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25/12/22

Pablo Gerchunoff y Martín Balza: Alfonsín y su relación con la dictadura, Malvinas y los alzamientos carapintadas

Pablo Gerchunoff, profesor de las Licenciaturas en Economía, en Historia y en Ciencias Sociales, conversó con el general Martín Balza sobre los avatares del gobierno de Raúl Alfonsín.

Por Patricio Zunini


Raúl Alfonsín habla a la multitud en la Semana Santa del 87 acompañado por Antonio Cafiero.


24 de marzo de 2004. Néstor Kirchner habla frente a las miles de personas que asisten al acto de recuperación del predio de la ESMA, donde funcionó uno de los centros clandestinos más atroces de la dictadura. “Las cosas hay que llamarlas por su nombre”, dice, “y acá, si ustedes me permiten, ya no como compañero y hermano de tantos compañeros, sino como presidente de la Nación Argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia”.

Ahora es la mañana de un sábado de 2022. Hace unas semanas salió la biografía Raúl Alfonsín. El planisferio invertido (Edhasa), uno de los grandes hechos editoriales del año, y el libro motivó el encuentro entre su autor, Pablo Gerchunoff, y el general Martín Balza. Los dos son protagonistas de la Historia con recuerdos de primera mano y largos años de reflexión. La charla, que va a durar casi cuatro horas y va a indagar el rol de los militares —y en particular, el del propio Balza— durante el primer gobierno democrático, empieza, sin embargo, con las sensaciones que les provocó aquel discurso.

Kirchner venía haciendo gestos importantísimos en relación a los derechos humanos, pero con esa frase empañaba —o directamente negaba— lo hecho por Alfonsín: el juicio a la Juntas y la condena a los dictadores.

—Yo creo que Alfonsín no se lo merecía —dice Balza, medido.

—Obviamente Alfonsín reaccionó con bronca —dice Gerchunoff—. Y, nobleza obliga, hay que decir que después Néstor Kirchner lo llamó. Pero lo que más me llama la atención es cómo supo digerir el episodio. Al punto que, unos meses más tarde, denunció un complot de la derecha contra un gobierno al que consideraba una promesa democrática.

Con casi 90 años, Balza mantiene su porte imponente y habla con la serenidad de quien sabe que ha vivido con dignidad: héroe de Malvinas, actor preponderante en la reconfiguración del Ejército —jefe del Ejército entre 1991 y 1999—; tras el retiro cumplió tareas diplomáticas en las Naciones Unidas, y fue embajador en Colombia y Costa Rica durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Gerchunoff, diez años menor, es docente, historiador y formó parte de los equipos económicos de Juan Vital Sourrouille y José Luis Machinea. En 2016 obtuvo el premio Konex de Platino en el área de Humanidades.

—A Alfonsín le tocó la transición más difícil que recuerde —dice Balza, que en ese tiempo era subdirector del Colegio Militar—. Le decían el Anticristo. Él recibió como peludo de regalo la secuela de la guerra de Malvinas y el fracaso total del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. Un fracaso económico, social, político.

Con el peso gravitatorio en el período 1983-1989, la conversación avanza y retrocede en el tiempo y en los hechos. Buscan abarcar en toda su dimensión la relación compleja y tumultuosa entre el expresidente y los militares, que desembocó en las tres sublevaciones de los carapintadas.



"Raúl Alfonsín. El planisferio invertido" (Edhasa), la brillante biografía que escribió Pablo Gerchunoff.

De las Malvinas a los juicios

De una bolsa grande llena de libros y recortes, Balza saca una declaración de Alfonsín del 15 de junio de 1982, el día después de la rendición. Lee: “Las Fuerzas Armadas no merecen este destino y el país no merece este gobierno, y por eso debe irse ya. Es hora de escuchar la voz del pueblo”. Saltea algunos renglones y sigue: esa voz “es también la voz de los hombres de las Fuerzas Armadas que han visto comprometida su institución y su misión por el manejo de una minoría dispuesta a todo para aumentar el poder”.

