermercado me sirve más la oferta del segundo producto vale la mitad o lleve cuatro y pague tres, es necesario dar un tiempo de ejercitar con sumas, con restas, multiplicaciones, divisiones. ¿Lo puede hacer la calculadora más rápido? Claro. Pero si solo aprendo dónde queda la calculadora y no a calcular, me pierdo el razonamiento que requiero para la toma de decisiones. No necesito aprenderme de memoria una ecuación compleja, pero sí necesito entenderla para saber si lo que se está haciendo es lo correcto. Está bueno saberse las tablas de memoria. Está bueno saber los ríos de Europa de memoria aunque en el momento nos parezca un embole y que no aporta nada estando internet. Porque, en la práctica, lo que estamos haciendo en ese tiempo “embole” es una gimnasia para que el cerebro se vaya entrenando y luego las cosas sean más simples de resolver y no un embole.

—Si el aprender es aburrido, si es memorizar, ¿no genera el efecto contrario al deseado y el desestimulo del estudiante?

—Por supuesto. Pero ahí entra el rol del educador. Nadie dice que para todo el mundo lo mejor sea aprenderse de memoria las tablas, que el docente te haga pasar frente a toda la clase y la recites para que luego te califique. En todo caso, puede pensarse una buena clase, una buena dinámica en que confluya el estímulo cerebral y la motivación. Eso sí: hay mucho docente que planifica muchas clases divertidas, pero en el fondo no está dejando nada, o casi nada. No se trata de eso, sino de tener estímulos neuronales que vayan sedimentando aquello que sí aporta.

—¿Eso significa que la escuela debería tener un tiempo para el uso de celulares y computadoras, pero otro sin tecnología?

—Correcto. La tecnología está buenísima. Puede ser una gran aliada. El ChatGPT llegó para quedarse y es bueno aprender a hacer(se) buenas preguntas. Pero siempre tienen que estar al servicio del objetivo pedagógico que se trazó el docente, de lo que se quiere lograr y combinado con otros estímulos.

—¿Cómo debe ser una escuela en la que se “escuche” las necesidades del cerebro?

—Primero requiere de una charla franca con los docentes. Parece obvio, pero la escuela es en esencia un objetivo pedagógico y no solo cerebral. Lo siguiente sería acortar los programas: menos es más. Ir a mayor profundidad en algunos temas y no querer abordarlo todo. Lo otro es adaptar la escuela a nuestra idiosincrasia. Por ejemplo: las escuelas en el Río de la Plata empiezan a una hora similar que muchos países europeos, en la mañana temprano. Pero la cultura rioplatense es mucho más nocturna, cenamos más tarde, nos acostamos más tarde… los niños también. Entonces las horas de descanso y vigilia tiene que tener relación con nuestra identidad y no solo copiar el modelo del “norte”. Eso supone generar evidencia propia, también en neurociencias. Hay otras cosas de esa “nueva escuela” que son obvias: mejores condiciones de infraestructura, los pupitres estables son obsoletos para los estímulos de hoy, mejores salarios que mantengan a docentes motivados y formados, tiempos específicos para acompañar a cada estudiante y no siempre hacer todo igual para todos, dar lugar a las emociones que dependen del mismo órgano que el aprendizaje (el cerebro), explotar el lenguaje de distintas formas (incluyendo las artes), y jugar. Jugar mucho. Deberíamos jugar mucho más, incluso siendo adultos. La escuela tiene que estar al servicio del juego.

—¿Cuán cierto es que los niños que escriben con la zurda son más creativos y los diestros cuentan con mejor memoria?

—Es un neuromito. Es cierto que hay dos hemisferios, pero todos, salvo en lesiones, usamos los dos a la vez. El cerebro funciona en conjunto. Hay quienes separan materias cognitivas de no cognitivas, cuando el cerebro hace las dos cosas a la vez. Otro neuromito, también muy peligroso, es pensar que existen estilos de aprendizajes. Hay docentes que creen que hay estudiantes que son más visuales, otros más auditivos y en lugar de estimularlos en todos sus potenciales, los encasillan pensando que les hacen un bien dándoles más de ese “estilo dominante”. Lo peor a nivel de los estímulos cerebrales es coartar libertades. Un niño va viendo que los objetos caen al mismo tiempo y, sin pensarlo, está descubriendo la gravedad. Luego ve que si interviene otra fuerza cambia el tiempo de caída, y entiende el rozamiento. Por eso, insisto, hay que abrir el abanico de opciones, no encasillar, estimular poco a poco para lograr el objetivo pedagógico y jugar. Jugar mucho.