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12/02/23

Más justicia no significa más pena

Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, reflexionó sobre los puntos a tener en cuenta a la hora de definir una pena por un crímen.

Por Roberto Gargarella

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Crimen de Baez Sosa. La justicia condenó a perpetua a cinco acusados y a quince años a tres. | TELAM


Todos hemos quedado conmovidos, en estas últimas semanas, a partir de los juicios desarrollados en torno a algunos crímenes brutales. Pienso, en particular, en la muerte de un joven, provocada por los golpes que le impusiera una patota de otros jóvenes rugbiers. Crímenes como éstos, y sus detalles, nos han generado, a todos, dolor y daño en exceso. Quisiera, sin embargo, tomar la oportunidad que nos ofrece este momento de duelo colectivo, para plantear algunas preguntas y dudas –para mí difíciles de responder– relacionadas con las respuestas altamente “punitivistas” que hoy, ligeramente, se ofrecen ante dichos casos. El objetivo del texto no es el de generar controversias innecesarias, sino el de reflexionar críticamente sobre temas tan tristes como complejos.

Más justicia, ¿más pena? Comienzo planteando una perplejidad propia de las demandas por penas “severas” o “de por vida”. De modo habitual, se nos dice que, de ese modo (con “penas muy altas”) se busca “hacer justicia”. Ello así, vinculando –incomprensiblemente– al nivel de “justicia” de la respuesta estatal, con la métrica de los “años de cárcel” (resultó trágico, en estos días, oír el desfile de declaraciones de nuestra clase dirigente, festejando las “condenas de por vida” porque “finalmente se hizo justicia”). En la Argentina, nos hemos acostumbrado a este tipo de asociaciones, desde los años de los juicios ante los crímenes de la dictadura: sólo cuando se escuchaban condenas a perpetuidad se decía: “por fin se hizo justicia!”.

Sin embargo, para todos los casos, y aún o especialmente frente a los crímenes más terribles, no hay nada obvio en dicha asimilación entre “más justicia” y “penas más altas”. En la Colombia de hoy, después de décadas de “conflicto armado,” el Estado busca “Justicia y Paz”, con independencia de si ello requiere más o menos “penas”. Algo similar ocurrió en la Sudáfrica post-apartheid: lo que importaban eran otras cosas –saber la “Verdad” de lo ocurrido, por ejemplo– más que imponer los castigos más severos.  Es decir: la asimilación entre “justicia” y “penas más severas” no es obvia, ni parece sensata, ni resulta necesariamente provechosa, en ningún sentido.

¿Qué finalidad buscamos, a través de un duro castigo? Una vez que nos queda en claro que “hacer justicia” no es lo mismo que “condenar con más penas,” resurge la pregunta sobre qué es lo que en realidad buscamos, cuando demandamos castigos severos. Ofrezco aquí algunas respuestas muy comunes, adelantando el problema que veo en ellas: ellas parecen apuntar a lugares muy distintos, muchas veces en tensión entre sí. La pregunta es: ¿Qué es lo que queremos, cuando proponemos “las penas más altas,” en estos casos? ¿Queremos que “la sociedad aprenda” qué es lo que pasa, cuando alguien comete un crimen aberrante? (¿queremos “infundirle miedo” al resto de la sociedad, tomando a los culpables como “meros medios”?). ¿Queremos, exclusiva o fundamentalmente, “darle su merecido” a los asesinos del caso? ¿Queremos que ellos no tengan la oportunidad de volver a cometer un crimen semejante? ¿Queremos “reformar” a esos criminales, para luego intentar reintegrarlos? ¿Queremos buscar su arrepentimiento y enmienda? Una vez más: necesitamos aclarar(nos) qué es lo que buscamos, a través del castigo severo, porque muchas de las respuestas anteriores parecen incompatibles entre sí (se dirigen a sujetos distintos; buscan objetivos diversos; se satisfacen con medios opuestos; etc.).

Respuestas internamente muy frágiles. Una vez que definimos qué es lo que efectivamente perseguimos, a través del “castigo severo” (“disuadir al resto”; darle a alguien su “merecido”; “reformar y reintegrar” a los criminales) necesitamos reflexionar sobre la racionalidad y razonabilidad del objetivo específico que elegimos –cualquiera sea– y sobre los medios por los que optamos para logar tales objetivos. Mi impresión es que no pensamos o no queremos pensar demasiado sobre la cuestión, porque intuimos las dificultades que vamos a encontrarnos en el camino. No digo esto con el ánimo de “complicar las cosas”, sino con el genuino objetivo de pensar mejor sobre lo que es difícil.