Gerchunoff señala que la oposición de Alfonsín a la guerra fue clara y manifiesta desde el mismo día del desembarco, y que se negó a viajar a la asunción como gobernador del General Menéndez, a diferencia de Ubaldini, Contín, Jorge Abelardo Ramos y otros. Y dice que con la declaración que acaba de leer Balza, Alfonsín empezaba a separar la paja del trigo:

—Él diferencia la aventura sangrienta de un general irresponsable de un objetivo nacional que nadie niega, como es el de recuperar la soberanía de las islas Malvinas.

—Sí, señor —dice Balza.

—Y de alguna forma anticipa que no va a juzgar a las instituciones militares, si no a los responsables del terrorismo de Estado.

—¡Sí, señor! —dice Balza e inmediatamente se disculpa—. Perdón por la vehemencia.

Alfonsín, abiertamente en contra de la Ley de Autoamnistía que habían dictado los represores, interpretó que había tres grados de responsabilidad y esa fue la idea central del juicio a las Juntas y las subsiguientes leyes de Punto final y Obediencia debida. Así lo explicaba en el acto de Ferro el 30 de septiembre de 1983: “Hay una responsabilidad de quienes tomaron la decisión de actuar como se hizo; hay una responsabilidad distinta de quienes en definitiva cometieron excesos en la represión, y hay otra distinta también de quienes no hicieron otra cosa que, en un marco de extrema confusión, cumplir órdenes”.

—Para Alfonsín —dice Gerchunoff—, el problema no eran las Fuerzas Armadas como institución, sino la experiencia trágica de la dictadura.

—Pero una cosa fue Alfonsín —dice Balza— y otra los radicales que no podían y que aún hoy no pueden separar Malvinas de Galtieri. No puede ser que un país no reconozca a los hombres que combatieron.

El diálogo es cordial, aunque por momentos se dejan tomar por la pasión. Gerchunoff elige las palabras; Balza se contiene. Son dos jugadores de ajedrez que no quieren piezas blancas y negras, sino escalas de grises.


Mensaje institucional del ejército

Aquel discurso de Kirchner no sólo negaba a Alfonsín, sino que también ponía en un cono de sombras las palabras que el propio Martín Balza había dicho el 25 de abril de 1995, cuando, siendo jefe del Estado Mayor General del Ejército, se dirigió a la sociedad con una autocrítica sin matices. Para ponerlo en contexto: faltaban veinte días para la elección presidencial y, gracias a los indultos de Menem, los jerarcas militares estaban libres.

—Es un documento absolutamente conmovedor —dice Gerchunoff.

—Ante todo —dice Balza—, quiero aclarar que fue un mensaje institucional, no de Balza.

—¡Objeción! —Gerchunoff levanta una mano—. Las instituciones permanecen en el tiempo, pero las actitudes dependen de los hombres y las mujeres. Fue un mensaje empujado por el General Balza.

—Roberto García dijo que era puro humo. La señora de Bonafini me llamó asesino. Un director de fútbol, al que yo respeto mucho porque nos dio el primer título mundial, dijo que no me creía.

El “Mensaje Institucional del Ejército” fue el resultado de un largo trabajo que Balza había comenzado ya desde el mismo momento en que había asumido la jefatura: “Tenemos que hacer una acción docente”, les dijo entonces a sus generales. Ahora, en esos días de 1995, se habían producido una serie de denuncias que hablaban de fosas comunes en Campo de Mayo y, aunque la búsqueda era infructuosa, Balza se encontró con un titular que decía “Inexplicable silencio del ejército”. Pensó: tienen razón, el silencio era inexplicable.

Se reunió con cinco colaboradores y escribieron un par de borradores hasta llegar a la versión definitiva. Que se hayan demorado tan poco en encontrar las palabras justas es una clara evidencia de cuánto venían hablando del tema. El jefe de prensa consiguió que Bernardo Neustadt les diera unos minutos de aire en Tiempo Nuevo, justo el día en el que iban a debatir los candidatos presidenciales. Por esa época, y más en tiempos de elecciones, el programa podía superar los 40 puntos de rating. Y encima, Neustadt decía por radio que Balza —que siempre se había negado a ir— iba a decir algo importante.

—Me llamó Carlos Corach —recuerda Balza—, y me dijo “Queremos saber qué va a decir”. Queremos. Dios me iluminó para no entrar en una discusión. Él era ministro del Interior, no tenía ninguna vinculación conmigo. Serían las seis de la tarde. Le dije: “Cuando lo tenga listo, se lo mando por fax”. El reglamento dice que uno tiene que dar a conocer los mensajes al superior inmediato que está presente en el acto. ¿Soy claro? En síntesis: todavía lo está esperando.

Un rato después lo llamó Oscar Camilión, ministro de Defensa, que sí era su superior. Quedaron en verse antes de ir al canal, pero Balza llegó con el tiempo justo y le dijo que se había dejado el documento en el auto. No le mintió, pero tampoco le mostró el texto.

—Con eso, yo le hacía un favor a él y él me hacía un favor a mí. Porque si me cambiaban algo, yo iba a leer mi declaración y después iba a tener que pedir el pase a retiro.

Balza llegó al programa y leyó: “El Ejército, instruido y adiestrado para la guerra clásica no supo cómo enfrentar desde la ley plena el terrorismo demencial. Este error llevó a privilegiar la individualización del adversario, su ubicación por encima de la dignidad mediante la obtención, en algunos casos, de esa información por métodos ilegítimos, llegando incluso a la supresión de la vida, confundiendo el camino que lleva a todo fin justo y que pasa por el empleo de medios justos. Una vez más reitero: el fin no justifica los medios”.

Y leyó: “Las listas de desaparecidos no existen en la fuerza que comando. Si es verdad que existieron en el pasado, no han llegado a nuestros días. Ninguna lista traerá en la mesa vacía de cada familia el rostro querido. Ninguna lista permitirá enterrar a los muertos que no están, ni ayudar a sus deudos a encontrar un lugar donde puedan rendirles un homenaje”.

Y leyó: “Aprovecho esta oportunidad para ordenar una vez más al Ejército, en presencia de toda la sociedad: nadie está obligado a cumplir una orden inmoral o que se aparte de las leyes y reglamentos militares. Quien lo hiciera incurre en una conducta viciosa, digna de la sanción que su gravedad requiera. Sin eufemismos, digo claramente: delinque quien vulnera la Constitución Nacional. Delinque quien imparte órdenes inmorales. Delinque, quien cumple órdenes inmorales. Delinque quien para cumplir un fin que cree justo emplea medios injustos e inmorales”.



Augusto Pinochet y Jorge Videla

El camino de la pacificación

Otro salto del reloj: 25 de noviembre de 1984.

Las islas Picton, Nueva y Lennox forman parte de un archipiélago sobre el canal de Beagle que durante décadas fue motivo de disputa con Chile. Distintos reclamos y estudios a cada lado de la frontera definían claramente a qué país pertenecían, pero —o tal vez por eso— el conflicto se mantenía vivo. En 1977 un laudo arbitral declaró que las islas eran chilenas, pero la Argentina desconoció la sentencia argumentando contradicciones, errores geográficos y parcialidad de la comisión. El fracaso de las negociaciones produjo una crisis que derivó en la movilización de tropas y preparativos bélicos. Videla de un lado, Pinochet del otro. La escalada llegó a tal punto que debió intervenir Juan Pablo II para calmar los ánimos. Finalmente, en 1979 se firmó en Montevideo un tratado por el que se volvía a la situación previa al laudo, pero el conflicto seguía latente hasta entrada la democracia.