Veamos: si proponemos la imposición de “penas ejemplares” (“altísimas”) para disuadir a potenciales criminales (“que nadie más se anime a cometer un acto así”), deberemos tomar conciencia de que la disuasión no parece estar funcionando bien en ninguna parte (el criminal habitualmente asume que “a él” no lo encontrarán; los niveles de criminalidad parecen depender de otras variables ajenas a los niveles de pena que establecemos; etc.); y reconocer también que otras políticas (preventivas) pueden resultar más humanas y más eficientes para la disuasión que buscamos (más allá de que nos evitan la inmoralidad de tomar a los condenados como “meros medios” para conseguir los fines que nos proponemos). Por el contrario, si lo que más nos importa, cuando castigamos, es que el criminal “cambie” o “se reforme”, para después poder “reintegrarlo”, tenemos que advertir que nos dirigimos a un fracaso seguro si, para lograrlo, confinamos al criminal un antro de maltrato y violencia (nuestras cárceles); lo rodeamos de los peores criminales que hemos encontrado; y lo aislamos del resto de la sociedad (de su familia y de sus afectos).

Lo que “aprenderá” el criminal, a través de esa “escuela” que le impusimos, es a ser todavía más violento: de allí saldrá, cuando salga, mucho peor de como había ingresado, pero ese resultado será ahora, en parte, responsabilidad nuestra. Se tratará del “producto esperable” de la “educación en el crimen” que le hemos dado. Finalmente, si lo que buscamos, a través de penas “altísimas” es darle a alguien “su merecido” (digamos, una especie de

impermisible venganza a manos del Estado que tiene el monopolio de la violencia), convendrá que nos aclaremos, previamente, cómo vamos a “medir” ese “merecimiento” (qué “merece” una persona que comete un crimen, como el de los rugbiers, ¿que la torturen? ¿que le arranquen un pie? que la condenen a muerte?).

No se trata de que seamos ingenuos ni de que cerremos los ojos ante los efectos de las respuestas que damos

Y, más allá de esa insoluble dificultad para precisar qué es lo que alguien “realmente merece”, luego de un crimen grave, convendrá reflexionar, también, sobre la clase de sociedad que somos o en la que nos convertimos, condenando de ese modo extremo. Supongo (aunque, por ahora, no lo afirmo, sólo lo planteo como duda), que alguno de esos criminales (digamos, alguno de los rugbiers citados) cometió, sin pensarlo mucho, el error de su vida, y hoy está profundamente arrepentido de lo que hizo. Si esto es cierto, esa sola posibilidad debiera ocupar un lugar importante a la hora de ofrecer respuestas, desde el Estado. Tal vez, más que arrojar al infierno a ese joven criminal, y desentendernos del mismo (que es lo que haremos), podríamos apostar a recuperar o reconstruir la parte de humanidad que aún preserva (hablamos, finalmente, de adolescentes, casi niños). No se trata de que seamos ingenuos (han hecho algo terrible), pero tampoco de cerrar los ojos (nosotros, el Estado) frente a las consecuencias (desastrosas) de las respuestas que damos. Si se me permite la herejía: ninguno de nosotros está exento de cometer un error imperdonable.

La Constitución no permite “cualquier” respuesta. Algunos eventuales lectores, seguramente, no se sentirán en absoluto interpelados o persuadidos por nada lo que he dicho hasta aquí. Ellos -seguramente, y en parte se entiende- se encuentran por completo convencidos del valor y necesidad de las penas “más duras” (“que se pudran en la cárcel”). Pues bien, quienes quieran mantenerse, obstinadamente, en ese lugar (el del híper-punitivismo) deberán tomar nota, al menos, de que nuestra Constitución no permite, cualquier respuesta en la materia (sobre todo, respuestas híper-punitivas, como las que ellos invocan). En efecto, la vieja Constitución de 1853, con su modesto liberalismo humanitario, condena y prohíbe ciertas (comunes) respuestas penales. Simplemente cito la frase crucial que dedica el art. 18 de la CN, a la cuestión de las penas, recordando que se trata de un “mandato” obligatorio, para todos, y no de una mera “recomendación” que podemos cumplir si tenemos ganas. Dice la CN: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice.”

Esa frase nos confirma que la mayor parte de las cosas que hacemos en el área (las cárceles que tenemos, los castigos que damos, el tipo de penas que imponemos) son, directamente, contrarias a derecho: “mortificamos” a través de la pena; “castigamos” a través de la privación de libertad; mantenemos cárceles “insanas y sucias”. Todo lo cual puede ser irrelevante para periodistas y propagandistas en el área, pero no puede serlo para los funcionarios que tienen la obligación de aplicar el derecho. En definitiva: nos encontramos frente a un tema doloroso y arduo de tratar. Sin embargo, el hecho de que tengamos enormes dificultades para reconocer, frente a estos terribles casos, cuál es la mejor respuesta de la que disponemos –en términos legales, políticos y morales– no habilita cualquier respuesta alternativa, que impulsiva o irreflexivamente ofrezcamos.