Habían pasado dos años de Malvinas y el país estaba nuevamente convulsionado por otras islas. Alfonsín entonces convocó a la sociedad a un plebiscito no vinculante para que se definiera qué acción tomar: el 83% de los votos estuvo a favor de dar por resuelto el diferendo.

—¿Cómo lo consideró el Ejército? —dice Balza—. En el Ejército no se hizo una encuesta, pero está claro que se mezclaba todo y muchos decían que Alfonsín venía a destruir las Fuerzas Armadas. De todas maneras, el plebiscito no fue algo que haya preocupado mucho.

—Es que en ese año —dice Gerchunoff— el problema central eran los juicios.

—Eran los juicios y qué pasaba con Malvinas. Pasó mucho tiempo sin que se entregaran las medallitas ni dieran ningún otro reconocimiento. No había pensiones. Nada.

En plebiscito tenía, para Gerchunoff, una doble lectura. Puertas adentro, Alfonsín entendía que podía salir fortalecido políticamente gracias al apoyo de la opinión pública y, a la vez, encontraba una manera de neutralizar hipótesis de conflicto: eliminaba motivos por los que hubiera sido necesario recurrir a las Fuerzas Armadas.

—Es una jugada extraordinaria —dice—, pero hay que señalar que, después, en el Congreso ganó por apenas un voto. Alfonsín se dio cuenta que no le alcanzaba con tener a la opinión pública a favor, había que negociar con las demás fuerzas.



Los presidentes de Brasil, José Sarney, de Argentina, Raúl Alfonsín, y de Uruguay, Julio María Sanguinetti, tras la firma de un acuerdo trilateral que sentó las bases del Mercosur en febrero de 1988 en Colonia del Sacramento, Uruguay.

Y, además de la cuestión local, el plebiscito tenía una proyección internacional:

—Es una estrategia de paz —dice Gerchunoff—. Pongo esto en el mismo lugar que los acuerdos con Brasil. Son acuerdos pacificadores.

—¡Sí, señor! —dice Balza.

—En ese sentido, Alfonsín, que no lo supo y que probablemente se molestara con la comparación, se parece al Roca de 1880.

—¡Sí, señor!

Balza entonces dice lo que Gerchunoff no se permite: que gracias a Alfonsín se pudo superar el infantilismo de los gobiernos militares:

—El infantilismo nuestro, y me han dicho que de ellos también, de hasta no pavimentar las rutas por miedo a los tanques. El infantilismo de competir con Brasil y no apoyar que sean miembros permanentes del Consejo de Seguridad. En los años 90, hicimos ejercicios combinados en un marco de fuerzas de paz con Brasil —y también fueron invitadas pequeñas fracciones de Paraguay y de Uruguay—. Eso no se podría haber hecho sin Alfonsín.

Están sentados uno frente al otro. Gerchunoff en un sillón de dos plazas, verde oscuro casi negro. Camisa blanca arremangada hasta los codos. Balza en un sillón más chico, chomba negra de mangas cortas. Entre ellos, una mesa chica con dos tazas de café.


¿Estuvo en riesgo la democracia?

Fueron tres los levantamientos carapintadas: el teniente coronel Aldo Rico se sublevó en la Semana Santa de 1987 y en enero del 88; el coronel Mohamed Alí Seineldín en diciembre del mismo año. Rico después diría que se habían levantado para frenar los juicios, pero Gerchunoff confronta la fechas y demuestra que no era verdad: para entonces ya se hablaba de las leyes de Obediencia debida y Punto final.

—El de Rico fue un reclamo gremial —dice Balza—. No se lo hizo a Alfonsín. Veía a esos generales que no mandaban nada. Alfonsín respetó tanto a las Fuerzas Armadas que lamentablemente los jefes de Estado Mayor que puso no son los que él hubiera querido.

Lo que sigue es un largo y detallado monólogo de Martín Balza sobre aquellos días:

—El despelote de Semana Santa se gestó el miércoles. Yo era coronel de último año y era inspector de artillería en el Estado Mayor. Pasaban los días y no había soluciones; un general me dijo: “Hay que darle largas al asunto”. Pero cómo podía ser que un teniente coronel los tuviera en jaque. El viernes voy a verlo a Ríos Ereñú, que era el jefe del Estado Mayor General del Ejército. “Mi general, quiero ir a la Escuela de Infantería para hablar con Rico y necesito que usted me autorice”. Rico no recibía a nadie, pero yo sabía que a mí me iba a escuchar porque en Malvinas, la fracción de comando de Rico se pudo desprender de los ingleses por el fuego de artillería de mi unidad. Rico siempre decía que una camaradería en combate no se olvida nunca. Fui de uniforme y entré por la Escuela de Ingenieros. “¡Alto! ¿Quien vive?”. “Coronel Balza”. Viene el capitán Villarroel, que había estado en Malvinas con Rico, y me dice que no me podía dejar pasar. “Sabe qué”, le digo, “vengo desarmado, yo voy a seguir caminando y usted no me va a tirar por la espalda”. Rico me recibió en el despacho del director de la Escuela de Infantería. Me habré quedado media hora. A Rico lo noté cansado y vi que el que lo azuzaba permanentemente, cosa que me imaginaba, era Venturino, un mayor que tenía influencias sobre él. Venturino era del área de Inteligencia, el área más podrida que tuvo el ejército. Le dije a Rico: “El ejército no está con ustedes ni está contra ustedes. Y lo que usted dice, Rico, en alguna medida lo comparto: estos generales no ejercen liderazgo, ni mando ni comando. El ejército no va a abrir fuego, pero si llega a haber un muerto se va a pudrir todo. De manera que lo que está haciendo no es sensato”. En un momento se abre la puerta, lo llaman a Rico, hablan en voz baja y él grita: “¡Nooo! Ni loco”. Según dicen, habían ido a proponerle que me tomaran de rehén. Me fui, pasé por la Escuela de Artillería, que estaba a mil metros. Serían ya las dos de la mañana. Me dieron una taza de caldo. Rico había cruzado su Rubicón. Cuando volví a verlo a Ríos Ereñú, le dije que había dos soluciones: “O va usted y habla con Rico, o va el General Alais y los mete presos a todos”.

—Rico quería entregarse a Alfonsín —dice Gerchunoff—. Lo respetó en todo momento.

El domingo, una multitud sin precedentes se movilizó hasta la Plaza de Mayo para respaldar al presidente. Alfonsín habló a la multitud y luego viajó a encontrarse con Rico. La ansiedad de la plaza era palpable, y cuando volvió Alfonsín con el conflicto resuelto dijo aquellas palabras que hoy forman parte del colectivo popular: “La casa está en orden ¡y no hay sangre!”.

—La gente en Plaza de Mayo fue determinante —dice Balza— y un político hábil como Alfonsín no lo ignoró.

—Después Rico dijo: “Vino vestido de presidente” —dice Gerchunoff.

—Alfonsín no negoció con Rico —dice Balza—, pero me consta que el que sí negoció fue Jaunarena. Había 80 capitanes de la Escuela de Guerra y sólo se tomaron medidas con Rico y el pánfilo de Venturino.

—Me parece que eso estuvo siempre en la visión de Alfonsín. Y algo importantísimo es que el encuadramiento de Semana Santa podría haber sido rebelión, pero Alfonsín lo encuadra como motín.

—Estuvo bien Alfonsín.

—Si se quiere, esa es la concesión que hace.

—Y al año siguiente, en Monte Caseros —dice Balza—, cuando a Rico se le cae la estantería, pide cuatro o cinco horas antes de rendirse para que los capitanes se vayan. Yo creo que es una concesión que estuvo bien que se haya hecho.

Monte Caseros es el levantamiento de enero del 88. Rico, con el beneficio del arresto domiciliario desde finales del año anterior, desconoció la autoridad del Estado Mayor del Ejército y se dio a la fuga. Unos días después se autoacuarteló en el Regimiento 4 de Infantería y desde allí volvió a plantear sus reclamos. Para ese entonces, Balza había sido destinado en Neuquén, provincia en la que justamente el destacamento de Las Lajas se había plegado al levantamiento —y que, en un giro disparatado, recibían las órdenes por el teléfono de la carnicería del pueblo—. Balza inmediatamente mandó a arrestar a los cabecillas y el efecto cascada terminó por abortar el conflicto.

El tercer y último levantamiento fue el que más profundamente preocupó a Alfonsín. El epicentro de la subvlevación fue el Batallón 10 de Logística de Villa Martelli, pero se habían plegado en Salta, Córdoba, provincia de Buenos Aires. Con la situación fuera de control y el temor de que los rebeldes tomaran la Casa Rosada, el expresidente llegó a llamarlo a Balza para preguntarle si contaba con su respaldo en el caso de que tuviera que mudar su gobierno a Neuquén. “Por supuesto que sí, Señor presidente”, le dijo Balza, “pero me permito adelantarle que no va a haber golpe de Estado”.

—Más que derrocar al gobierno constitucional —dice Gerchunoff—, el verdadero objetivo era desgastar a Alfonsín. Hacerlo trizas y que termine exhausto y destrozado.

—Rico era un tipo inteligente —dice Balza—. Indisciplinado de cadete, pero vivo. Seineldín era totalmente influenciable. Convengamos que para que venir de Panamá y cruzar por Carmelo, se necesitaba plata y los sueldos de los militares no daban para eso. Hubo varios empresarios que ponían plata.

—Martín, digámoslo más fuerte: Seineldín tuvo el apoyo de Menem.

—¡Totalmente! Menem apoyó totalmente a Seineldín. Por eso cuando Cáceres fue a reprimir a Villa Martelli le dijeron: “Cáceres, las elecciones las gana Menem y usted va a ser jefe del ejército, no reprima nada acá”. Ahí sí hubo un pacto.

—Pero es un pacto interno de las fuerzas, no es de Alfonsín. Eso revela también la debilidad en la que ya estaba su gobierno.

—Por eso digo que Alfonsín no negoció nunca. Pero en Villa Martelli hubo un pacto y había una cláusula, que era mi retiro, porque yo había estado siempre contra los carapintadas.



Pablo Gerchunoff y Martín Balza

No existen los hechos

—Lo que me importa de todo esto —dice Gerchunoff—, es cómo Alfonsín pierde muchas batallas por la interpretación de los hechos. Salgan a la calle y pregunten qué pasó en Semana Santa: “Alfonsín entregó todo”. ¡No entregó nada! ¿Cuál es la interpretación del acuerdo de Olivos? “Entregaron todo”. ¡No! Eso fue un intercambio en donde hubo un segundo mandato de Menem, pero hubo una reforma constitucional que modernizó las instituciones. Tercer ejemplo: De la Rúa. Alfonsín siempre le dijo que con la convertibilidad se iba a destrozar, que tenía que incorporar peronistas en el gobierno para compartir el costo. De la Rúa tenía su propia posición y la cosa terminó como terminó. En los tres episodios, Alfonsín es derrotado en la interpretación. Yo creo que, a medida que pase el tiempo y volvamos a contar la historia a la manera en que la estamos contando Martín y yo, eso va a cambiar. Me gustaría decir, para cerrar, que Martín era el jefe del Ejército que Alfonsín hubiera soñado tener. Y lo digo con conocimiento, porque la alegría que sintió con la declaración del 95 fue notable. Hay algo de tragedia en el hecho de que esas dos figuras públicas no se hayan podido encontrar en su momento.